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martes, 29 de octubre de 2013
La publicidad es algo maravilloso, o al menos parece que es lo que ahora nos intentan hacer creer con una campaña en la que nos meten con calzador que “gracias estos anuncios puedes ver los programas”. A ver, eso ya lo sabemos, y aunque los intermedios de ciertos programas son los momentos que uno aprovecha para ir a la cocina a prepararse los cereales para cenar o para ir al baño, nadie duda que son los anunciantes los que sostienen el chiringuito de la televisión gratuita. Imagino que la cosa está yendo a menos, porque si no no se entendería una campaña de defensa de la publicidad en sí misma, como sector. Suena raro, la verdad.

Pero lo que cuesta entender no son los intermedios, que esos los tenemos asumidos desde hace años a pesar de su pesadez y de que es difícil de tragar que te corten un programa para poner siete minutos de publicidad, y al cabo de cuatro, otros siete. Lo que es menos llevadero es que en el telediario te metan al bueno del periodista a contarte las grandes ventajas de una hipoteca o de un cepillo de dientes eléctrico.

Hace no muchos años los informativos duraban media hora. Ahora duran hora y media en ocasiones, porque les añaden el tiempo y los deportes como dos secciones propias, lo que nos debería mosquear por la escala de valores que refleja. Pero claro, eso hay que pagarlo, y sólo hay ingresos por publicidad y unas cuantas y jugosas subvenciones.

A este ritmo veremos pronto que el mensaje de Navidad del Rey estará patrocinado por Movistar o que en las olimpiadas en vez de anillos habrá patatas fritas Pringles, con su mosqueante homogeneidad. O aros de cebolla del McDonald’s.

No exagero nada. Ya hemos empezado a cruzar límites. En Madrid, por ejemplo, ya no existe la estación de metro de Sol. Se llama “Vodafone Sol”. Es ridículo, completamente absurdo, pero es así y ha reportado al Metro de Madrid tres millones de euros por una publicidad extraordinaria para la empresa de telefonía. Yo te rasco a ti y tú me rascas a mí. Pero no me digan que no es llamativo.

¿Lo próximo? ¿Sacar a subasta los nombres de las calles? ¿Los de los museos, colegios, instituciones? ¿Cambiar las denominaciones de ayuntamientos y localidades por conocidas marcas? No se extrañen, que vamos de cabeza hacia eso.

Nuestra sociedad cada vez es más exagerada en todo, más polarizada. No me sorprendería ni lo más mínimo que un pequeño ayuntamiento ahogado por las deudas ofreciera a una empresa de estas que se gastan en publicidad una millonada al año poner su nombre al municipio a cambio de solucionar sus problemas de liquidez. A lo mejor hasta les estoy dando una idea.

Lo más surrealista es que nunca he comprendido que la publicidad funcione. Que elijas un producto porque te suena el nombre de verlo en la tele es algo que me deja anonadado, y supongo que algún mecanismo tendremos en la cabeza porque yo mismo tiendo a hacerlo.

El boca oreja (mal llamado boca boca, que eso es otra cosa) que funcionaba antes ya no existe y si nos vamos a sectores que conozco un poco más, como el de la hostelería, ya es algo que roza el absurdo. Que mucha gente vaya a comer a un restaurante porque lo ve anunciado lo puedo comprender… la primera vez. Pero que repita aunque no le haya gustado no me cabe en la cabeza, y les garantizo que esto sucede con más frecuencia de la que el sentido común es capaz de explicar.

Quizás esto venga de que cada vez somos más gregarios, menos críticos, y nos dejamos llevar por lo que nos dictan desde los nuevos centros de poder, que no son “los políticos” por mucho que guste decirlo, sino la prensa.

Pero esa es otra historia.
Latorre Real, Luís
Latorre Real, Luís


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