Opinión en Galicia

Buscador


autor opinión

Editorial

Ver todos los editoriales »

Archivo

Visita a la Iglesia de San Martín de Mondoñedo

martes, 30 de junio de 2015

El último verano acudimos a la capital de la Terra Chá para honrar al ilustre villalbés del año, nuestro fraternal amigo Domingo Goás Chao, homenaje que patrocinaba la Asociación Amigos de Villalba en Madrid. Tal acontecimiento de discursos y encuentros entrañables, nos sirvió de ocasional pretexto para que al día siguiente mi mujer y yo nos desplazáramos a la villa de Foz y al templo de San Martiño cuya visita, desde hacía tiempo, deseábamos realizar. Y hacia allí nos dirigimos por la controvertida autopista construida en zona de habituales y densas nieblas y propicia por ello a los accidentes viarios. No era el caso, el día amaneció claro y transparente y a pesar de algunas desviaciones por obras, la A 8, resultó muy transitable.

En las cercanías de Foz advertimos la señalización del debido desvío y hacia allá fuimos, por una carretera comarcal, entre bosques de pinos y eucaliptos, hasta dar con la localidad rústica y apacible dónde sobre una próxima ladera sobresalía la imponente silueta de la Iglesia de San Martín de Mondoñedo. Más que un templo parecía una fortaleza, cuando sabemos que, paradójicamente, se construyó en este lugar solitario, casi clandestino, así elegido para soslayar las incursiones de normandos y vikingos.Visita a la Iglesia de San Martín de Mondoñedo

Mientras esperamos a la persona encargada de abrir al público la iglesia, recorremos el pequeño parque de árboles y arbustos y la sorpresa de unos limoneros de dorados frutos; el discreto mirador y una fuente cuyas aguas, nos dicen, tienen fama de milagrosas, situada al pié de los murallones que sustentan las bases del gran monumento, así como en una discreta esquina lateral descubrimos un bonito crucero, con un Cristo descendido.

Un paseo adornado de hortensias azules nos lleva por otra ladera a un moderno camposanto de muros blancos por fuera y ordenado interior: de sepulturas, adosados nichos y geométricos senderos que nos conducen a una capilla central, ubicada al fondo, de ligera estampa y no menos blanca. Un sitio naturalmente adecuado para el recogimiento, acariciado por el arrullo de los cercanos eucaliptos.

En el recorrido de vuelta hacia la proyectada visita nos parece invadir una atmósfera de siglos, antigua, en el actual sosiego del lugar dónde hace cientos de años sucedieron unos hechos históricos trascendentes para el pueblo galaico y esenciales, más aún, para la conformación de la Iglesia Gallega. En este templo que vamos a visitar y que fue considerado, en alguna ocasión, como la primera catedral de España, se ubicaron durante algunos años dos obispados y se sucedieron en su propia Sede, 14 obispos. Tan inesperado descubrimiento nos exige ahora realizar un salto virtual, correspondiendo al momento previo de entrar en el templo, una interrupción y una argucia o licencia literaria para configurar un relato que informe, al posible lector, sobre el remoto pasado, político y religioso de este territorio, en la distancia de mi despacho y diferido en el tiempo (varios meses después); una crónica que por un esquemático y apresurado itinerario de centurias procure soslayar dudas y discrepancias cronológicas y geográficas, de la mano de historiadores como Vicente Risco y Filgueira Valverde o más modernos, tales Orbe Sánchez, Ruiz Leiras o Reigosa y, consecuentemente, reconocer con curiosidad intelectual y perplejo orgullo provinciano antiguos acontecimientos y atisbar sucesos y vicisitudes de aquellos antepasados.

De tal modo que, en apretada y sucinta síntesis, me remontaré hasta los primeros siglos de nuestra Era. La ROMANIZACION había sido rápida e intensa en Hispania y pronto se hicieron evidentes las mejoras en la agricultura -el olivo y la vid-, en la minería, en las vías de comunicación y en la distribución rural, pero resultó mucho más lenta en Gallaecia y muy respetuosa con el fondo étnico y el espíritu del pueblo gallego al que se permitió la adoración a sus divinidades ancestrales, su religiosidad autóctona (culto a las aguas, a los bosques, a los muertos, a las serpientes, a los caminos y a la propia y pedregosa tierra).

