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La Hipótesis

martes, 08 de mayo de 2007
Enfundado en su escafandra, el periodista pisó el suelo lunar y observó la marca de su huella. Inmediatamente le vino a la cabeza la lección de historia de la escuela: “un pequeño paso para el hombre, un gran paso para la humanidad...”. Ya era casi prehistoria. El sueño inicial era ahora una maldición: el entorno lunar resultaba demasiado hostil para establecer colonias estables y, en la actualidad, sólo se utilizaba como el gran penal de la Tierra, la nueva Australia para los desterrados.

La idea le hizo ver la crueldad de la condena al viejo profesor. Por la gravedad del delito podían haberlo sentenciado a hibernación perpetua; no obstante, dado el prestigio del científico, el tribunal había decidido imponerle la pena de destierro lunar; de ese modo, decían, podría rehacer su vida y continuar adelante con sus investigaciones. Se giró para observar el campo de cráteres a la blanquecina luz sideral y se le ocurrió que aquel suelo estaba muerto. Sintió un escalofrío y se dirigió a la entrada del penal.

El científico posó su mirada pacífica en los ojos del reportero mientras este preparaba el microchip de grabación. No, no era la mirada de un loco demente; más bien la de un hombre de bien desengañado de la vida. ¿Qué motivos podía haber tenido aquel hombre de apariencia sensata para destruir su propia obra cuando estaba a punto de servir de salvación para la humanidad?

-Profesor, sabe usted que su hipótesis de la “geoverticalidad reactiva” vuelve a estar de actualidad: la Confederación Universal de Estados ha decidido volver a poner en funcionamiento los reactores para activarlos en el plazo más breve posible.

-Hay que impedirlo –la voz del científico sonaba fatigada-. Hay que impedirlo como sea. Eso es una locura.

-Pero profesor, la idea de la aplicación de los reactores nucleares a lo largo del semimeridiano proviene directamente de su hipótesis de la “geoverticalidad”. ¿Por qué se opone a su instalación?

La “geoverticalidad reactiva”. El científico sonreía con nostalgia; la teoría había dado sentido a su vida pero ahora comprendía que el mejor camino era impedir el proyecto.

-Escúcheme y tome buena nota de cuanto voy a decirle –murmura el profesor-. No disponemos de mucho tiempo. Fíjese: hemos alcanzado el final del siglo XXI, con un nivel tecnológico tan asombroso que nos permite explorar los límites del universo, cartografiar el genoma humano y erradicar el sufrimiento. Y con todo...

El periodista intuye hacia dónde apuntan las reflexiones del científico pero se abstiene aún de intervenir, a la espera del desenlace del argumento.

-No hemos conseguido otra cosa que ahondar el abismo entre nosotros y los países del inframundo, ¿se da cuenta?

El inframundo, sí, un conglomerado de naciones sin desarrollar, inmersas en luchas fraticidas, esquilmadas en sus recursos y asoladas por catástrofes climatológicas. Para solventar el problema el profesor había formulado su teoría de la “geoverticalidad reactiva” pero ¿por qué su oposición a los reactores? El reportero decide callar aún y seguir a la escucha.

-Me pasé años considerando la cuestión y, tras arduos estudios, por fin me di cuenta de que existía una solución relativamente sencilla para esas regiones del planeta.

-Cambiar el clima de las regiones más desfavorecidas –puntualiza el periodista-. Sí, para eso formuló su teoría: si se variara el régimen de lluvias de modo que los desiertos se convirtieran en zonas de regadío, desaparecería el hambre del planeta y, con ello, los conflictos armados también disminuirían.

-¡Buen alumno! –bromea tristemente el profesor- ¿Y cómo sería posible tal cosa?

-Modificando el ángulo de inclinación del eje de la Tierra. Todo el mundo conoce la hipótesis de la geoverticalidad: Al enderezar el planeta, la mayor insolación de las zonas frías permitiría un mejor aprovechamiento del agua almacenada en los hielos polares sin provocar un recalentamiento general.

-En realidad, los engañé a todos –prosigue el científico con sonrisa de niño travieso-. Mi idea no fue jamás modificar el clima terrestre.

-Pero, ¿entonces la teoría...?

-Un pretexto para llegar al meollo de la cuestión. ¿Recueda el proyecto original que presenté a la Confederación Universal de Estados?

-Perfectamente –asiente el periodista-. Usted propuso que, en determinado día y a una hora fijada, todos los habitantes no impedidos de la Confederación comenzáramos a caminar en una misma dirección

-Eso es –remacha el profesor-. La justificación de mi propuesta era el principio de reacción por el que a todo fuerza aplicada se opone otra de sentido contrario; la fuerza reactiva a los pasos de esa procesión universal tendría el efecto de enderezar el eje del planeta, con lo que se posibilitarían los cambios climáticos previstos.

-Francamente, profesor creo que la alternativa de la Confederación Universal de instalar reactores nucleares a lo largo del meridiano es mucho más técnica y de efectos más controlables. Por eso, jamás entendí que usted colocara los explosivos en los reactores para volarlos.

-Más técnica, sí –el profesor vuelve a mostrarse pensativo-. ¿Sabe? Desde el primer momento, yo sabía que ninguna fuerza reactiva enderezaría el eje de la Tierra.
Ahora el periodista está mudo, sorprendido.

-¿Quiere decir que su teoría es un fraude? ¿Reconoce entonces que fue un engaño y que el sabotaje de los reactores era sólo para que no se descubriera la artimaña? Me defrauda usted, profesor.

-No. Yo jamás aseguré que la solución de los problemas del inframundo radicara en cambio atmosférico alguno. Esa fue siempre la versión oficial, no la mía.

-¿En qué consiste, entonces la hipótesis de la “geoverticalidad reactiva”?

-Muy sencillo –la sonrisa del desterrado tiene matices de amargura-. Si por una vez consiguiéramos ponernos todos de acuerdo en algo, aunque fuera en una cosa tan sencilla como echar a andar al mismo tiempo, le aseguro que el efecto reactivo sería la colaboración permanente para solucionar cualquier problema en el futuro

-¿Entonces los reactores...?

-Nada más que un pretexto; o, tal vez, una locura tecnológica que puede afectar irremediablemente al clima del planeta. Por eso quise volarlos. De hecho, aún pueden ser saboteados; en mi ordenador tengo la clave para desactivarlos definitivamente. Sólo necesito conectarlo a un teléfono, pero no me permiten hacer llamadas aquí, en el penal.

El reportero abandonó la penitenciaría. La luz sideral confería un aspecto mortecino a la superficie lunar. El mismo aspecto que, seguramente, tendría la tierra en unas pocas décadas más. Pasó los controles de seguridad. Un periodista; no lleva armas ocultas, no hay peligro. ¿Y qué peligro puede entrañar un simple periodista con su ordenador portátil en la mano?

El periodista se fija en la huella del suelo: “un pequeño paso para el hombre...”. Ahora toma su teléfono móvil. No llamará a la redacción de ningún periódico; sólo conectará el ordenador del científico y manipulará algunas teclas. Es posible que esta vez sea él el detenido; tal vez dentro de poco tenga que enfrentarse él también al destierro lunar. Mientras teclea las cifras, mira en torno suyo. Allá, a lo lejos, el planeta Tierra luce aún, azul, vivo, lleno de esperanza...
Álvarez, Ramiro J.
Álvarez, Ramiro J.


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