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Elogios de la hoja de parra

lunes, 10 de septiembre de 2012
Elogios de la hoja de parra

En cierto sentido, y a mi modo de ver, no corren tan malos tiempos para la lírica. Piensen si no en que desde que nos damos la ducha por la mañana hasta que hacemos la última ablución nocturna de cada día no dejamos de cantar de algún modo la eterna y pertinaz canción del deseo humano nunca cumplido de ser sencillamente felices y “armonizar” siquiera en la intimidad nuestras ganas con ingenuos balbuceos decorados con letra y música de composición propia. Y a la lírica y a la prosa y al arte acudimos cuando ya nada de lo que nos rodea nos sirve de nada o de casi nada o de muy poco para que no tengamos que decir cada uno de nosotros: “¡me siento triste!”
Lo único que ocurre en contrario es casi siempre debido a nuestra condición social gregaria de querer ir siempre a caballo del Babieca desbocado y no del Rocinante de paso lento y sabio. Y aquí viene, entonces, una vez más, por las encrucijadas del tiempo y los lugares, la canción, y su símbolo, del Caballero de la Triste Figura, por ejemplo. Con su sinfonía pastoral, regalada a unos pastores de cabras que apacentando sus rebaños estaban y con los que había compartido mesa y mantel de buen queso y vino manchegos ( 1ª Parte del “Quijote”, cap. XI ). Dice así:
“Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron el nombre de dorados; y no porque en ellos el oro ( que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima ) se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de TUYO y MÍO. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie le era necesario para alcanzar ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto…En las quiebras de las peñas y en el hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquier mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz, entonces, todo amistad, todo concordia: aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir y visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre, que ella, sin forzarla, ofrecía por todas las partes de su fértil y espacioso seno lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían ¡ Entonces sí que andaban las simples y hermosas zagalejas de valle en valle y de otero en otero en trenza y en cabello, sin más vestidos que aquellos que eran menester para cubrir honestamente lo que la honestidad quiere. Y no eran sus adornos de los que ahora se usan y la por tantos modos encarecida seda, sino de algunas hojas de verdes lampazos y hiedra entretejidas…No había la fraude, el engaño ni la malicia mezclados con la verdad y la llaneza. La justicia se estaba en sus propios términos sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interés, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje aún no se había sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había qué juzgar ni quien fuese juzgado.”
Y aquí dejo la cita y la “lírica” de Don Quijote y para lo que les pueda valer, no sin antes referirles que, cuando el Caballero terminó su entusiasmada arenga, se topó a todos los cabreros profundamente dormidos en la sonora siesta de una pesada digestión de vino, quebrantos y tocino. Aquí lo dejo, digo, pero sería bueno que usted y yo siguiésemos interpretando en el cuarto de baño, por lo menos y diariamente, los inservibles estribillos que siempre han elogiado tanto la hoja de parra como lo imprescindible…

Mourille Feijoo, Enrique
Mourille Feijoo, Enrique


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