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Nebraska, de Alexander Payne

viernes, 21 de febrero de 2014
Nebraska, de Alexander Payne Un hombre vaga por una larga carretera hasta que un coche se detiene. El hombre se niega a subirse, pero el conductor le obliga a hacerlo. No se trata del comienzo de París Texas, sino del primer plano de la nueva película de Alexander Payne, Nebraska. Las similitudes son varias con este film, sobre todo en la forma y en la dirección, donde los planos fijos y la gran profundidad del espacio, dejan a los personajes insignificantes ante la inmensidad del paisaje, lo que acentúa su soledad. Payne nos muestra una historia pequeña, que ocurre en un pueblo pequeño pero que nos presenta una cara de la sociedad que todos compartimos, el ideal de alcanzar un sueño a sabiendas de que es una ilusión.

Nuestro protagonista, Woody, es un abuelete cascarrabias con problemas de demencia, que tiene la necesidad inherente de llegar a su objetivo, Nebraska, donde cree que podrá canjear un cupón por la cantidad de un millón de dólares. Ante su tozudez, su hijo decide acompañarle y ayudarle a vivir su fantasía, consciente de su delicado estado de salud.

Desde este momento se convierte en una road movie, donde la relación paterno filial alcanza un punto inimaginable para los dos personajes: llegan a conocerse realmente a través de la fantasía de Woody. Como si la demencia pusiera un poco de cordura sobre un padre ex alcohólico y ausente durante años, que ahora, a una tardía edad, es vulnerable a ojos de su hijo que se compadece de él.

La dura prueba a su relación, pero que acaba finalmente por unir a toda la familia (a su madre y su hermano también), es el regreso a los orígenes, el pueblo natal de Woody, Hawthorne. Allí se reencuentra con los fantasmas del pasado. Payne aprovecha para mostrarnos la América profunda. Esa América de camioneros con gorra, escupitajos en mecedoras, y botellines de cerveza a cualquier hora del día. Un pueblo que parece dejado de la mano de Dios, donde el director ha peinado las calles, vacías, porque todo el mundo está en los bares o en casa bebiendo y donde las mujeres todavía se agrupan en la cocina, comentando lo que sus maridos hacen o dejan de hacer.

Aquí es donde Woody recupera su dignidad, pero de manera ficticia, porque todo el mundo cree que es rico. Y de repente, un hombre totalmente obviado e ignorado en el pasado, se convierte en un héroe. Desde este momento los carroñeros salen de sus escondrijos: antiguos amigos, familiares lejanos y no tan lejanos… todos quieren un pedazo de esa buena suerte de Woody. Como no podía ser de otra manera, un enemigo común une a su familia más cercana. Sus hijos le defienden por primera vez a capa y espada. Incluso, Kate, la esposa de Woody, una mujer agria y dura donde las haya que se queja de él durante ciento veinte minutos de metraje, sale en su defensa, con una vehemencia que enmudece a diez parientes de Woody que intentan sacarle los cuartos que no tiene.

No obstante, no se trata de un drama desgarrador, el humor está presente y mucho. Un humor elegante basado en la imagen y la sutileza. Si leyéramos el guión no nos reiríamos ni un segundo, pero bajo la dirección de Payne, con esos encuadres, esos actores y esas pausas, te ríes durante la película, lo que es un arma importante para que no trascienda la dureza de la trama. Las emociones se muestran desde un prisma leve, no caen en la exageración ni el sentimentalismo. Con gran realismo, los personajes dicen más con lo que callan y con las acciones que con las palabras.

Se trata de un viaje muy gratificante para el espectador, donde emocionarse, reír, enfadarse y llorar puede ocurrir en un lapso de apenas cinco minutos de tiempo, y todo ello con una película aparentemente sencilla. Al fin y al cabo sólo es la historia de un hombre que intenta redimirse y hacer las cosas bien por una vez. Porque aunque Woody esté loco, si por lo menos lo intenta una sola vez, recuperará esa dignidad que él mismo se había arrebatado años atrás.
Conde Pérez, Andreia
Conde Pérez, Andreia


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


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