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El farero que prescindió de la gracia de hablar

lunes, 29 de octubre de 2007
Cuando Sebastián consultó la lista de los aspirantes a farero que habían logrado plaza en la oposición en la que estaba inmerso, no dio crédito a lo que estaba leyendo. Tuvo que frotarse los ojos varias veces para comprobar, atónito, que efectivamente, su nombre y apellidos aparecían relacionados claramente a la izquierda de la lista. A la derecha del nombre estaban las puntuaciones obtenidas. Había quedado en cuarto lugar, lo cual no estaba nada mal, pues eran veintitrés las vacantes y se habían presentado trescientos veinte. Su privilegiado lugar le dio opción a elegir el faro con el que había soñado desde niño: Cabo Fisterra. Tenía por aquél entonces treinta años.

La pasión por todo lo que viniese del mar le venía a Sebastián de muy atrás. Los primeros dibujos reconocibles de los niños en su más pronta infancia suelen ser normalmente seres queridos o casas, pero él siempre intentó pintar barcos, peces, seres mitológicos y criaturas de las profundidades abisales. Los pintaba con posturas caprichosas, no exentas de imaginación y de todas formas y colores. Más de un profesional los hubiese querido para sí, dado el talento que fue adquiriendo para el dibujo. Sus cuadernos para colorear eran todos de estas temáticas y los tenía por docenas. Los guardaba cuidadosa y pulcramente ordenados en el armario de su habitación.

Esa veneración por el mar se incrementó en el momento en que tomó posesión de su plaza. El faro que eligió, enclavado en la punta occidental de la península de Fisterra, dominaba el océano atlántico en los días claros y soleados, donde la visión se extendía tan lejos que incluso se podía apreciar en el horizonte la curvatura de la Tierra. Con sus prismáticos especiales oteaba el horizonte en busca de barcos, delfines o pájaros y, después de observarlos durante largo rato, los llevaba a su cuaderno de campo para plasmarlos con envidiable destreza. Pero lo que más le gustaba a Sebastián de su oficio era la actividad de los días de densa niebla, donde el faro tenía que trabajar de lo lindo para hacerse ver u oír. Oír, ¡”Qué palabra mágica y misteriosa”! pensaba con júbilo Sebastián.

En los días de niebla, que en Fisterra son unos cuantos, a Sebastián le encantaba conectar, aparte del haz de luz, que se divisaba a kilómetros de distancia, lo que el llamaba “sus sirenas”. Sus sirenas no eran más que unas formidables trompetas o cuernos que lanzaban tales bocinazos que dejaban alelado a todo aquél que estuviese por las inmediaciones y que no tuviese la precaución de protegerse los oídos. Había dos, una a cada lado de la torre, y se oían claramente en toda la comarca. Llegó incluso a ponerles nombres. Las bautizó como Dafne y Eurídice. En los días en que la visibilidad era escasa, sus roncos cantos recorrían la superficie del océano oyéndose a muchas millas de distancia.

Han transcurrido treinta felices e inolvidables años desde que Sebastián llegara a su destino, sin apenas enterarse, sin que hubiese el más mínimo cambio en él, salvo la sustitución de bombillas o membranas para sus amadas sirenas. Era absolutamente feliz así y no deseaba nada más. Sólo anhelaba poder retirarse e ir a vivir con sus recuerdos a algún lugar desde el que se viese el fin del mundo, como desde su amado faro. Ahora acaba de leer una carta que ha recibido del Ministerio de Fomento en la que se le comunica que, merced a la adaptación a las nuevas tecnologías, el faro va a sufrir una profunda reestructuración en la que se prescindirá de sus amadas, de sus sirenas, que callarán para siempre y permanecerán mudas y amordazadas a merced de las inclemencias del tiempo. Oxidándose y pudriéndose.

Después de mucho meditar ha tomado la determinación de contestar al Ministerio de Fomento de la siguiente forma:

Muy sres. míos:

“He leído con gran consternación la carta que me han enviado poniéndome al corriente de la profunda reestructuración que el faro recibirá en breve. Soy consciente de que el mundo avanza y de que no hay que perder el tren tecnológico, pero esos avances ya no son de mi generación y confiaba en que las obras todavía esperasen a mi jubilación. Soy un romántico bobo, lo sé perfectamente, pero estos últimos treinta años han sido de una plenitud y una felicidad enormes y ya soy mayor para adaptarme a los nuevos requerimientos que los faros precisan. Por ello y en honor a mis años de servicio y a mi brillante expediente, les ruego que comprendan y acepten la actitud que voy a tomar hasta el día en que me jubile. Lo haré en honor a la que ha sido mi casa durante tantos años. El faro quedará mudo y yo también: Estas son las últimas palabras que diré o escribiré hasta entonces”.

Atentamente,

Sebastián Furelos
Reiriz, Javier
Reiriz, Javier


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