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Desatino y rebeldía

viernes, 07 de noviembre de 2014
Al escritor Pedro Lemebel

Declarar la homosexualidad como tendencia sexual propia, aún hoy, puede resultar un desatino. Las fuerzas fácticas siguen aplicando sus odiosas formas de discriminación; dentro de ellas, la Iglesia Católica, que, como institución dogmática e inquisidora, continúa denominándola “pecado nefando”, mientras recomienda curaciones, espirituales y físicas, para esa supuesta anormalidad, lo que constituye una flagrante paradoja, si nos atenemos al milenario ejercicio de esas prácticas –incluyendo la pederastia y el reiterado abuso de menores- dentro de sus propias filas. Uno de aquellos remedios a tal trastorno o patología era (¿es?) casar a los “desviados” con mujeres, en plena juventud, como si el acostarse con una fémina fuese panacea para conjurar opuestas inclinaciones genéticas.

La repulsa a la homosexualidad ha sido y es una actitud cultural, religiosa y política, exacerbada por la derecha ultramontana, aunque también fuera perseguida por la izquierda “puritana” del realismo socialista. La Unión Soviética exhibió casos dramáticos al respecto; también la Cuba revolucionaria. En tales medios sociales, no importaba tanto serlo como parecerlo; es decir, evitar el desatino de declararlo a los cuatro vientos y, sobre todo, no caer en la rebeldía de asumirlo como condición deseable. En cuanto a la derecha gazmoña, los nacidos de esa condición, en el seno de familias “bien”, constituyen graves anomalías que cabe ocultar, aun cuando en el último tiempo algunos de aquellos hayan alcanzado pública notoriedad en diversos espacios de figuración artística o social, incluyendo la literatura.

Ilustres y connotados homosexuales en el ámbito de las artes no han morigerado la repulsa de una sociedad renuente a legitimar la opción homosexual, a la aceptación de los transgresores como individuos normales, aunque sus escandalizados opositores den por sentado que se trata de un fenómeno presente en casi todas las culturas, desde los griegos hasta la época contemporánea, con diversas singularidades y espacios de desarrollo.

Cabe señalar que existe una confusión generalizada al atribuir a los homosexuales y lesbianas toda suerte de abusos infantiles, lo que es por completo falaz. La mayoría de esas iniquidades son perpetradas por individuos heterosexuales, en el seno de familias donde se llevan a cabo, por parientes cercanos a las víctimas. Un reciente estudio, hecho por psiquiatras y psicólogos chilenos, concluye que, de diez niños, seis o siete son abusados antes de cumplir los diez años de edad. Una cifra alarmante, que debiera ahorrar todo comentario y que pone en entredicho la “normalidad” de los impulsos sexuales que supone la heterosexualidad como regla natural de comportamiento.

La literatura moderna nos muestra casos paradigmáticos. Uno de ellos fue Oscar Wilde, cuyos méritos literarios son indiscutibles, pese a que la sociedad de su tiempo le encarcelara como “delincuente moral”. Otro, cuyo ejemplo abordo en esta crónica, fue el célebre André Gide (1869 – 1951), notable escritor francés, cuyo Diario se abre con certero prólogo de su traductora catalana, Laura Freixas, y continúa con una cronología que permite ubicarnos en el contexto histórico de los hitos vitales de Gide.

Así, al llegar a 1914, año de inicio de la primera conflagración mundial, leemos: “Enero: publicación de No juzguéis/ Mayo: publicación de Los sótanos del Vaticano, que provoca su ruptura con Claudel/ Abril y mayo: …Escribe La marcha turca. Lectura y traducción de Walt Whitman…”

Hace diez años compré, en librería de viejo, la Correspondencia entre Paul Claudel y André Gide (1899-1926); Edición EMECÉ; 1952. Publicado un año después de la muerte de Gide, es un notable testimonio vital, histórico y estético de dos grandes escritores universales, de posiciones ideológicas y morales contrapuestas, que revelan los feroces conflictos, a menudo soterrados, en el seno de una sociedad convulsionada que asistía al desplome de sus dioses de barro.

Abrimos las páginas de la Correspondencia. El 2 de marzo de 2014, Paul Claudel escribe a André Gide:

“¡Por Dios, Gide! ¿Cómo ha podido usted escribir el pasaje que encuentro en la página 478 del último número de la Nouvelle Revue Francaise? ¿No sabe usted que después de Saúl y de L’Inmoraliste no le queda imprudencia por cometer? ¿Habrá que creer decididamente, lo que nunca quise hacer, que usted participa de esas horrendas costumbres? Contésteme. Es su deber… Si usted no es un pederasta, ¿a qué se debe su extraña predilección por esa clase de sujetos? Y si es usted uno de ellos, cúrese, desdichado, no haga alarde de esas abominaciones…”

La respuesta de Gide a Claudel se produce cinco días después:
“¿Con qué derecho esta intimación? ¿A título de qué semejantes preguntas? Si es en nombre de la amistad, ¿puede suponer un solo instante que yo las voy a eludir?...

