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Escritura e identidad

martes, 16 de junio de 2015
A mi hermano Mario

Neruda escribe en un poema “¿De quién son estas voces dispares que cantan en mí?” Y reflexiona, poéticamente: “Somos una y muchas voces para esa identidad equívoca que nos asignaron…” Fernando Pessoa, el grande y admirado poeta portugués, creó una decena de heterónimos, de hablantes líricos distintos a él mismo, pero que salían de su pluma y de su voz, de su alma y de su conciencia, estableciendo, incluso, hondas diferencias de tema, tono y estilo… ¿Cuál de todos ellos era, en verdad, Fernando Pessoa? Todos y ninguno, quizá.

Más allá del riesgo de la bipolaridad o de la esquizofrenia, llevamos en nosotros personalidades diversas, que en algunos individuos se hacen más evidentes que en otros. Y en el mundo de la creación estética, eso se torna casi tópico aceptado, afectando por igual a grandes y pequeños artistas de la música, de la literatura, de la escultura o de la pintura…

Si hablo de mí -¡qué raro esto de hablar de mí mismo!- poseo varias voces para mi escritura (tengo, como se sabe, un heterónimo femenino: Micaela Souto, y no se piense en mariconadas provectas, sino en esa condición andrógina que manifiesta en nosotros lo masculino y lo femenino). La más honda, clara y enraizada de estas “disertaciones” particulares –creo- es la que habla por las voces de la estirpe y de la memoria de la tribu, con saudade más antigua, quizá, que la propia genealogía; tal vez allí esté mi mayor fuerza inspirativa, según algunos íntimos que –como Mario- me lo han hecho notar. Para otros, esto de la casa y la familia y las raíces ultramarinas y la evocación de seres y paisajes aldeanos, resulta un tema demasiado recurrido, de escaso valor estético y extemporáneo. Ellos prefieren el discurso crítico, a menudo mordaz, con que suelo abordar asuntos contingentes, sean políticos, culturales o históricos, donde exudo cierta vehemencia que podríamos calificar, en lenguaje de nuestro pai galego, Cándido, como “familiar”, y que, como toda exteriorización impetuosa, suele desmadrarse y herir susceptibilidades.

Y es que no siempre está uno conectado con la dulce nostalgia o con la remembranza cálida y afectiva. Vivimos un mundo de hondas contradicciones, de paradojas flagrantes, y hay alguien en el fondo de nosotros mismos que pugna por gritar, sea en la diatriba o en la denuncia, contra tanta injusticia, pero, sobre todo, contra tan desembozada inconsecuencia, que hoy afecta por igual a tirios y troyanos, quienes nos endilgan su podrida moralina, sea desde la tribuna o desde el púlpito, mientras llevan la procesión por dentro y acarrean agua, sin disimulo, para el molino de sus propios intereses.

-Ya no hay hombres maduros y veraces- se quejaba Albert Camus, en los primeros años de la posguerra (II Guerra Mundial). Y Bertoldt Brecht denunciaba, en la misma época, la mentira sistemática de las proclamas oficiales, recordándonos que “el lenguaje es el peligro de los peligros para el hombre”… Por la palabra amamos y odiamos, bendecimos y asesinamos, y, sobre todo, mentimos, y es ésta una forma de homicidio rastrero…

Es verdad que las palabras se me encadenan mejor, como un rosario de sueños compartidos, cuando hablo desde el viejo fogón familiar, por la boca de la ancestral lareira o en la tertulia de los amigos, donde lo humano se alza en el aroma del vino o en el hálito de los sencillos manjares… Pero hay vientos ruines que encabritan las ventanas, que sobresaltan las cancelas y nos repiten, como lluvia monótona de invierno que “el hombre sigue siendo lobo del hombre”… Y la tempestad, finalmente, a todos nos atañe, como las buenas y las malas palabras. Por eso cuesta tanto callar; por eso los afilados vocablos, a menudo, salen disparados como cuchillos certeros. Y a veces, herimos a quien no quisiéramos herir, pero así es el juego incierto de esta arma inasible con la que el Buen Dios dotó al más débil de sus animales.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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