Opinión en Galicia

Buscador


autor opinión

Editorial

Ver todos los editoriales »

Archivo

Señales

miércoles, 15 de abril de 2015
Cuando imagino que te has ido,
en el mismo sol te me muestras,
y eres la estrella que brilla,
y eres el viento que zumba…
Sombra que siempre me asombras.
Rosalía de Castro

Quizá fueron unos ojos, los de tu madre, allá en la remota niñez, que abrieron tu incitación como primera señal, preludio de asombro, de consuelo o de goce, porque no recuerdas el miedo ni la zozobra asociados a esa silueta, difusa pero entrañable, y puede que hayas borrado de la conciencia las marcas aleves de los temores nacientes… Antes, conociste las señales sonoras, cuando eras anfibio en el regazo de ese extraño mar interior, pero eso apenas lo supones, porque los hilos de la memoria no alcanzan a retrotraer sus pulsaciones extraviadas en el agua originaria. Después vendrían los estímulos olfativos; tu sentido del olfato es agudo, poderoso, como si tuvieras parentesco con canes cazadores en vidas pasadas… (Recuerdas un noche de invierno, en la casa-quinta, cuando tu padre entró en la cocina, al regreso de una fiesta familiar, y advirtió el olor de un intruso en el repostero, para deslizarse luego, sigiloso, hasta su dormitorio y coger un grueso bastón con el que descalabró al infeliz malhechor, armado de cuchillo, que no previó la posibilidad de ser oliscado por un guardián de tamaña envergadura)…

Y de pronto, al ingresar en un espacio cualquiera, un aroma despierta viejas reminiscencias y alborota el pulso de tu corazón. Pero los signos que recuerdas y los que aún aparecen en tu horizonte, con la posibilidad de ser desvelados, son sobre todo visuales, están hechos de rostros, de figuras, de luz y sombra, de colores más bien otoñales, donde el verde oscuro es más acogedor que el azul brillante, tal vez porque prefieres la montaña tutelar al océano inabarcable de los enigmas.

Supones que estas señales implican un mensaje; han sido emitidas por una voluntad comunicante que se manifiesta para ti. Se trata del proceso intencional de un vínculo, una ligazón (religar), no siempre deducible, puesto que en todo signo hay un lapso o espacio de misterio antes de su desciframiento por el potencial receptor (un “problema”, dicen los cientificistas de hoy, pues huyen de lo misterioso y repudian lo inefable, como si de una peste se tratase), cuyo tiempo para ser desvelado no lo resolverás sino como reflexión postrera. Pero, sin embargo, te preguntas: ¿serán sólo ecos de mis propias voliciones, espejismos de mi búsqueda, sombras a menudo inconscientes? Careces de respuesta, y tampoco posees la llave maestra de la fe de tus mayores.

Tu amigo Roberto Leiva, exegeta de religiones comparadas, te dijo: -“El hecho de que estés vivo es ya una manifestación de lo sagrado”… -“Sí -le respondiste- es fácil para ti admitirlo, como experto en teología que eres”. -“No -retrucó Roberto- es algo intuitivo, que ya lo saben el colibrí y la mariposa, la flor y el árbol… El universo entero es una hierofanía, si nos abrimos sin restricciones a esa interpretación que se torna certeza”... Y esa palabra te sonó distinta, como eufonía o epifanía, cuyas terminaciones parecen el repicar lejano de una campana en la noche, algo que continúa sonando más allá de nuestra voluntad.

Hubo un tiempo en que te costaba dilucidar las señales cotidianas; aparecían en tu conciencia cuando ya era tarde para descifrarlas, orientándolas en actos positivos. O peor aún, las interpretaste de modo errático, como el adolescente que cree haber visto en el ser que anhela amar un signo de aquiescencia, de aceptación fugaz, y luego, al dar el paso decisivo, chocas con un muro o te hieren los guijarros de una senda abrupta que habías intuido como ruta feliz. Quizá sea eso, después de todo, la propia experiencia: un conjunto de señales equívocas que te llevan a errar ante la elección de senderos que se bifurcan.

Ahora son claras para ti las señales del tiempo, los signos de la decrepitud, extrañas manchas en la piel, ciertas arrugas en la brutal infidencia del espejo… Pero a veces hay otras, leves y silenciosas, gratas aunque no alegres, como descubrir una flor en esos jardines transeúntes que se mueven junto a ti en las caminatas; o una mariposa amarilla, como las de Juan Ramón Jiménez, que revolotea en tu ventana y desaparece, visión fugaz que pudiera ser aviso de raros prodigios; o la sonrisa de una mujer, enmarcada por el brillo de ojos que semejan llamarte, desde el signo hospitalario que esperabas junto al mantel blanco, al pan y al vino, esas tres antiguas señales que nunca envejecen en tu memoria.

Ya no buscas posibles hierofanías, porque los únicos lugares que alguna vez se hermanaron para ti con lo sagrado son los espacios de la infancia, de la casa remota, que pugnaste por reedificar a través de imágenes poéticas, haciendo de la primera casa la última en la memoria, reconstruida con seres inasibles y signos amados de la piedra y la madera.

Tampoco miras las estrellas, aunque un amor núbil te señaló aquel lucero que refulgía bajo la Cruz del Sur, poniéndolo por testigo de ese amor frustrado hacía millones de años luz, quizá desde la mismísima explosión del big bang, aunque te pareció extraordinario que el cometa Halley surgiera sobre los cielos de Norteamérica cuando nació Mark Twain, reapareciendo en la data de la muerte del gran escritor, como si ese colosal haz de luz le dijera: “Samuel, el periplo de tus palabras será incesante, como mi órbita estelar, y alumbrará futuras generaciones”…

Hubieses querido un astro para tu propio horóscopo, tal vez un par de estrellas fugaces, pero eso te resulta ahora tan fútil como la fama literaria, que alguna vez soñaste, entre los desvaríos de una juerga de bisoños escribas.

A través de la ventana de tu dormitorio contemplas la cordillera, como cada tarde, el cerro San Ramón y la variedad cromática que la caída del sol va trazando sobre sus anfractuosidades, del rosado al púrpura, de éste al violeta, para terminar en el azul profundo que va a confundirse con el color de la noche, como el telón final del día donde se recuesta el olvido y descansa la memoria.

Pero estalla, de pronto, la revelación de una sencilla señal… Es la risa de tus hijos que hilan los signos de la esperanza, cuando la existencia es todavía en ellos una tela con pocos grabados, desplegada por la brisa nocturna, a la espera de que sus propias constelaciones escriban sobre ella las palabras únicas y esenciales que nunca quisiste perder.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


PUBLICIDAD
ACTUALIDAD GALICIADIGITAL
Blog de GaliciaDigital
PUBLICACIONES