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Camino de vuelta a la fe

viernes, 06 de enero de 2017
A mi Padre, a quien todo debo.

24 de diciembre.

Con cierta desidia Miguel vaciaba su taquilla colocando meticulosamente todas sus pertenencias en la bolsa. Todavía pensaba en la llamada de su madre la noche anterior, en la que tras diversas negativas, había claudicado, no sabía aun bien cómo ni porqué, accediendo a pasar la noche buena en familia.
Dobló su bata y sobre ella, cuidadosamente, depositó su estetoscopio. Por un instante lo observó con orgullo y nostalgia. Sentimientos encontrados, al igual que los dos grabados en el metal a ambos lados de la membrana. En uno podía leerse Dr. Bianchi, en el otro Dr. M. Bianchi m. d.
Cerró su mochila y ya vestido de calle, como dictaban las normas, abandonó el hospital dejando tras sus pasos la ya fallida idea de excusarse con una urgencia de última hora o la llamada de última hora de un paciente necesitado.
Mientras cruzaba las dos calles que lo separaban de casa fue intentado hacerse a la idea de cómo sería esa cena a la que nunca tuvo la intención de asistir. Muchas personas silenciosas dejando transcurrir las horas hasta encontrar el momento propicio para decir nos vamos a la cama, quizás muchos comentarios sobre tópicos navideños, ya se sabe, los regalos, el paso del tiempo, las ausencias…
Ya igual, cuando cerró la puerta se dio de bruces con la realidad: sobre la mesa el billete del último autobús que lo llevaría a Lugo, parando en todas las esquinas en un interminable viaje por carretera nacional ya que a última hora es todo lo que se consigue considerando, que como no tenías previsto viajar, tu coche está en el taller para una puesta a punto.
Recogió unas cuantas prendas y un par de libros y apurando la hora se dirigió a la estación. Al llegar comprobó que la mayor parte de las dársenas estaban vacías, apenas cuatro gatos, incluyendo él, esperaban un par de autobuses tardíos.
A la llamada del altavoz se dirigió a su autobús. Subió y se acomodó, por así decirlo, en la parte trasera, sentado en la ventanilla y con su bolsa en el asiento de al lado albergando la esperanza de no compartir viaje mas allá de los asientos delanteros. El vehículo no se llenó pero sí serían unas veinte personas desperdigadas por los asientos, en su mayoría silenciosas y con la mirada perdida.
El bus se puso en marcha. Al menos no salían con retraso. Durante el trayecto y como era de esperar, se fueron sucediendo las paradas, algunas en pequeños pueblos, otras en el arcén cercano a algunas casas. Para cuando había caído la noche ya solo eran una docena.
Cuando ya se aproximaban a Lugo se comenzó a sentir un sonido extraño acompañado de un cierto olor a cables quemados. De pronto el autobús se detuvo. Los pasajeros de la parte delantera miraron incrédulos hacia tras con un gesto espontaneo, Miguel, que era el único que ocupaba la parte trasera, levanto la cabeza por encima del reposacabezas delantero a la espera de que alguien comunicase algo.
Limpió con la palma de la mano el vaho húmedo de la ventanilla y se percató de que estaban parados en algún pueblo pequeño cercano a la ciudad.
Entonces el conductor que había bajado a comprobar la parte trasera del autobús asomó la cabeza por la escalerilla de subida:
- Temos que parar e cambiar o autobús. Van traer un de Lugo e imos tardar aproximadamente unha hora. Poden baixar e tomar un café.
Los pocos ocupantes fueron descendiendo un poco desconcertados, Miguel se acercó al conductor y le dijo:
- ¿Dónde estamos?
- En Begonte, a uns vinte quilómetros de Lugo.
