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Viaje en Autobús

viernes, 25 de julio de 2014
Viaje en Autobs "Lo esencial, para aprovechar un viaje es tomarlo como finalidad misma. Andar por el mundo un poco al azar es muy agradable. Viajar sin tener un objeto concreto, es una auténtica maravilla. Yo siento que podría curarme de todos mis vicios y de todas mis virtudes –caso de que tenga alguna-. Lo que no podré dejar jamás es mi recalcitrante vagabundaje. Hay que viajar para descubrir con los propios ojos que el mundo es muy pequeño, y por tanto que es absolutamente necesario hacer un esfuerzo para dignificar la visión hasta llegar a ver las cosas en grande. Hay que viajar para darse cuenta de que una pasión, una idea, un hombre, sólo son importantes si resisten una proyección a través del tiempo y del espacio… Hay que viajar para aprender -a pesar de todo- a conservar, a perfeccionar, a tolerar". Josep Pla.

El título, de suyo convencional, pertenece a un libro de Josep Pla, autor catalán que escribió sus experiencias de viajes rurales por las tierras de Cataluña y otros lugares de España, entre la década de los 40’ y 50’ del pasado siglo. Yo no conocía su literatura. Me la reveló Luis Sánchez Latorre, Filebo, fino maestro de prosas, crítico y lector insaciable. Él me dijo entonces -años 80’ en la Sociedad de Escritores- que Josep Pla era uno de los mejores cronistas de España, tanto escribiendo en catalán como en el castellano universal del imperio. Acotaba Filebo que Pla figuraba en la lista de escribas censurados en los albores de esta curiosa monarquía democrática que aún vive España, tres años después de la muerte del gallego Francisco Franco, ocurrida en noviembre de 1975… No se trataba de un control explícito, sino de la omisión inquisidora, una forma sutil de silenciar lo “políticamente incorrecto”. En el mismo caso estuvieron Agustín de Foxá y Rafael Cansinos Assens; Gonzalo Torrente Ballester y Julio Camba, en Galicia. Algo parecido se intentó hacer con Borges en Argentina y otros países de Latinoamérica. Pero la buena literatura sobrevive a modas y colores políticos.

Los pequeños viajes por el interior de la patria poseen un raro encanto, aunque no te signifiquen más de unas cuantas horas. Me habitué a ellos a comienzos de los 60’. El domingo era mi único día libre. Llevaba conmigo un buen libro, algún dinero, salía de nuestra casa en La Cisterna al amanecer, hacia la estación de buses rurales. Mi destino solía ser Isla de Maipo, a cincuenta kilómetros de Santiago, donde vivía la familia Escalante Vargas, cuyos hijos varones, Manuel, Lucho, Gustavo y Atilio trabajaron con nosotros en la ferretería de mi padre. Yo pasaba la jornada con ellos, la mayor parte a campo traviesa, caminando sin rumbo y a ratos disparándole a las tórtolas con viejas escopetas y humeantes tiros recargados a mano.

Volvía a casa con un saco harinero que contenía hortalizas y frutas; también una garrafa de vino, de los buenos caldos producidos en esa ancha ínsula que forma el río Maipo.

Otras veces me iba a Curacaví, trepaba los cerros, me tendía a leer bajo la sombra de un sauce, como hicieran antaño los poetas bucólicos... A las 2:00 de la tarde almorzaba donde doña Juliana Bascur, cazuela de pava con chuchoca, empanadas de horno, longanizas; todo aligerado con vino pipeño o mosto de la casa, o chicha baya de Curacaví, inmortalizada en una cueca… Allí trabé amistad con dos poetas curacavinos (buen gentilicio éste, que termina en dionisiacas sílabas). Ramón Ulloa y Rafael Cáceres eran también payadores y pulsaban con gracia la guitarra y el guitarrón. Pero querían ser poetas “oficiales” y publicar un libro compartido, con veinticinco poemas cada uno. Me entregaron los folios con sus versos, para que yo opinara sobre su calidad… ¿Qué iba a sentenciar yo, cuando recién me asomaba al mundo de las letras? Me corrí por la tangente, como suele decirse, aduciendo desconocimiento… Sus poemas eran de tono criollista, con elementos locales del canto a lo humano y a lo divino e imitaciones algo pueriles de Oscar Castro y de Pablo Neruda, poetas de verba pegajosa. Recitaban con pasión, luego de repetidas libaciones, para desafinar en llantos viriles… Rafael tenía una hermana joven, separada, madre de dos chiquillos, con la que tuve efímeros lances de amor; se llamaba Rosa Ester y me decía “mi niño”.

