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El abuelo gallego

viernes, 02 de junio de 2017
Cada 12 de octubre, los primos Elena Bordalí y José Luis Aliaga, brindaban opíparo xantar a los más asiduos "galleguistas" o "hispanistas" del clan, incluyendo también a amigos que simpatizan con esta "causa" algo trasnochada de la Hispanidad... En la animada sobremesa, se hablaba, como de costumbre, de la llegada de nuestros antergos a estas comarcas del fin del mundo. Algunos comensales se referían con entusiasmo al "espíritu emprendedor" de quien hiciera de líder o cabeza de familia en la prolongada odisea del desarraigo; asimismo, encomiando la satisfacción de los "triunfadores" que concretaron el "sueño sudamericano"... Merecido elogio, sin duda, sobre todo a quien fuera, como el primogénito Manuel, "padre de todos los suyos". Sin embargo, en su énfasis, el diálogo alcanzó al abuelo, signado como símbolo del fracaso ante los apremios de la subsistencia, ineficaz proveedor y pródigo incurable, especie de acerbo icono de la derrota.

Con la prima Elena tratábamos de morigerar aquellos trazos blanquinegros, en aras de una caridad ausente en tiempos de exitismo económico, aplicado a rajatabla en todas las actividades de la vida social y laboral... Algo de tensión amenazaba instalarse entre los contertulios, aunque la cordial delicadeza de ambos anfitriones disipaba el velo fugaz del desencuentro... José María pulsó aquel día la gaita, prevaleciendo en el ambiente el sonoro y antiguo rito galaico, entre nobles licores y brindis propiciatorios "polos que partiran".

Enseguida, Elena, nuestra Nena Bordalí, nos regaló su clara evocación:
"Yo creía ver, en los ojos de intenso azul del abuelo, ese mar misterioso de Galicia, del que el me hablaba a veces, con dulce y honda morriña...

Era un hombre solo, sin amigos ni interlocutores, castigado por el fracaso, zaherido
a diario por la abuela, que se cobraba una revancha corrosiva, no exenta de resentimiento, en esa soterrada violencia de las palabras que suele aniquilar progresivamente el amor conyugal.

La familia le fue aislando, como si se tratase de un extraño a los de su propia sangre, hasta reducirlo a un espectro que deambulaba por los rincones de la casa, falto de amigos y de auténticas relaciones sociales, sumergiéndose en creciente mutismo... Me pregunto ahora qué pensaba el abuelo, hombre sensible y culto, de esos anhelos de ayer que se habían vuelto padecimientos y desesperanzada tribulación en el otoño de su vida...".

Después de las palabras de mi prima Elena, recordé mi imagen algo desvaída del abuelo...

Tenía yo poco más de cuatro años en aquel invierno de 1945, pero rememoro con extraña nitidez su figura, al fondo del corredor acristalado de Chacra El Olivo.

Vestía camiseta blanca, afranelada, de manga larga, pantalón oscuro sujeto por tirantes de cuero viejo y unas raídas zapatillas de levantar... Parecía rezongar el abuelo, por algo reclamaba, con unas frases para mí ininteligibles, quizá proferidas en su vieja lengua gallega... Meses después ocurriría su pasamento, a una edad equivalente a la que hoy cargo en mi fardel cronológico.

Luego escucharía a mi padre contar historias de su progenitor, con mezcla de afecto nostálgico y cierta crítica conmiserativa... Se narraban cosas poco gratas y menos edificantes acerca de su conducta conyugal y de pater familia: "gostaba da política e das mulleres; empregaba a maior parte do tempo na caza, unha das súas aficións menos rerprobábeis; xogaba as cartas cos amigos nas tabernas de Chantada, e cando lle fallaban os cartos, vendía algúns anacos da terra herdada pola súa muller".

Estas negativas apreciaciones me las confirmaron algunos de sus parientes -mujeres todas- de Santa María de Vilaquinte, en mi primer viaje a la casa petrucial.

Pero mi padre destacaba otras facetas de su personalidad: se trataba de un hombre educado, ex seminarista en Tui, asiduo lector y fino escribiente de cartas a los paisanos emigrados en América, encargo éste por el que cobraba algunos cartos a los vecinos que lo requerían. Ajeno a las tareas campesinas, que repudiaba, consumía parte de su tiempo en tertulias donde se discutían las políticas aldeanas.

Ocupó un cargo administrativo en el ayuntamiento de Carballedo, el que hubo de abandonar con el advenimiento al poder del dictador Miguel Primo de Rivera, en 1923, un año antes de la definitiva emigración de la familia a la América del Sur, con destino a la promisoria Buenos Aires, en donde uno de sus hermanos estaba establecido como próspero comerciante.

Manuel, el morgado o mayorazgo de los siete hermanos (tres mujeres y cuatro hombres) le instó a marchar, con la perspectiva de ocupaciones bien rentadas y la visión de un porvenir halagüeño para todos. Con ese objeto, había establecido contactos previos en Madrid con el hijo de un banquero que se interesaba en fundar empresas de cambio y turismo en Sudamérica. Hubo, además, otra circunstancia que apresuró la partida: el segundo de los varones, Antonio, se encontraba remiso del servicio militar, o quintas, como dicen en España, asunto grave en aquella época, puesto que se libraba la penosa "Guerra de África", que costara la vida a treinta mil españoles a manos del mítico guerrero marroquí Ab-del-Krim. El presunto "desertor" moriría, a los veinte años, en la capital bonaerense, víctima de
una peritonitis.

En diciembre de 1924 se embarcaron hacia un desarraigo que sería definitivo; nueve años en la Argentina, y luego a Chile, el último rincón del austro, para fundar aquí, en Santiago del Nuevo Extremo y en Valparaíso, una de las primeras empresas turísticas. El primogénito de la familia estableció el clan de los Moure Rodríguez. Como en toda empresa humana, contó también el concurso de la vara de la fortuna, que fue generosa y permitió, a la postre, a dos de los tres hermanos, alcanzar un buen estatus económico, haciendo fructificar la esquiva semilla de la prosperidad.

Hoy, desde aquí, vuelvo a ver la estampa del abuelo, en la galería de Chacra El Olivo, y me pregunto: ¿dónde encuentran descanso almas atribuladas como la suya? Quizá la respuesta sea "sólo en el regazo de la infinita misericordia de Dios”, para quienes creen en él; o tal vez en el polvo de estrellas, para nosotros, los agnósticos.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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