Pero estas circunstancias iban a cambiar, de modo sustancial, a finales del siglo IV; se rompieron estas prácticas idolátricas cuando, con enorme sorpresa, la cristiandad gallega, en palabras de Vicente Risco, irrumpe poderosa y fuertemente organizada en la región, lo cual no cabe explicar sin una alargada y profunda penetración del Evangelio. (Insistía Otero Pedrayo, “que es en los países con mayor arraigo panteísta dónde progresa la vivencia más apasionada y con mayor ímpetu del cristianismo”). Corresponde tal advenimiento cristiano al tiempo, del que ya hay noticias, de las primeras diócesis y obispados en Braga, Lugo, Orense, Iria, Tuy, cuando ya se manifiestan señales fidedignas de ceremonias y liturgias cristianas, y referencias sobre las escuelas que elevarán el nivel cultural y religioso de las gentes (Representantes de esta cultura superior fueron Idacio y Paulo Orosio y, quizá lo fuere, la legendaria figura de Eteria, excepcional viajera gallega por Oriente y cronista de sus personales periplos).

Y recabando explicaciones de esa extraordinaria epifanía del Cristianismo, se podría pensar en la evangelización que años atrás había iniciado el apóstol Santiago, en persona, por estas tierras, o tal vez en la reiterada llegada de monjes que introdujeron en villas y aldeas la fe cristiana y aún la vida monástica – se habla de un pretendido monacato celta -, de grupos de 12 o 14 monjes que se dedicaban a la oración, la lectura y el trabajo manual y crearon mínimos monasterios de simples familias o hermandades que rezaban, trabajaban y, es natural, evangelizaron. Sea cual sea la génesis de este primitivo movimiento cristiano, de su irrupción y capacidad organizativa, no hay duda alguna sobre su manifiesta difusión en el territorio finistérrico.

A pesar de ello, persistían vestigios subyacentes y contumaces, clandestinos, de una acendrada paganía, que favorecieron la persistencia de las herejías: el maniqueísmo, la gnosis y, ante todo, el prisicilianismo. Surge, por entonces, la figura excepcional, ascética y anticlerical, noble y carismática de PRISCILIANO que arrastra a mucha población gallega, - en verdadera rebelión social que conmueve a la Cristiandad – a sus interpretaciones libres y heterodoxas de los dogmas católicos. Hasta tal punto, que acusado de practicar artes mágicas y esotéricas, y de “conciliábulos obscenos”, de ser un recalcitrante perturbador religioso, es procesado en Tréveris (el Trier, del sudoeste alemán), y allí es decapitado (cual mártir religioso), con algunos de sus discípulos. Sus doctrinas y tratados teológicos habían desencadenado una gran alarma en la sociedad y en los medios religiosos, y tales amenazas fueron combatidas y rechazadas en los Concilios Bracarense I y II, y Lucense I y II, en particular por el obispo MARTIN DUMIENSE de Braga, capital administrativa y eclesiástica de la región lusogallega. Un singular personaje, de origen húngaro, que se había educado en la estela y los brazos de San Martín de Tours, en Francia, y, tras pasar por los Santos Lugares de Jerusalén, funda el Monasterio de Dumio y va a desempeñar una importantísima misión como obispo de la Sede Metropolitana Bracarense, además de ser filósofo, filólogo y propagador cultural.

