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Niños que dan lecciones

viernes, 26 de abril de 2019
Un tarde de domingo cualquiera, mes de abril, una playa de un pueblo costero de Galicia, pongamos que hablo de Marín. Los amantes del sol y la arena disfrutábamos de uno de los primeros días de playa del año, pertrechados para ello con el kit oficial del buen dominguero, véase sombrilla, silla plegable e incluso alguna que otra nevera portátil (azul con asa blanca como es tradición).

Todo parecía transcurrir con la mayor normalidad si no fuese porque a media tarde hizo aparición uno de esos chubascos débiles y dispersos que, haciendo honor a su nombre, provocó que los allí presentes nos dispersásemos con premura buscando cobijo para nuestros más que valiosos ajuares de playa. Unos corrieron al chiringuito más cercano, que los acogió con agrado, deseoso quizás de hacer su agosto en abril. Otros, sin embargo, escogimos la caseta de los socorristas que, a falta de socorro, sí pudo ofrecernos un pequeño alero bajo el que protegernos un poco de la lluvia. En todo caso todos buscamos refugio. Todos menos ellos: dos niños que ni se inmutaron ante la espantada general y que continuaron jugando en el agua, como si nada hubiese pasado, como si el agua literalmente les resbalase y no fuese motivo para interrumpir aquel momento.

Después de unos minutos de espera, amenizados por los comentarios de una señora con indudables dotes adivinatorias que no dejaba de pronosticar el final de la lluvia con frases como “esto escampa, parece que ya para, ya no cae tan fuerte…”, tuve la sensación de que no era el único que observaba a aquellos niños con una mezcla de nostalgia y anhelo. La nostalgia, tan típica de los domingos por la tarde, era acentuada por la alegría que aquellos niños transmitían y que transportaba a uno a un tiempo de infancia donde la playa era sinónimo de felicidad. Tenían el cielo a sus pies, una playa entera para soñar y dejarse llevar y un silencio que resultaba acogedor, sólo interrumpido por sus risas y por el batir de las olas.

El anhelo se presentó después, cuando durante aquella espera deseamos poder sentir, aunque fuese durante un segundo, lo que aquellos niños estaban sintiendo a escasos metros de nosotros. Parecía que la única preocupación que existía en su horizonte era la de seguir sacando el máximo partido a eso que llaman carpe diem. Sin embargo nosotros, los adultos, habíamos puesto a cubierto cosas que no necesitan protección alguna, como el niño que llevamos dentro.

Minutos después, cuando las predicciones de la “meteoróloga improvisada” se materializaron y dejó de llover, en la playa sólo quedaban aquellos dos niños para los que el tiempo parecía transcurrir de un modo distinto. Los relojes blandos de Dalí parecían gobernar aquella escena y en la brisa del mar parecía flotar aquella frase de El principito que dice así: “Todos los adultos fueron niños alguna vez, pero pocos lo recuerdan”.
Riera, Martiño
Riera, Martiño


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


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