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Epopeya a la Galicia que ya es

lunes, 15 de octubre de 2001
Para D. Manoel Espiña

“El presente y el futuro están
atados... atados por el pasado”.
(García Sabell)

Cuando celebramos el Exito de las letras gallegas o sentimos el latir de las autonomías regionales, cuando experimentamos el bien merecido orgullo de una tierra que produjo tantas glorias, no sólo en el campo del horizonte humano, sino en todos los rincones de la tierra, no podemos permitir se nos escape la Galicia que se sitúa a la base de estos logros. Y por eso, cuando hablamos de los lucros de Galicia, reverbera en nuestra mente el gallego de la “hogaza de centeno con algunos terrones por entrañas”, como decía Gil Carrasco, y pensamos en los que arrojaban una piedra por las laderas del Bierzo, en augurio de salvo caminar y en perpetuación a la vez de los muchos “miradoiros” que habían de escamotear los peregrinos a Santiago de Compostela. Recordamos a los segadores que convertían su dinero en oro y plata, no por simple egoísmo metálico, sino como único recurso de conservar el modesto fruto de los muchos sudores de la siega castellana. Nos congratulamos con los que compraban “dengues encarnados, de bayeta”, en Ponferrada para traerlos a sus damas y perpetuar para todos nosotros el eterno testimonio de la Galicia exterior y la interior. Y con ello no nos permiten olvidar la emigración involuntaria al igual que los regresos provocados.

Al reavivar nuestra memoria sobre la poética Galicia, no dejamos de pensar en los 26.000 infantes arrancados de su tierra en un tercio del siglo 17, cuando el reino se encontraba reducido a sólo 80.000 familias. Tampoco olvidamos los 28.000 labradores atrapados por la Armada Real de Flandes y las levas de gallegos utilizados para someter a Portugal. Cantamos en epopeya a los períodos de hambre de 1709-1710, 1737-1738, 1746-1747, inspiración de rogativas y conjuros tan eficaces como los médicos especializados en tumores morbíferos que contaminaban el aire o los que descubrieron que las fiebres petequinales y misentéricas, o los fluxos de vientre y anginas espúreas afectaban por igual a los ricos y a los pobres.

Cuando queremos cantar sobre las glorias o miserias de Galicia, nuestra epopeya se dirige al “mal de ollo” que culebreaba por los aires a pesca de escritores. Dejamos que hable don Manuel Curros Enríquez con sus Aires da Miña Terra que se atrevieron a soplar sobre “la esplendente luz de la verdad católica”, convirtiéndose en pestíferos rumores de herejía. Y, si don Manuel no quiere hacernos caso, pediremos a Vicetto que deje de escribir la Historia de Galicia para que el “Dios Tiempo” se digne redimirlo y nadie se atreva a salivar sus teorías doctrinales. Mandamos luego a don Jesús Rodríguez López que afile su “curiosidad histórica” para que las supersticiones de Galicia no se puedan confundir con la ignorancia de la “doctrina católica”.