Correspondiendo con la invasión de los SUEVOS, ya en el siglo V, y superada la etapa destructora de su ocupación guerrera y de su arrianismo, estos germanos se adaptaron a las costumbres y religiosidad indígenas, hasta llegar a considerarse “suevos y gallegos, un solo pueblo”. Y es Martín Dumiense el que convierte a sus Reyes al Cristianismo, consigue su apoyo a la Iglesia y facilita la celebración de los citados Concilios. Se le considera como el 2º Apóstol de Galicia, al reorganizar la Iglesia Gallega, y desde su Obispado de Braga, promover las Sedes dependientes de Iria, Tuy, Orense, y luego las de Lugo y Britonia (hacia el 569). También sabemos que tras las incursiones que arrasaron Braga, San Martín Dumiense huye y se refugia en San Martiño de Mondoñedo, antes de huir a Asturias, al menos en dos ocasiones, y esta presencia del santo, durante décadas, permite concurrir aquí, en San Martiño, diversas Sedes Episcopales. (En tiempos del rey suevo Teodomiro, se citan tres: mindoniense, bracarense y britoniense, si no estoy mal informado).

Otro acontecimiento esencial para conocer estos fundamentos de la historiografía gallega, es la llegada de LOS BRETONES (siglos V y VI) a esta comarca de la actual Mariña Lucense (en su inicio extendida entre el Ferrol y el río asturiano Navia), dónde establecen un importante asentamiento que culmina con la creación de una provincia-diócesis y, en años sucesivos de una Sede Eclesiástica Britoniense, dependiente de Braga, en la que destaca un célebre obispo, Maeloc, junto a otros: Metopio, Sonna, Beda. Los bretones constituían grupos de inmigrantes provenientes de Inglaterra e Irlanda que por la presión de anglos y sajones, en dolorosa huída, se trasladaron a la costa occidental francesa y cantábrica hispana, hasta alcanzar la última costa nórdica galaica, y para eludir la amenaza de los piratas vikingos se refugian tras las montañas próximas, en las actuales tierras de Pastoriza y Meira, de donde surgirá la capital Bretoña (correspondiente, se dice, a la iglesia de Santa María, de hoy) y el territorio de asentamiento, denominado Britonia.

En el marco de esta zona debe situarse, según Chamoso Lamas, el antiguo Monasterio Máximo, en la aldea de Mindunieto, en el lugar dónde tal vez hubo una previa instalación romana dedicada a la deidad de las aguas (que cabe especular, coincida con la fuente cuyas aguas aquí manan, todavía), Monasterio que se quiere considerar como el primer antecedente del actual templo de San Martín de Mondoñedo. Y en la localidad que años después sería ofrecida por el Rey asturiano, Alfonso III, para tal fundación.

La vida en la antigua Galicia nunca fue fácil, y salvo breves períodos de bonanza, estuvo sometida a muchas calamidades, desde mortíferas epidemias, conflictos sangrientos de vecindad, hambrunas, invasiones y ocupaciones militares (así por los romanos o por las hordas germánicas: godos, visigodos, suevos, vándalos) y, singularmente, por otras incursiones no menos destructoras, me refiero a los normandos y vikingos, una amenaza constante por las costas cantábricas y atlánticas (por la ría de Arosa, río Ulla arriba), y a la de los sarracenos, en el 716, a partir de la Lusitania, con Abd el Azid, siguiendo el curso del río Miño, desde Tuy, asolando Orense, Lugo e, incluso, la citada Britonia. Y años más tarde, será el cruel Almanzor y sus huestes quiénes a partir de Salvatierra y siguiendo primero el mismo río arrasan villas y ciudades a su paso: Orense, Lugo y, después, la incipiente Compostela, el principal objetivo de su Guerra Santa, destruyendo la Catedral y muchas de las iglesias de la ciudad y cuánto correspondiera al Apóstol Santiago, el gran enemigo, el Antimahoma.