“…Hablo ahora al amigo, como hablaría al sacerdote cuyo deber estricto ante Dios es guardar el secreto. Nunca experimenté deseos junto a una mujer, y la mayor tristeza de mi vida es que el amor más constante, el más prolongado, el más vivo no haya podido ser acompañado de nada de lo que ordinariamente precede al amor1. Parecía, al contrario, que en mí el amor impidiera el deseo…

“…Yo no elegí ser así. Yo puedo luchar contra mis deseos, puedo vencerlos, pero no puedo ni escoger el objeto de estos deseos ni inventarme otros, por orden o por imitación…”

El entendimiento entre ambos escritores se tornará imposible, puesto que se trata de posiciones irreconciliables dentro del rígido esquema moral en boga, hijo de la hipocresía católica, que acepta lo escondido y acalla los rumores que pueden crecer hasta el grito de protesta; vástago también de la ética protestante, que se aferra a las expresiones bíblicas de condena sin remisión para ese específico y “abominable pecado de la carne”.

El 9 de marzo de 1914, Claudel esgrime en su carta fundamentos de condena a Gide, que no son sino los preceptos de la Iglesia Católica que él sustenta, con dogmática e inamovible resolución, aun cuando se dirija a ese amigo, con el que pronto romperá para siempre, como “Mi pobre Gide”:

“…No, usted lo sabe muy bien: las costumbres de que me habla no son ni permitidas, ni excusables ni confesables. Tendrá a un mismo tiempo contra usted la razón natural y la Revelación…

“La razón y la rectitud natural le dicen que el hombre no es un fin en sí, y con mucha menos razón su placer y deleitación personal. Si la atracción sexual no tiene por resultado su objetivo natural, que es la reproducción, está desviada y es mala. Es el único principio sólido”.

Es el viejo anatema del “sexo perverso”, vástago y consecuencia del pecado original, que ha propagado el catolicismo desde tiempos remotos, maldición que parece volverse en contra de sus dignatarios, prelados, canónigos, monjes y curas, haciendo estallar, periódicamente, bullados escándalos y abusos, que se procura minimizar o esconder debajo de la vasta alfombra vaticana.

Entre 1918 y 1922, André Gide escribe Corydon, obra estructurada a través de un diálogo o contrapunto, entre quien defiende la naturalidad de las inclinaciones homosexuales, apoyándose en diversos ejemplos fisiológicos extraídos del reino animal, destacando que el auténtico erotismo y sus entreveros deleitosos ocurren entre individuos del mismo sexo, y que la función reproductora es más bien pobre en tales manifestaciones, limitándose a los escasos momentos del período de celo; y, en el lado opuesto, el interlocutor que asume la postura tradicionalista de Claudel, Barrés y Jammes. Esta obra, controvertida y escandalosa en su tiempo, se inspira también en las tesis freudianas… El ultra católico Maurice Barrés suplicará inútilmente a Gide que no publique Corydon…

A Elizabeth Van Rysselberghe, la única mujer con la que Gide engendró un hijo, le manifestará: “Nunca amaré de veras más que a una sola mujer, y no puedo sentir deseos sino hacia los chicos jóvenes. Pero me cuesta resignarme a verte sin hijos y a no tenerlos yo mismo”. Feroz dilema sin solución aparente.

La obra de André Gide es vastísima y comprende casi todos los géneros literarios, aunque quizá el Diario sea su texto más veraz y profundo. En una época en que prevalecía el oscurantismo, el terror ideológico y la discriminación aleve, Gide defendió las causas que entonces parecían perdidas: la homosexualidad y la plena libertad de conciencia; adhirió al comunismo, aunque terminara abjurando de él; combatió el colonialismo, lo que le acarrearía el estúpido mote de “antipatriota”. Al final de su vida fue estigmatizado y aborrecido, tanto por la derecha ultramontana como por la izquierda estalinista.

Como corolario, en mayo de 1952, una año después de su muerte física, la obra entera de André Gide fue inscrita en el Index librorum prohibitorum. Hoy podemos afirmar que esa burda proscripción consagra, como lo hiciera con otros autores memorables, un prestigio estético imperecedero.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


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