Esos paseos domingueros se hicieron luego sabatinos, extendiéndose a fiestas de guardar y santos festivos. Eran un escape freudiano, quizá, aunque yo en ese entonces no había leído al profeta de los sueños ni era capaz de procurarme análisis temporales retrospectivos para buscar el meollo de mi permanente desazón, sublimada quizá en los libros, cuya hospitalidad jamás me ha fallado. Volvía de aquellos compulsivos paseos, cargado de vituallas, cerca de la medianoche, con resabios de ajo, cebolla y albahaca… Hubo también escapes en tren, con destinos eventuales entre Rancagua y Curicó… Sigo creyendo que el auténtico viaje es a lo largo de la vía férrea.

Ayer, medio siglo después, viajé a Isla de Maipo, por un simple trámite contable. Lo hice en autobús, llevando un libro de ensayos de George Orwell, el inglés nacido en la India que escribiera la demoledora novela “1984”; asimismo, “Homenaje a Cataluña”, narración testimonial de su experiencia bélica durante la Guerra Civil española. Militante del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), entidad de corta vida, acosado por los anarquistas de la FAI y los comunistas del PC español, herido de gravedad en el frente de Aragón, caería luego en profundo desencanto político, aunque jamás contemporizó con los represores franquistas ni con totalitarismos de izquierda o de derecha…

Las palabras de Eric Blair –nombre civil de Orwell- me acompañaron en este breve viaje, con su irónico y visionario escepticismo respecto al fracaso de las ideologías por construir un mundo más justo y humano, en medio de las coerciones a la libertad, sobre todo en el ámbito de la cultura y las artes… De esto hace sesenta años y nada indica un devenir más auspicioso.

Después de cumplir la encomienda, siendo hora de almuerzo, busqué un lugar donde saciar mi apetito. -Vaya aquí, a la vuelta, a donde el Pato- me dijo el portero de la empresa vitivinícola, y me dio las señas. Era una casa de adobes, blanca, chata, con un corredor de piso de ladrillo, columnas de madera y acogedores sillones de mimbre… Al traspasar el umbral, los viejos y cordiales efluvios me llenaron de saudade. Hacía muchos años que no comía una cazuela de campo como la que el propio Pato puso sobre la mesa, con el agregado de esa ensalada de tomate con cebolla que llamamos “chilena”, en curioso acto folclórico nominar productos de origen foráneo. Le pedí una copa de tinto “de la casa”, que resultó reconfortante para aligerar la nostalgia. Luego deambulé por las tranquilas calles del pueblo, tomando fotografías con la cámara del celular, como cualquier joven de la post modernidad, aunque para mí nada fuera como antes, ni el sabor del vino ni las calles ni las mujeres que van hoy a sus tareas en motocicleta o en flamantes automóviles…

Regresé temprano, pero en el trayecto de vuelta no fui capaz de leer a Orwell. Una dulce modorra me hizo cabecear, ayudado por el persistente calor de la tarde otoñal… Recordé que había encargado “El Cuaderno Gris”, libro de memorias de Josep Pla, a mi amigo cordobés, Gregorio Dobao, ilustre ingeniero que anda por estos días en Barcelona, y que llega a fines de abril a Santiago del Nuevo Extremo.

En cuanto a mis andares por las aldeas gallegas y los pueblos e islas de Chiloé, que parecieron alborotarse en la memoria, ya los he contado en otros libros que también andan por librerías de viejo, donde encuentro a veces algún ejemplar extraviado, para adquirirlo y luego obsequiarlo, después de una buena charla, a quien tal vez no veré en otra ocasión.

Pero seguiré pateando caminos, hasta encontrarme por fin en aquel punto misterioso de los senderos que se bifurcan.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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