Y, mientras esperamos su respuesta, cantamos “os habitantes dos castros”, porque aún confunden a los expertos con sus “clanes”, las “centurias”, y el “populus”. Y, al terminar esta canción, rebosa nuestra epopeya a “todos os pobos celtas” que mantuvieron la riqueza del espíritu del espíritu gallego, capaz de inventar un cielo para los muertos y un ilusión para los vivos. Y con ellos, cantamos a las aldeas gallegas formadas por sólo dos o tres casas “abertas a todos os puntos cardinais” o, como diría Castelao, “con catro augas”, que se convirtieron en desafío institucional con el que intimidaron a moros y romanos.
Epopeya “as pallozas” do Cebreiro, perpetuación de la citania celta.
Se ensancha nuestra epopeya al contemplar las “ideas do povo, en pedra”, para volver a Castelao, monumento de arte y sufrimiento, creaciones del alma regional e inspiraciones de horizonte. Vemos en ellas no sólo lo que son, sino más bien lo que falta en ellas: la firma de sus artífices que las convierte en monumentos de modestia.
A las aldeas gallegas que amamantaron “o galego” carreándolo “cos zocos cando outros o moían co zapato”.
Pregón de admiración a los esfuerzos vecinales y de cooperación de brazo, tan alegres y eficaces en la difícil tarea de la “malla”, como poéticos en la “esfolla” del maíz.
Cantamos a las “medidas”, supervivencias pueblerinas de poesía secular y pregoneras, a la vez, de una sociedad que no acepta la comida, en el único día de abundancia en todo el año, sin decorarla con las astucias de una canción de escarnio.
Recordamos los campos de la fiesta, rueda viva de religión y folklore.
Cantemos al campesino cuyas ferias y mercados fueron desde afuera controlados a finales del siglo 18, y a todos los que sirvieron a monasterios y señores feudales durante la historia de la Galicia rural en estado constante de irremediable postración como indica tan certeramente el libro de Lucas Labrada, Descripción económica del reino de Galicia (El Ferrol, 1804). Volvamos al campesino, que no sólo conservó el idioma, sino que se convirtió en autor eficaz de la reconquista y expulsión de los franceses napoleónicos. Y en esta epopeya celebramos a los curas rurales de Galicia que supieron luchar “sin pasar a nadie la cuenta de sus proezas” (Luis Moure-Mariño, Temas Gallegos (Madrid: Espasa-Calpe, 1979, p.206).
Epopeya a las hijas de Teodomiro, esas parroquias gallegas que institucionalizaron lo que ya era para que pudiera ser más. Epopeya a los feligreses que, en su independencia, hicieron innecesario lo del registro civil. Canto a los “vecinos” de las parroquias que desafían la estructura social con legislación anterior a la romana, distribuyen tierras con gesto humanitario y explotan los montes con caridad vecinal y extensión del concepto de parroquia.
Cantamos a Santa Compaña en su eterna procesión, a la que no le bastó con llenar de luminarias “as carreiras” de Galicia sino que emigró a las Américas para asustar a los nativos y adornar sus carreteras de luminosas capillas convenciendo a don Juan Tenorio de que dejara en paz las estatuas de los muertos porque no eran más que “almas en pena”. Y, mientras Santa Compaña se divierte por América, cantamos a las Vírgenes Etéreas peregrinas, que importaron el rezo de otros mundos, a los priscilianos decapitados en la empresa, a los Idacios de la lámpara de bronce, a los Mezonzos de la Salve, a san Rosendo del escudo, a “Romería de Xelmirez”, pontificio, y a Mateo, el del arte peregrino.
Y, si fuera necesario, cantamos al lagarto “arnau”, tan “vistoso, vivaz, inofensivo”, como persistente en agarrar a las personas sin soltarlas hasta que “orneasen sete burros”.
Epopeya “o cabo do mundo antigo”, enamorado de la libertad, víctima de la de muller“, como dijo Castelao y repitió Unamuno, con su verde pradera y mar “adormecido no leito das rias”, para volver a Castelao. Antiepopeya, por lo mismo, a la inquisición gallega, importada de Castilla en 1562 por el arzobispo castellano Francisco Blanco, quien nunca logró que pasara de ser un cuerpo extraño al espíritu gallego.
A los fusilados de Carral, “beneméritos de la patria”, y enemigos de Narváez, así como a todos los exilados por seísmos políticos y económicos.
Canción de sabor romántico a Pastor Díaz, el primero de los españoles, así como a Neira de Mosqueda, Francisco Añón y Martínez Padín. Cantemos a Rosalía de Castro, “la mujer que logró convertir el llanto en orballo y el orballo en poesía” (C. José Cela).
Epopeya a las glorias exteriores, sobre todo a partir de la conquista, que tanta energía y liderato supieron utilizar. Epopeya, por lo mismo, al general San Martín, a Ribadavia, Román Ocampo, Alfonsín, De La Rúa, e incluso Castro.
Y si algún día mi epopeya se convierte en oración, rezo a San Miguel Arcanxo, “mariscal das falanxes celestes”, a santa Mariña, a san Blas das gorxas, a san Roquiño do can, a san Antonio bendito. Cuando mi oración se torna en epopeya, rezo a santo Amaro de Proendos, a san Benitiño de Cuñas que “lle come a alma o de Vieite”, a Virge de Cadeiras, a Ntra. Sra. do Corpiño, de Lalín, a Ntra. Sra. da Peña de Francia, de Lalín, a Ntra. Sra. de “La Leche”, de Palas de Rey, a san Esteban de Atán, a san Martín de Mariz, porque se sentaron sobre os celtas. Y, si no me quieren escuchar, rézolle a san Introido que me faguía bailar.
Díaz-Peterson, Rosendo
Díaz-Peterson, Rosendo


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