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La otra Iglesia

jueves, 03 de julio de 2014
“Si te quiero es porque sos / mi amor, mi cómplice y todo, / y en la calle, codo a codo, / somos muchos más que dos…” Esta canción, con la poesía de nuestro recordado Mario Benedetti, sonó hace unos días en el funeral de un cura, el padre Alberto Pico (el sacerdote que se enojaba con Dios por olvidarse de los pobres), de Santander, que hizo de su vida la puesta en práctica de las enseñanzas de Cristo y la dedicación por completo a los “proletarios”, como él mismo les llamaba. Un cura que no tenía remilgo alguno en significarse como rojo, cuando le damos a este color la cualidad de defender la justicia, de recalcar las desigualdades, de ponerse –ponernos- siempre del lado de las y los desvalidos.

No he sido bendecida con el don de la fe aunque, en ocasiones, quisiera poder creer que tanta gente pisoteada por la ambición arrogante de unos pocos malnacidos (o bien-nacidos, en sus inaccesibles cunas de oro), tendrá a su disposición un paraíso eterno de bienaventuranza compensatoria al final del insoportable sufrimiento terrestre. Mas no lo creo y sólo veo en esta, nuestra única vida, la posibilidad de intentar ser lo mejor que podamos para con nosotras y nosotros mismos y para con nuestros semejantes.

No obstante, fui bautizada, tomé la primera comunión, fui confirmada, y cuando pienso en creencias aparece aquella en la que me instruyeron en mi más tierna infancia. Una religión cuyos más altos representantes, salvo honrosas excepciones, se han encargado de convertirla en un antro de sátrapas que defienden, a capa y espada, el poder omnímodo de los más poderosos. Una religión que ha castigado a las mujeres, que las ha denigrado, que ha ayudado a convertirlas en sometidas. Una religión homófoba y pederasta, que ha cometido innumerables “infanticidios”. Una religión que legitima a dictadores y armas dispuestas al exterminio. Una religión que ha robado niñas y niños a sus madres y padres. Una religión depredadora.

Sin embargo, esa no era la iglesia del padre Pico, un cura del pueblo al servicio de las y los más necesitados. Ni era la religión del padre Mugica, asesinado por las hordas paramilitares de la Triple A, en Argentina, a quien tuve la honra de conocer, junto a su invalorable trabajo en la villa 31. Ni es la religión del padre Camilo Torres, ni de Monseñor Romero, ni de monseñor Angelelli, ni del padre Llanos, ni del padre Alegría, ni tampoco, yéndonos a nuestro pasado más negro, de Fray Bartolomé de las Casas, que bregaba por el reconocimiento mínimo de los derechos de los habitantes originarios de Nuestramerica.

Tampoco era la religión de mi compañera de Bellas Artes Cecilia Minervini, “la Tana”, desaparecida a sus veinte lúcidos años, en el 77, por su militancia cristiana de base, cuando el horror encarnado en botas y sables se apoderó del país. Ni la religión de muchos otros compañeros y compañeras, que creían que dios y justicia debían de ser sinónimos. Mis hermanas y hermanos, aunque nuestras creencias en materia de fe no coincidieran.

No es la religión de cientos de misioneros y misioneras que regalan hasta su último aliento a aquellos a los que su dios y todos los dioses han olvidado. No es la religión de Juan XXIII y posiblemente no fuera la religión de Juan Pablo I, un papa que duró “misteriosamente” lo que un suspiro. Quiero creer que no es la religión del Papa Francisco y sé que no es la religión de un buen número de amigos y amigas de esta, mi ciudad, mi lugar en el mundo, con los que la vida me ha bendecido.

Sé que hay otros curas, y monjas como sor Lucía, que sienten de corazón que su religión es dar, darse a esa lucha sin tregua por un mundo más justo e igualitario.

Por todos ellos y ellas, por el padre Pico cuya existencia consistió en honrar la vida, por mis hermanos y hermanas de cualquier creencia que tendrán mi mano abierta aunque no comparta sus dogmas, quiero dar, desde aquí, gracias. Gracias a todos ellos por su ejemplo, su compromiso y por ser la prueba viviente de que otro mundo es posible.
Darriba, Luz
Darriba, Luz


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