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Ligero de equipaje

martes, 27 de enero de 2015
"Españolito que vienes al mundo,
te guarde Dios,
una de las dos Españas
ha de helarte el corazón"
Antonio Machado


Mi padre fue machadiano, dentro de su irrenunciable y acendrado galleguismo. En uno de los volúmenes de Juan de Mairena, de su biblioteca, apareció una pequeña estampilla de correos de 1978, con la efigie, irónica y sonriente, del gran poeta andaluz.

Ahora, al cumplirse veinte años de la Constitución democrática que abrió los cauces de la moderna España finisecular (venturosas Españas autonómicas), Antonio Machado parece mirarnos desde esos ojos vivaces que supieron indagar sin tregua en las entrañas de la conciencia española, esgrimiendo su pluma crítica y valiente contra el hierro ponzoñoso de los fratricidas.

Junto a sus más ilustres compañeros de generación, Machado intuyó que el futuro de España iba a estar ligado, irrenunciablemente, a los destinos de la comunidad europea, pueblos y culturas distintivas cuya prosperidad se afinca en el respeto a las diversidades. Por ello, la nueva carta magna surge bajo la sombra tutelar que compartieron también -y de qué manera- Alfonso Castelao, Ramón Otero Pedrayo, y otros devanceiros identificados con la causa republicana.

A la manera de sus remotos maestros griegos, por boca de su heterónimo Juan de Mairena, Machado sigue interrogándonos, como si fuésemos hoy mismo sus discípulos de la Escuela Popular de Sabiduría Superior:

"... En esta España, tan querida y tan desdichada, que frunce el hosco ceño o vuelve la espalda desdeñosa a los frutos de la cultura, decidme: El hombre que eleva su mente y su corazón a un ideal cualquiera ¿no es un Hércules de alientos gigantescos cuyos hombros de atlante podrían sustentar montañas?"

Citas como ésta, marcadas en viejos libros, eran traídas por mi padre a la sobremesa para que mi madre las leyese, con voz clara e impecable dicción, como cotidiano incentivo que desplegaría nuestra inquietud en el interminable abanico del saber y que, a la postre, constituiría nuestra única e inajenable herencia.

En 1994, luego de su último viaje a Galicia, mi padre volvió vivamente impresionado por la nueva realidad gallega; aquella su terra meiga, que abandonara hacía setenta años, mostraba un notable bienestar, "un reconfortante espíritu de libertad y progreso que -según sus propias palabras- ­se hace extensivo a toda la patria española".

No obstante, muchos españoles parecieran no percatarse de las hondas transformaciones de las últimas décadas. La vieja España "de charango y pandereta" hacía mutis por el foro al promediar los 70, para ir gestando una moderna institucionalidad democrática acorde a los nuevos desafíos. También entre nosotros, indianos del fin del mundo, numerosos compatriotas suelen volver la espalda al presente, entre negaciones y fútiles añoranzas de un pasado inerte y baldío...

Al filo del tercer milenio, allá y aquí, debemos luchar contra tales rémoras. Por fortuna, la vigencia de pensadores como Antonio Machado nos ayuda a explicarnos el presente en virtud de los sueños y las luchas de un pasado esclarecedor, tendiendo hacia el porvenir el arco libertario de la esperanza, porque, en palabras del sevillano universal:

"Difundir la cultura no es repartir un caudal limitado entre los muchos, para que nadie lo goce por entero, sino despertar las almas dormidas y acrecentar el número de los capaces de espiritualidad."

Así lo aprendimos, Padre, Madre, y así quisiéramos seguir traspasándolo, con fe y humildad, pero sin claudicaciones...
Unos días antes de su pasamento, mi padre recordó a Machado y me pidió que leyera el célebre "Retrato" y sus versos ya premonitorios, asumidos con la sabiduría de su pueblo campesino, sereno ante la muerte aguardada:

"Y cuando llegue el día del último viaje, y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, me encontraréis a bordo, ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar."
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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