Así las cosas, y saliendo del tiempo virtual de los pasados siglos advertidos desde mi despacho, vuelvo al lugar de nuestro viaje. Señalemos que la construcción de la Iglesia de San Martín, o de San Martiño, es comenzada por San Rosendo hacia el año 866 (y seguida por el legendario San Gonzalo), y su existencia arquitectónica y su esplendor como sede obispal, va a perdurar –y esto ya está bien documentado– hasta el año 1112, cuando como tal Sede Eclesial es trasladada a la actual ciudad de Mondoñedo (la antigua Vallibria, en Villamayor del Val de Brea), por mandato de la infanta Doña Urraca y de su marido, Raimundo de Borgoña, que como Condes de Galicia van a representar un destacado papel en la política de la región y la peor suerte, creo, para San Martiño. Desde entonces, este conventual monasterio fue decayendo, y esta decadencia monacal, de sucesivos monjes agustinos, canónigos regulares y exclaustrados clérigos, pasa a ser priorato durante muchos años, dependiente de Lugo o de Mondoñedo, y su sobreviviente iglesia termina por transformarse, siglos después, en simple parroquia.

Apenas quedan hoy restos de aquel poderoso Monasterio y de su poder eclesiástico (y civil): la casa rectoral, la casa del prior, y sólo vestigios de las escuelas, la hospedería, el hospital y otras estancias: establos, granjas, en manos ahora de particulares. Por suerte, y milagrosamente, permanece incólume el magnífico templo que en este momento admiramos.

Llegada la señora que abre las puertas de la iglesia, pasamos a contemplar sus características, tanto artísticas como arquitectónicas, que conocíamos, en parte, por las guías y estudios de Bango Torviso, Jaime Cobreros y Chamoso Lamas. Sabíamos ya que la construcción del templo, tal vez a partir de una reedificación sobre instalaciones muy anteriores, se sitúa entre los siglos X y XII, abarcando desde un prerrománico asturiano a un románico pleno y a la final torre del Oeste. Años más tarde, sufriría múltiples reparaciones y, también mejoras, y el apuntalamiento con los visibles y sólidos contrafuertes pétreos, exteriores, que han evitado su probable derrumbamiento.

Recordemos, como ya hemos dicho, que la iniciales obras correspondieron al obispo San Rosendo a finales del siglo IX o principios del siglo X, y de ahí su consideración como primera Catedral de España, y que perteneció cual conjunto monasterial a una federación monástica de una importante provincia eclesiástica, y que como tal Sede Mindoniense fue propiciada por San Martín Dumiense, al que acogió, por cierto en dos ocasiones, cuando éste -reiteramos- huye de Braga, al ser invadida por los agresores, y traslada aquí su Sede Episcopal Bracarense.

La iglesia es de planta basilical, con tres amplias naves separadas por poderosas pilastras y columnas de bases circulares o cuadradas, dispone de hermosos ábsides semicirculares y un amplio crucero que producen un ambiente sosegado y acogedor. Mencionaré lo que, como simple aficionado medievalista, me ha impactado más de su contenido y por el que, creo, merece este monumento una detenida visita y un viaje, por largo que fuere:
1º. El retablo de piedra que se sitúa tras el altar mayor parece ser, según los expertos, una pieza única y valiosísima, y permite una fértil polisemia simbólica. Se trata de un rectángulo pétreo, delimitado por un resaltado marco que sugiere la limitación de lo terrestre. En su interior se ven dos círculos que definen lo espiritual: uno, más pequeño, con el Cordero sacrificial y el otro, mayor, con un Pantocrátor que tal vez signifique la mística del Amor Total (sigo, en buena parte, la descripción de J. Cobreros). Las otras figuras acotadas, protegidas por ángeles, se centran en un indeciso clérigo que debe decidirse por la vía espiritual de la ascensión ascética, perfilada por la imagen de un enorme pájaro con las alas abiertas, en el camino del amor puro, el Cordero o, bien, por la otra vía del amor global, representada por la figura de Todopoderoso que requiere una absoluta donación. Caben otras interpretaciones, pero parecen plausibles estas vías expresadas de santificación, en el acceso a Dios: el ascetismo o la contemplación mística.
2º. Existe un grupo de excelentes capiteles en las columnas cercanas al crucero, de talla sobria y depurada, del llamado Maestro de Mondoñedo. Dos capiteles son de composición similar, uno representa el banquete del rico Epulón (unas manos prodigiosas sobre la mesa) y el pobre y decaído Lázaro, a sus pies; el otro, el banquete de Herodes y la cabeza decapitada del Bautista: un conjunto de piedras bien labradas y equilibrado primitivismo. Pero hay un tercer capitel, hacia el muro sur, al que se le da todavía más importancia por su agrio y severo simbolismo, el que alude a las figuras de un hombre y una mujer (Adán y Eva), “engullidos desde la cabeza por dos enhiestas bestias”, con rabos que terminan en una cruz y una flor, junto a una reptante serpiente (el pecado). Talla de sugerente inspiración egipcia (mencionemos que San Martín Dumiense, procediendo de los Santos Lugares, predicó en Galicia y Lusitania un cristianismo de matices orientales) y de simbología primaria “en una especie de abstracción sin parangón en el románico europeo”.
3º. Citamos, a continuación, las inusitadas pinturas románicas (del siglo XII), de débiles tonalidades, en el ábside de la derecha, descubiertas entre 2007 y 2009, por Blanca Besteiro, y estudiadas por el profesor Manuel Castiñeiras, como un hallazgo excepcional (y de posible similitud con la primera decoración de la Catedral de Santiago) y perteneciente a un relevante ciclo pictórico, aún por dilucidar. Debe ser un motivo más de la seducción medieval que inspira esta iglesia.
4º. Por último, no menos interés sugieren el Crismón y el Agnus Dei visibles en la portada de la Torre Oeste, raras representaciones presentes en las iglesias gallegas, y que si no estás muy atento pueden pasar desapercibidas.

