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Existe un lugar…

viernes, 03 de enero de 2014
Existe un lugar en el que las estrellas se posan sobre la tierra, y los que en ella vivimos rozamos el cielo con las yemas de los dedos.

Esta Navidad mi visita es muy especial. Algo invisible y poderoso me ha encogido hasta el palmo de altura, y cual Gulliver lucense, les escribo la crónica de mi viaje. Y lo hago desde dentro, mantengan el secreto. Shhh!

Anochece y veo las montañas nevadas en un horizonte presidido por el astro nocturno de Oriente, respiro paz y comienzo mi camino. Con paso lento para disfrutar de cada trino de los pájaros, de cada sonido que ya me envuelve y me hace latir el corazón con rapidez. Me siento vigilado por Herodes, que desde la altiva posición de su castillo, permanece oculto tras sus soldados. La centuria romana también lo protege, algo habrá hecho para rodearse por tal número de guardaespaldas.

Me detengo en la primera senda, y tras saludar a lavanderas y serradores, me encuentro una primera estrella. Don José va dando las buenas noches a todos los habitantes de la comarca. Se vuelve hacia el exterior y saluda también a los visitantes, a las familias que abarrotan la escalinata en rotaciones perfectas cada pocos minutos. Me tiende la mano y la aprieto con fuerza. Me cuesta apartar la mirada, dejar atrás aquellos ojos mágicos, magnéticos y llenos de experiencia, bondad y sabiduría.

Avanzo hacia la aldea, escuchando el martillo del herrero y el susurro del viento acunando los copos de nieve, iluminado por la luz que llega desde los candiles y desde los hogares de las casas. Los pastores recogen el ganado y las hilanderas prosiguen su labor, agotadas pero firmes. Siento frío y decido buscar refugio, lo encuentro en la morada de la segunda estrella.

Varela da un relevo al tornero, que cansado tras horas de oficio, se toma un respiro para charlar con su amigo el molinero. Miro a Varela, me guiña un ojo. Sus manos sobre el torno, moldeando, creando, ¿quizá más compañeros para la próxima Navidad? No me atrevo a preguntar, sé que volveré una y mil veces para adivinar su secreto, para descubrir si los movimientos de los nuevos habitantes serán articulados también, si representarán un oficio gallego, si adquirirán el paso marcial de un legionario.

Amanece. Mis pasos siguen las huellas de los Magos, y dejo a mi espalda a un pescador que ha madrugado, trato de no molestarlo y espantarle la pesca. De pronto, me detengo sorprendido. Oigo unas palabras que conozco muy bien: “Dormidas polas vereas, coa música de María, do seu verbal espertaron, máis de trescentas cantigas…” Reconozco los versos de mi tercera estrella del viaje. Marcial posa la caña y recoge cuidadosamente una bota de vino, quizá de la Ribeira Sacra. Brinda por mí y por todos ustedes. Salud. “Estase ben aquí, na fonte Arcada, gústanme algúns cantares, e estou ledo coa compaña” Si algo sé al reemprender la marcha, es que volveremos a vernos.

Alcanzo ya a los señores de Oriente, están a punto de alcanzar su destino, ese portal de luz y esperanza que persiguen desde hace meses. Me uno a su esperanza y a los pajes que marcan la retaguardia del cortejo real. Mi corazón late todavía más deprisa, estoy cerca. Los cánticos son alegres y tambores y panderetas acarician al niño Dios con su compás. Si creía que ya había visto suficientes estrellas, me equivocaba, pues aún navego entre las mareas luminosas de la Vía Láctea, que persigue la misma meta que todos los que peregrinamos. Nobles majestades y peregrinos de a pie obedecemos la señal de Melchor. La casa del carpintero. Algún caminante se sienta buscando hierba mullida, los magos desmontan y yo… Y yo busco entre la multitud allí reunida, algo en mi interior me indica que alguien me espera, que alguien busca mi mirada cómplice. Ese algo acierta, allí están, sonriéndome, mis abuelas. Días antes de que María regalase a su hijo al mundo, las dos, Dorinda y Tita, se unieron a esa maravillosa procesión estrellada. Me quedo embrujado por sus sonrisas, me las guardo y me las traigo.

Los lloros de un niño. Baltasar suelta una carcajada que se escucha hasta en las aguas cristalinas del río Ladra, lo han despertado y se asusta, su madre consuela el llanto. Me acerco y recibo esa bendición colectiva que todos ansiamos y necesitamos. Lo veo a Él y veo a mis hijos, a mi recién nacida sobrina y al niño o niña que todos llevamos dentro. Veo una familia feliz y rezo por la mía. Sé que el futuro le deparará al recién nacido en Begonte cosas bellas, y también los momentos más amargos de la Historia, y sé que belleza y amarguras serán compartidas en el seno de cada hogar. Me hago una promesa, peregrinaré en busca de lo bello y lo disfrutaré cada día, cada minuto.

Con el pecho henchido y alegre, me retiro, desandando mis andares y recuperando la altura y la vida del verdadero Gulliver. Me voy pensando en lo soñado y soñando con lo vivido, y como dice la canción “me voy pero les juro que mañana volveré” Quizá sea para quedarme y quizá para siempre, pero el destino está escrito en páginas bien diferentes a estas.

Existe ese lugar, y desde Begonte do Belén les saludo.
Núñez, Pablo
Núñez, Pablo


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