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Juan de Montenegro

lunes, 17 de febrero de 2014
Algo especial tenían las tardes de otoño en los años de la infancia. Eran tardes melancólicas de suaves olores y verdes campos. Caían las primeras hojas salpicando con sus tonos ocres y amarillentos el verde de las praderas, y brumas lejanas surgían del cauce de los ríos. En aquel ambiente de sosiego, de cuando en cuando se oían ladridos lejanos de perros o las conversaciones de los campesinos en vegas y caminos. Otras veces, se oían los graznidos de los cuervos que presagiaban el temporal.

Para Juan de Montenegro todas las tardes eran sosegadas, nada le preocupaba ni le inquietaba salvo disfrutar de la vida en cada momento. Aunque no escribiese versos tenía alma de poeta y se pasaba horas enteras detrás de la lumbre de la lareira, fumando cigarrillos de picadura que él mismo liaba con gran habilidad o durmiendo con los pies en la camballeira, diciendo ocurrencias o recitando fabulas de Iriarte y Samaniego y fiel al lema de “pasen los días y caigan los panes”. Había tenido muchos hijos, tenía amigos con los que echar la partida y no le exigía demasiado a la vida y así, de ese modo, pensaba que la felicidad estaba al alcance de la mano en las cosas sencillas. Tal vez estaba en lo cierto.

Juan de Montenegro era de elevada estatura, ojos hundidos y mentón pronunciado, y por su apellido hacía recordar a Don Juan Manuel de Montenegro, personaje principal de las Comedias Bárbaras de Valle-Inclán. Llevaba siempre una faja negra envuelta alrededor de la cintura y calzaba unas enormes zuecas de madera de la talla cuarenta y seis. Todo ello le daba un aspecto llamativo que hacía que nunca pasara inadvertido. Montenegro era un hombre amigo de la buena vida y de las partidas de naipes y cuando tenía un vaso de vino en la mano, solía pronunciar el siguiente brindis:

"Brindo por Usía
y por toda la compañía,
por mi novia que es torera
y por la gente forastera,
que me libre de esta fiera..."

Quizás por la soledad del campo, había unas relaciones especiales, casi familiares, entre los campesinos, lo que en cierto modo hacía que la vida fuera más agradable. Juan de Montenegro se llevaba bien con todo el mundo y su sentido del humor era inigualable, de una sutileza especial, capaz de decir las cosas precisas en el momento justo. Su frase preferida era: "Es un mal incurable la tontería, el que tonto nace tonto se cría". A veces cantaba:

"Me casé con una
que se componía
y ahora se compara
con la porquería.
Lavarse no quiere,
del agua se aleja,
ya le nace hierba
detrás de la oreja"

En su juventud había estado en Cuba y cuando alguien le regalaba algún puro, Montenegro, enemigo de guardar nada para el futuro, lo encendía al instante y decía:

"Cuando yo estaba en Cuba
después de mi café bebido
me gustaba pasear por La Habana
con mi tabaco encendido"

Desde que se levantaba hasta que se acostaba la única preocupación de Juan de Montenegro era disfrutar al máximo de cada momento de su existencia y en los atardeceres, cuando el sol se escondía detrás de las suaves colinas del lejano horizonte, sentado en el quicio de la puerta, contemplaba la puesta de sol esperando que llegase la hora de la partida de cartas que era el momento más importante del día. Eran partidas muy disputadas, en donde se discutía con gran vehemencia en cada juego. Había un vecino que era un fanático de las cartas y nunca tenía prisa por irse a su casa, y además, siempre llevaba una baraja consigo por si podía improvisar alguna partida en cualquier momento del día. Montenegro, durante las timbas solía cantar:

"Hizo una mala jugada,
la niña se incomodó,
porque con el as de bastos
el de oros le falló".

Juan de Montenegro, un amante de las farras y de la buena vida, viviría siempre sin preocupaciones, disfrutando del presente sin pensar en el futuro, y se moriría de viejo. En las aldeas de Galicia siempre ha habido personajes únicos e inolvidables, como Montenegro, que nunca desaparecían del todo, porque la gente que les había conocido seguía hablando de ellos durante muchos años después de su muerte.
Paz Palmeiro, Antonio
Paz Palmeiro, Antonio


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