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Adiós Cataluña

sábado, 28 de octubre de 2017
Históricamente y a lo largo de todo el planeta, los nacionalismos han basado su supervivencia en una identidad cultural propia, la supremacía étnica y en dos premisas fundamentales: la reivindicación insaciable y el victimismo permanente, amparándose en unos supuestos derechos históricos, demasiadas veces falseados y nunca suficientemente aclarados pero siempre útiles a la hora de reclamar mejoras de toda índole para la tribu nacionalista.

España, que por múltiples acontecimientos históricos y diversos caprichos del destino, está conformada como una amalgama de diversas sensibilidades nacionalistas repartidas a lo largo y ancho de toda su geografía, algo que sin duda nos proporciona una gran riqueza y diversidad cultural, lo que nos constituye como una nación única en su diversidad, es también un foco de fricciones y conflictos que, sin duda, no hemos sabido resolver de forma satisfactoria a lo largo de nuestra secular historia, ni en dictadura ni en democracia.

La Constitución del 78 y la consagración del estado autonómico, con la descentralización del poder, estableció un régimen de autogobierno para todas las comunidades autónomas como nunca se había visto ni en España ni en los países de nuestro entorno, cediendo incluso y cometiendo desde mi punto de vista un grave error al hacerlo, las competencias en materia de Educación, Sanidad y Justicia; pero lejos de dar solución al problema no ha hecho más que acrecentar la vorágine nacionalista, con el sectarismo que conlleva, y las ansias de secesión de algunas comunidades históricas, en especial el País Vasco y Cataluña. Por su parte, los diversos gobiernos nacionales, condicionados electoralmente por la necesidad de tener que pactar con los grupos nacionalistas para alcanzar mayorías estables de gobierno, no han hecho otra cosa que alimentar al monstruo secesionista con concesiones políticas y económicas sucesivas hasta llegar a esta España del siglo XXI.

Con estas premisas y el caldo de cultivo del sectarismo identitario, se ha ido conformando la España actual, tan alejada de la colaboración y la solidaridad interterritorial como proclive a la exaltación del fascismo étnico y su primera consecuencia es lo acontecido en Cataluña a lo largo de los últimos años, que acaba de culminar en su ridícula declaración de independencia, con minúsculas.

Cataluña, que se vende a si misma como la cuna de todas las culturas y avances históricos acontecidos tanto en la península como en Europa entera, no deja de ser una comunidad históricamente irrelevante si se la compara con Aragón o con Castilla y la reciente declaración política está cimentada en la falsedad histórica, la ilegalidad jurídica y, para mayor vergüenza, en la cobardía de sus promotores, que no se atrevieron a dar la cara por la defensa de sus ideas, sino que se ampararon en el anonimato del voto secreto para obviar su responsabilidad, todas ellas muy malas premisas si lo que se pretende es construir un régimen político basado en el respeto y la justicia.

Frente a esta sinrazón está el Estado español y el poder constitucional, que acaba de echar mano de la Justicia para poner remedio a tanta orgía nacionalista. De Ella depende en última instancia que nuestro régimen democrático resulte creíble o no. De no serlo volveríamos a repetir los peores errores de nuestra historia más reciente y de la que, a lo que se ve, no hemos aprendido nada.
Durán Mariño, José Luís
Durán Mariño, José Luís


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