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Nana de las penas

lunes, 20 de mayo de 2013
Pían los pájaros, bailan las mariposas, escuchan las flores, canta la lluvia, vibra el eco, sonríe el sol, vuelan los sueños… ¡qué belleza!-farfullaba inconscientemente Alberto mientras disfrutaba plácidamente del jardín. Y continuaba su monólogo: cada individuo debería contribuir a llenar la vida de belleza desde el lugar en el que le toca vivir: un dependiente servicial, una vendedora agradable, un camarero simpático, un bancario honrado, un maestro limpio, una cuidadora cariñosa…porque a mí me gusta acariciar suavemente el piano y regalar sus notas al viento confiando en que sosieguen a los que sufren, enjuaguen sus lágrimas y apaguen su dolor. Con estas reflexiones, realizadas en voz alta, nuestro protagonista no se había percatado de nuestra presencia por lo que se sintió relativamente sorprendido ante nuestro saludo: Hola, Artista.

Respondió con otro hola desganado.

Nunca supe definir a un artista y, sin embargo, estaba seguro de que aquel mozo de nombre aristocrático poseía un don especial que le confería una personalidad distinta a muchas otras: no sé si era su capacidad para la música, de la que resultaba ser un virtuoso, si su disponibilidad para arreglar cualquier artilugio con el material más sencillo y de la manera más efectiva que hubiese, o si su habilidad para solucionar los problemas que se le planteasen con una simpleza y una claridad meridiana que asombraba y, ante lo cual, crecía mi admiración, en al misma proporción que mi conciencia de inútil. Con un simple boli dibujaba una callejuela por la que maullaban los gatos o una iglesia con sus campanas tañendo; otras, veces sonreía con unos ojos vivos e inquietos e improvisaba una canción de broma en un cruce de picaresca y romanticismo con su juego de conquistador. Y algo verían en él las chavalas, múltiples y diversas. Es muy difícil entenderlo-había dicho Ana, una mozuela de la jet-set y a quien su relación con Alberto, un tipo irreverente con los poderes fácticos, había costado muchas lágrimas; sin embargo, seguía enamorada, a pesar de su matrimonio de apaño que había fracasado. Las malas pécoras, que también había en aquel pueblo, para practicar la caridad cristiana, comentaban que se veían en los lugares más recónditos.

Alberto me confesaba ahora que su problema de soledad se agudizaba por la falta de sensibilidad en los seres que rodeaban su vida. Se veía incomprendido, pero se negaba a hablar de su dolor y, no obstante, estaba atormentado por el desamor, de manera que tanto pintaba un cuadro como tallaba una madera, como improvisaba cualquier entorno o te conducía a una postal…y, de repente, desviando mi curiosidad, quizás temiendo sentirse herido, se puso a dirigir una invisible orquesta donde los violines parecían vibrar, el saxo tenor balbuceaba, el bajo se ponía serio… y la naturaleza, con sus acordes, colaboraba en aquella sinfonía que sólo Alberto sabía componer.

Después, ante mi insistencia, me explicó que el arte es hijo de la sensibilidad y del dolor, que cada pincelada de un pintor es una lágrima del tintero del corazón, que el poeta desgaja el alma en sus versos, que cada nota musical goza de eco en los pajarillos, que la soledad y el camino son novios atormentados, que la vida pesa y no entiende que los médicos digan que el corazón no duele…

Aquel día comprendí que no sabía nada del nido de los hombres, que el amor es el mejor patrimonio de los artistas y que su dolor es la sangre de su arte. Por eso sólo me queda decir:

Gracias a los artistas que pululan por la vida.
Timiraos, Ricardo
Timiraos, Ricardo


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


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