La gente se dispersó en su mayoría hacia un letrero luminoso que ponía “bar”. A Miguel no le apetecía meterse en ningún local, no le apetecía más café, pero la perspectiva no era buena: hacía mucho frio, era completamente de noche y esta no invitaba tampoco a pasear.
Vio a una mujer que venía caminando de forma apresurada por la otra acera con sus manos cruzando su abrigo. Cruzó la calle y le dijo:
- Disculpe, ¿a dónde puedo ir que no sea un bar?
Merceditas lo miró, sonrió y le dijo:
- Pues no hay mucho, pero si tiene un ratito puede acercarse hasta el Belén.
¿El Belén? lo dijo con toda naturalidad como si hablase de su casa.
- ¿Qué Belén? -preguntó Miguel.
- Mire, ¿ve las luces de navidad allá al final de la acera donde está el indicador?
- Sí.
- Pues suba por allí y coja el camino que hay a mano izquierda, ya verá luz y el centro sociocultural donde está el Belén. ¿De verdad no lo ha visto nunca?
- Pues no.
- Seguro que le gusta -dijo Merceditas apurando ya el paso.
- Gracias y buenas noches.
En unos minutos Miguel leía: Centro Cultural José Domínguez Guizán. Museo José Rodríguez Varela.
Se dirigió al museo y quedó impresionado al ver todo Lugo en miniatura. Era un trabajo perfecto digno de un gran cirujano de la piedra en este caso: la muralla, las casas, la catedral. Aquello era realmente magnánimo.
A continuación se dirigió al Belén, cuando entró vio que la estancia estaba en penumbra y sonaban villancicos, nadie le había cobrado entrada. Vio un hombre de bigote y le pregunto:
- Perdón, ¿cuánto hay que pagar?
Carlos le contestó:
- Nada, si quiere puede hacer un donativo en la cesta. Le indicó una mesita con una cestita para depositar dinero.
- Usted disfrútelo.
Había pocas personas, era tarde y Nochebuena. Se acercó a mirar. Pensó: Yo, un hombre sin fe, más que aquella que profesa la ciencia, el día de Nochebuena ante un nacimiento viviente.
De pronto se percató que su vista había oteado a alguien familiar a la derecha, después hacia el fondo, luego al lado izquierdo.
¡Era su padre! Sí, todos eran su padre, que se había ido hace un año en la uci de su hospital ante su impotencia por no poder hacer nada.
Pero ahora aquel herrero fuerte y constante, era su padre; el pescador mañoso y paciente era su padre, y aquel hombre de rostro ajado y amable que cepillaba la madera también era su padre.
Entonces Miguel hundió sus manos en los bolsillos del pantalón, se miró hacia los pies y vio en su oblonga figura de cirujano torácico a su propio padre.
Él era ese medico que había dicho perder la fe hace un año pero que cada verano empleaba sus vacaciones en ayudar a salvar vidas en países y pueblos en los que muchas veces tan solo la fe y la esperanza conseguían que sus pacientes saliesen adelante.
Dos lágrimas rodaron por sus mejillas, apenas tuvo tiempo de limpiarlas con el reverso de su mano cuando miró el reloj y exclamó para sí:
- ¡El autobús!
Dejó su donativo y se llevó un calendario.
Corrió hacia la carretera.
Pudo ver la silueta de dos autobuses, se apresuró a subir. Era el último.
- Casi non chegas rapaz -exclamó el conductor.
Media hora más tarde estacionaba en la dársena de la estación de Lugo, al bajar vio a su madre. Se dirigió hacia ella y se fundieron en un inesperado abrazo. Al separarse su madre le miró. Miguel le entregó el calendario.
- Mamá ¿cómo nunca habíamos visto antes?
Su madre sonrió, le acarició la cara y le dijo:
- Hace cuarenta años que tu padre te levantaba en brazos y tú exclamaste: ¡Mira papá! ¡La luna, el castillo de Herodes, el niño Jesús…!
Ahora sus lágrimas invadían sus mejillas. Las del gran cirujano torácico, el hijo del Dr. Bianchi.
Begontina
Begontina


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