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El hijo de la luna

viernes, 19 de octubre de 2007
La noche fue dejando paso a las tenues luces de un amanecer apenas insinuado. Los tonos violáceos y púrpura sustituyeron a la robada luz de una luna en vísperas del plenilunio. El viejo plegó su caña telescópica, recogió cuidadosamente todos los útiles en la caja y colocó la ligera silla de aluminio en su antebrazo “pronto amanecerá y tengo que descansar para mañana estar fresco” -dijo para sus adentros- y emprendió el camino de regreso a su casa.

Hace ya cinco años que el viejo acude puntualmente al lago en las noches próximas a la luna llena. La razón que le lleva a acudir en esos días tan precisos es, en parte, la leyenda que corre acerca de que en el lago habita un descomunal ser que nadie ha visto, aunque haya personas que afirmen haber peleado con él en luchas imposibles. Esa leyenda ha ido creciendo con los años, de tal suerte que entre los pescadores de la región se conoce al monstruo por el sobrenombre de Moby Dick, en alusión a la feroz ballena blanca que acabó con la vida y con el profundo odio del capitán Ahab. Cuenta esa leyenda que en cierta ocasión, un pescador, después de que el animal entrase a su cebo, había tenido la mala fortuna de perder el equilibrio en la pelea y ser arrastrado hasta las profundidades del lago por el gran pez, pereciendo ahogado. También era de dominio público -lo que contribuía a aumentar la ya de por sí extensa leyenda- el caso de otro pescador al que le faltaba una mano. Ese pescador siempre había mantenido que el causante de su desgracia había sido él, aunque nunca pudo probarse nada.

Al viejo no le asustan las leyendas y está convencido de que el gran pez existe. Sabe que está escondido en algún lugar de las profundidades, al acecho, esperando pacientemente la llegada de la noche para alimentarse. El viejo sabe que su gran tamaño y su experiencia le hacen ser prudente. Nunca aparecerá a la luz del día, cuando los otros pescadores lo buscan. Sólo aparecerá cuando las aguas del lago sean tan negras como la enorme pupila de sus grandes ojos.

Al día siguiente, como de costumbre, el viejo se encamina con todos los bártulos a ese sitio donde, desde hace ya cinco años, pasa las noches en vela, en tensa espera, esperando esa picada que nunca se produce. Sin embargo, cada día acude con la misma ilusión y esperanza, sin importarle el tiempo otrora perdido. Sólo tiene en la cabeza una idea: capturarlo.

Llega la noche. El viejo, ya pertrechado, mira hacia arriba y exhala un profundo suspiro al contemplar el hermoso cielo estrellado, dominado por la luz de una luna que nunca le pareció tan llena. Ceba el anzuelo con una enorme lombriz y lanza con todas sus fuerzas para llegar lo más lejos posible, donde cree que puede estar el gran pez. Se queda placidamente dormido con el sedal entre los dedos.

Algo le despierta. Debía estar profundamente dormido porque mueve la cabeza a ambos lados como intentando saber dónde está. Mira hacia el cielo y comprueba que la luna empieza a velarse. Unas nubes han aparecido inesperadamente y la noche se torna de un negro profundo. Se despierta del todo al comprobar que su dedo índice, que es el que soporta el peso del sedal, se está moviendo. Algo está pasando al otro lado del hilo. Se pone tenso y se levanta con mucho cuidado de la silla, para no hacer ningún movimiento que pueda asustar a lo que está tirando del sedal. Sea lo que sea está probando el cebo cautelosamente, desconfiado. No se atreve a morderlo. Son unos instantes intensísimos. La frente del viejo se cubre de sudor pero ni tan siquiera mueve un dedo por secárselo, pues podría echar por tierra los anhelos de cinco largos años. De repente, un tirón fuerte. Lo coge desprevenido pero reacciona rápidamente y se hace con la situación. Lo que haya picado está enganchado. Bien enganchado –piensa el viejo, a juzgar por la forma como tira- ¡Ya eres mío!

Tira mucho. Muchísimo. El viejo cree que si no toma algún apoyo, el pez -ahora ya tiene la certeza de que se trata de él- le ganará la partida. Mientras los regueros de sudor surcan su cara, piensa si no será él su próxima víctima; otra que contribuya a hacer más grande su leyenda: la del Moby Dick real y no ficticio, como en el relato de Melville.

Pero hoy es su día de suerte. Ha llegado hasta un árbol, lo ha rodeado y es ahora éste el que soporta los tirones del gran pez. Poco a poco le va ganado terreno pero sin forzar la situación. Sabe perfectamente que en cuanto se descuide y le dé opción, puede romper el sedal o soltarse. "Eres un dignísimo rival -piensa- pero esta vez has dado con alguien más cabezón que tú”. Después de tres horas de tremenda e intensa lucha, por fin lo tiene a sus pies.

Es un animal enorme. Sobrepasa el metro y medio de longitud y su peso rondará los veinticinco kilogramos. Cuando lo coge entre sus brazos se da cuenta de repente de que todo lo que se decía de él, de sus crímenes, de su ferocidad, es fruto de la imaginación de mentes retorcidas. El enorme pez le mira fijamente con sus enormes pupilas negras. En ellas brilla claramente una luna, pero no es la del cielo, pues está cubierto de nubes. El animal, inerte, parece resignado a su suerte. De repente, al viejo le entra una profunda pena y empiezan a brotarle lágrimas de sus cansados ojos. Consternado, coloca el pez de nuevo en el agua con sumo cuidado. Éste, al tomar contacto con el líquido, se le queda mirando por unos breves momentos, moviendo sus aletas perezosamente. Luego se aleja de la orilla como si nada hubiese pasado.

En el cielo, las nubes que cubrían la luna desaparecen tan rápido como han llegado. En unos instantes la dejan de nuevo al descubierto y vuelve a brillar con su luz plomiza, prestada, pero con una intensidad antes nunca vista. El viejo comprende.

-Vete, hijo de la luna -le dice agitando su mano en señal de despedida- vuelve a las profundidades del lago, donde nadie te pueda molestar. Tu leyenda seguirá viva.
Reiriz, Javier
Reiriz, Javier


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