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viernes, 30 de diciembre de 2016
Fotografías
Cuando me incorporé al directorio de Lar Gallego de Chile, a comienzos de los 90, en la antigua sede de calle Carmen, edificio de la Unión Deportiva Española, me llamó la atención que detrás de la mesa de honor colgaran dos fotografías: una, blanco y negro, con el rostro del dictador y “caudillo”, Francisco Franco Bahamonde, datada en 1963, con una afectuosa dedicatoria a la principal asociación de gallegos de Chile; la segunda, de cuerpo entero y con la franja presidencial en bandolera, del dictador Augusto Pinochet Ugarte, sin dedicatoria. Franco había muerto, para tardío alivio de España y respiro ilusionado de su pueblo, en noviembre de 1975, pero el “generalísimo” seguía vivo en la memoria admirativa de la inmensa mayoría de los gallegos avecindados en Chile, sus hijos y nietos; presente también en la devoción de buena parte de la colectividad española y de sus descendientes de tres generaciones. Pinochet vivía, aun luchando por imponer a la débil democracia sus condiciones de férreo sátrapa al servicio de los poderosos de Chile, aunque no era ya presidente de la República.

Me molestaba sentarme en aquella mesa de once directores bajo la mirada siniestra de esos dos rostros cargados de soberbia, bajo cuyos mandatos, impuestos a sangre y fuego y con perversa felonía, habían padecido millares de individuos, de ciudadanos desprovistos por completo de derechos civiles. Hice ver mi molestia al entonces presidente del Lar, César Cifuentes Sánchez, próspero panadero, uno de los últimos inmigrantes gallegos a Chile, venido en 1948 de la aldea de Chaguazoso, Ourense… Cazurro y amable, César me respondió: -“Hombre, si tanto te molestan, no los mires”.

Pero como soy acreedor de la porfía gallega (teima), insistí, al punto de exigir el inmediato retiro de los infames retratos como condición para mi permanencia en el cargo de director cultural. Logré en parte mi cometido; uno de los directores pidió la fotografía de Pinochet para colgarlo –dijo, muy orondo-: “en un lugar de privilegio del living de mi casa”. Franco, en cambio, permaneció incólume y todavía debe de estar allí, mirando con celo de patriarca autoritario a sus paisanos de Galicia, tradicionalistas y conservadores hasta lo indecible.
Fotografías

El sábado 3 de diciembre de este 2016 en que conmemoramos, entre otras figuras ilustres, a Cervantes, a Shakespeare y a Valle-Inclán, caminé tres kilómetros desde mi casa para rendir personal y sencillo homenaje a Fidel Castro, el comandante cubano-gallego que hiciera temblar al tío Sam.

En el frontis de la embajada de calle Suecia, me fotografié con el puño izquierdo levantado, frente a un retrato de Fidel y coloridas ofrendas florales. “Subí” la fotografía a Facebook, esa misma noche. He recibido numerosos comentarios, la mayoría de respaldo, camaradería y congratulación, pero también algunas acerbas críticas, cargadas de dureza “ideológica” contra uno de los personajes más demonizados por los enemigos del socialismo en este patio trasero de América, sobre todo por derechistas ultra y fascistas menores de diverso pelaje; asimismo, de un puñado de “demócratas puristas”, que ponen en la misma balanza a Fidel Castro y a Augusto Pinochet, singularizándolos como simples dictadores. No hay matices ni diferencias ni circunstancias históricas que los distingan; ambos son “dictadores” a secas, malignos y perniciosos para sus respectivos pueblos.

Una anciana escritora chilena, que organizara hace algunos años un homenaje entre sus pares de oficio al soldado torturador, Cristián Cristián, alcalde espurio de la comuna de Providencia, me envió un dolido mensaje por WhatsApp, diciéndome: -“Me has desilusionado profundamente; pensé que eras un auténtico demócrata y me equivoqué… Es increíble cómo los comunistas le lavan el cerebro hasta a los más inteligentes-“. (Esto último lleva implícito un elogio, aunque la paradoja menoscabe la potencial lucidez). Desde las posturas conservadoras y reposadas de mi abigarrado clan también he recibido admoniciones y llamadas de atención. Algunos me han dicho cosas como éstas: -“Yo admiré, hace cincuenta años, a ese comandante gallardo, pero ahora ya no era el mismo”... –También tú has cambiado –le retruqué- y mucho desde aquellos tiempos, porque “nosotros los de entonces ya no somos los mismos”-. El asunto es no arrojar los sueños al canasto de los papeles ni trocar las ilusiones por treinta denarios.

A mí me pasa con Fidel –misericordioso lector- como suele ocurrir con el “primer amor”: es tal el recuerdo vívido de la fascinación temprana, que todo lo que venga después no será capaz de opacarlo. Es como si te dijeran que tu amada ideal, detenida para tu arrobo en el tiempo remoto, se ha vuelto una mujer de “dudosa moral”. No vas a aceptarlo, jamás de los jamases.

Otra fotografía. Hace quince años me vi en un aprieto por la invención de un heterónimo femenino, alter ego que me hizo ganar un premio literario en Galicia. Tuve que escribir detallada biografía del personaje, lo que no me costó demasiado. Pero el asunto se complicó cuando me pidieron una foto suya; era preciso buscar el retrato de una fémina de carácter, nacida a comienzos de los años 20. En la premura, recurrí a la foto algo amarillenta de una tía de mi madre y la envié. Fue publicada en la antología de aquellos ensayos premiados. Recuerdo que mi madre movió la cabeza, con ese gesto suyo de reproche que sólo trayéndolo a la memoria atiza mi complejo de culpa, para luego decirme, con su aplomada voz:

-Esto yo te lo puedo perdonar, pero mi tía Etelvina, desde el cielo, nunca lo hará.

Sí, madre, prometo ser más cauto con las próximas fotografías.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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