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Hablábamos de un sueño llamado Barcelona

jueves, 07 de diciembre de 2017
Hablbamos de un sueo llamado Barcelona Barcelona fue importante en mi vida mucho antes de lo que lo fue Madrid. Parte de mi familia emigró a Barcelona buscando oportunidades, como décadas antes lo había hecho otra, pero a América. En Barcelona encontró la tierra de oportunidades que buscaba y contribuyó a multiplicarlas moldeándola con su esfuerzo, como hicieron miles de personas venidas de fuera que hace décadas que ya no se sienten extranjeros.

Barcelona fue siempre en mi cabeza un icono de modernidad, la ciudad más cosmopolita de España y un ejemplo de éxito que merecía la pena seguir. Fue un poco mía desde pequeñito y la integré, ya voluntariamente, en mi mapa de coordenadas mientras me hacía mayor, no como una agradable realidad ajena sino como parte de mi propia identidad.

“¡Ese país ideal no existe!” “Existirá, Maria Aurèlia, existirá”. El optimista es Pasqual Maragall, alcalde de Barcelona y después president de la Generalitat, y se lo dice a su concejal de cultura en 1984, Maria Aurèlia Campmany, en la obra de teatro Parlàvem d’um somni (Hablábamos de un sueño), una adaptación de unos diálogos sobre Barcelona y Cataluña que ambos tuvieron en el principio del mandato del entonces joven alcalde, enfundado en su mítica gabardina un par de tallas más grande que su cuerpo. La obra explica cómo ambos soñaban Barcelona y Cataluña, desde dos puntos de vista diferentes. La adaptación de Jordi Coca convierte al texto en un irresistible ejercicio restrospectivo y también de imaginación sobre el futuro.

El diálogo, que se pudo ver hasta hace poco en el Teatre Nacional de Catalunya, muestra a Campmany como a una mujer lúcida, capaz de prever el actual choque de trenes, que según ella es poco menos que un destino histórico de dos sociedades muy diferentes que no quieren entenderse.
Hablábamos de un sueño llamado Barcelona
A Maragall lo dibuja como un joven idealista, creyente en “las Españas”, que soñaba con convertir a Barcelona en una de las capitales del mundo. Que quería abrirla al mar e integrar en un proyecto común el área metropolitana, la emergente clase media y la burguesía tradicional. Una Barcelona que explotase su “frondosidad”, como él dice en referencia a una frase de Tierno Galván, para dar sombra en el bosque más amplio que sería España. Una Barcelona que fuese el sueño vanguardista de Cataluña y no una realidad opuesta al resto de la comunidad.

Ambos tenían razón, aunque la obra parezca (quizás interesadamente) dársela al pesimismo ilustrado de Campmany que al idealismo posibilista de Maragall. El gran pebetero de Barcelona 1992, una imagen tan cierta como ahora lejana, sirve como broche a la obra.

La Barcelona que me he encontrado en las semanas que llevo viviendo en la ciudad, cubriendo informaciones para El Español, conserva mucho de lo bueno, pero se ha tornado en una especie de Jerusalén por la que se lucha palmo a palmo. Con banderas que, para colmo, comparten colores.

La situación en la calle es aparentemente normal, pero a poco que se rasque cualquiera se da cuenta de que la ciudad contiene la respiración. Según algunos indicadores, la caída de la actividad económica puede estar en torno al 20 o al 30%, dependiendo del sector. El turismo cae, el consumo también. Menos gente va al teatro. Barcelona, como concepto en el que conviven todas las Cataluñas, sigue buscándose a sí misma. El conflicto social es grave, llegando a las comidas familiares donde a veces se bromea con que esta Nochebuena en la mesa habrá cuchillos de plástico.

Los paralelismos entre aquella época y esta no dejan de ser asombrosos. Entonces, todo parecía por construir. Ahora, sorprendentemente, también. Si entonces la España de la Transición prosperaba construyendo sin saberlo un país, ahora hay otra generación que busca trabajo y sueños. Pero en 1984 parecía que los gobernantes (de signo muy diverso) y los gobernados tenían una idea de país y hablaban mayoritariamente un mismo idioma.

Otra obra de teatro que se ha podido ver recientemente en Barcelona, Les done sàvies, de Molière, muestra de forma muy atrevida (quizás por eso funciona) un personaje que viene como anillo al dedo. Josep Cuní, popular presentador de televisión, es satirizado como un charlatán “que lo sabe todo del procés” y que ha creado una máquina infalible, el “5 por 10”, capaz de generar cientos de frases para tertulias que encajan en cualquier situación sin decir absolutamente nada. Los actores hacen la prueba en directo preguntando al azar al público. No falla ninguna.

Ruido y creencias, en algunos casos casi religiosas (al hilo, Els nens desagraïts, en la sala Beckett), conforman un cóctel en el que la primera víctima es la verdad y la segunda la empatía. La verdad, porque pese a la libertad de prensa y la oferta inagotable, un número inimaginable de ciudadanos está dispuesto a creer que llueve mientras el sol luce radiante en un cielo sin nubes. Los hechos han pasado a ser secundarios, aunque sean contrastables. Siempre hay otra verdad (sea verdad o mentira) que conecta mejor con el corazón. Y eso es lo que importa. La empatía, porque es difícil debatir desde el respeto. Es la crisis de los afectos entre diferentes que siempre han vivido juntos. Vecinos de los mismos pueblos catalanes con los que estoy teniendo la oportunidad de charlar.

Este lunes empieza la campaña electoral más atípica de la historia de Cataluña y una de las más singulares de España. En ella, recuperar el reto de la Barcelona global, como punto de encuentro y vertebradora ya no solo de Cataluña sino de España, parece una quimera. Un sueño de un idealista. Casi tanto como hacer de Barcelona la capital de un nuevo país, próspero y mucho más democrático casi de forma instantánea.

En el estreno de Parlàvem d’um somni estaba Maragall (el que sale en los libros de historia), viéndose a sí mismo en el escenario. Es poco probable que se enterase de algo, pues padece de alzheimer desde hace muchos años, como es sabido. Igual algún espectador, de esa obra o del momento actual de Cataluña, no sepa aún que está llamado a volver a soñar y, de nuevo, conseguirlo.
Basteiro, Daniel
Basteiro, Daniel


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