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Encuentro con Rosalía

viernes, 16 de junio de 2017
Viajé por primera vez en 1983, buscando la casa donde había nacido mi padre, en A Touza, Santa María de Vilaquinte, al sur de Chantada. Dos años más tarde, en julio de 1985, repetí el viaje, esta vez como ponente del Congreso “Rosalía de Castro e o seu Tempo”, que tuvo lugar en Santiago de Compostela.

Al regreso, integré el directorio de Lar Gallego de Chile, como “director cultural”. Nos reuníamos en la sede de calle Carmen, recinto hoy desaparecido de la Unión Deportiva Española. En la sala principal había una biblioteca, cerrada con llave. De vez en cuando llegaban cajas y paquetes desde Galicia, con libros, revistas
y folletos, un material heterogéneo en el que yo podía encontrar obras de interés, publicaciones en lengua gallega que aquí nadie leía, salvo Pepe Bouzo y el profesor Eduardo Benítez, también Edgardo Gallegos, mi compañero de sueños galleguistas...
Clasificamos los materiales y les dimos su respectiva numeración. Pero los libros no tenían más usuarios que los ya nombrados.

La palabra Galicia y su sentido más profundo no se conjugaban aquí desde la lengua vernácula, olvidada por sus emigrantes, salvo algunas reminiscencias aldeanas en que la nostalgia se hacía presente con notas de costumbrismo remoto y formas que adquirían, de pronto, un tono de auto desprecio, como si fuesen resabios primitivos que la “modernidad” de una buena posición económica desechaba. Advertíamos que esto no era privativo de los hijos de Galicia; era un patrón común a otras colectividades, asentadas en un “españolismo” de cuño franquista que pervivía más allá de la muerte física del pequeño ferrolano. Como patético símbolo, en la pared, tras la testera de la mesa de reuniones del Lar, colgaba una fotografía de Franco, autografiada por él en 1964, que los directivos exhibían con orgullo...

Aquellos hijos del noroeste atlántico, en su inmensa mayoría, no habían estado ligados a los libros ni a la cultura en un sentido de refinamiento intelectual, sino apenas vinculados a expresiones populares y folclóricas consagradas a lo largo de los siglos, como la música a través de la gaita, el tamboril y la pandereta; asimismo, los bailes regionales, ensayados para las festividades propias del calendario religioso, cuya pertinacia de uso constituía las raíces esenciales del ser galaico en la emigración, junto a las manifestaciones culinarias típicas, como la empanada gallega, el caldo con unto y el lacón con grelos, que aparecían en fiestas y conmemoraciones anuales, “día de la raza” incluido, con los saludos y discursos de rigor, pergeñados por funcionarios diplomáticos y dirigentes locales. Para ello no se precisaba de una patria distintiva, ni siquiera de un concepto de nación al modo de los antiguos galeguistas que parecían haber muerto con Castelao, en los albores de 1950, en el exilio de Buenos Aires. Bastaba la bandera roja y gualda y el viejo himno imperial... Y es que en España nada parece cambiar, si hasta las izquierdas se han vuelto monárquicas y clericales...

¡Bendito sea el Señor Santiago!

Nosotros aspirábamos a otra cosa. Queríamos fundar un centro de estudios gallegos en Santiago de Chile, para enseñar aunque fuese los rudimentos de la lengua de Rosalía y dar a conocer lo más granado de su literatura a las nuevas generaciones de gallegos, hijos y nietos de esa especie en extinción que constituían los viejos emigrantes.

Hacemos nuestra esta palabra, como hallazgo definitivo, y ella nos acompañará hasta el fin de nuestros días. Sus tres sílabas rumorosas penden en el firmamento de los mejores sueños: Galicia.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


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