Reconozcamos, por simple exigencia intelectual, que en paralelo con los tres siglos, X, XI y XII, que duró la construcción de este Monasterio (y templo), se sucedieron importantes acontecimientos religiosos. Tras el descubrimiento de la Tumba del Apóstol Santiago en Iria Flavia, se levantan sucesivas basílicas en Compostela y, por fin, la Catedral que ahora conocemos. Se inician y desarrollan las Peregrinaciones por el incitante Camino Jacobeo, se sufre el temor apocalíptico del milenio y resplandece Cluny, en la Borgoña francesa, con su gigantesca iglesia (la mayor de la Cristiandad durante años) y su nueva forma y desenvolvimiento del mundo monástico; se erigen cientos de iglesias, del estilo cluniacense, a lo largo del Camino, hasta la propia Galicia, dónde se ha percibido de nuevo un cierto apogeo del monacato: tal la Ribera Sacra, y surgen decenas de monasterios: Samos, Loyos, Lérez, Sobrado, Cambre, Lorenzana… Y a dónde llegará, finalmente, el esplendor europeo -religioso, cultural, político, económico- siendo Gelmírez, arzobispo de Santiago. Y por entonces comienza, por desgracia, la decadencia de San Martiño; y su importante Sede Eclesiástica va a quedar reducida, primero a Priorato, dependiente de las diócesis de Lugo o Mondoñedo, y en fechas recientes, a sencilla parroquia, cuál es hoy. Pero se conserva, increíblemente, la iglesia que ahora contemplamos con emoción y dónde al término de la visita rezamos a San Martín y a San Gonzalo, obispos milagreros y amigos de los pobres y desvalidos que aquí llegaban (y siguen llegando).

Y así concluimos este relato viajero y levemente rememorativo que reconozco superficial e incompleto, pero bien intencionado en lo personal y en lo divulgativo, sobre este enorme templo semioculto entre los montes norteños gallegos y de un singular románico: un auténtico puzle de piedras y arte que, entendemos, encierra las esencias de un cristianismo primitivo, y básico -creemos- para la comprensión de la antigua historia eclesiástica y monumental gallega y, sin duda, de la historia político-religiosa de la Mariña Lucense.



Mondariz, Madrid. A principios del 2015.
Fuertes Bello, Antonio
Fuertes Bello, Antonio


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


PUBLICIDAD
ACTUALIDAD GALICIADIGITAL
Blog de GaliciaDigital
PUBLICACIONES