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D.Enrique y D.Eugenio, vidas ejemplares

lunes, 17 de octubre de 2011
Cuando éramos chavales-hace cincuenta años-los alumnos del seminario de Mondoñedo disfrutábamos de unos libritos, que se llamaban “Vidas ejemplares”, que nos emocionaban por la capacidad de lucha y sufrimiento de sus protagonistas, generalmente santos, y que a su vez nos enseñaban como se forjan los hombres. Sin duda, el Seminario fue nuestro mejor yunque gracias a que allí impartían docencia hombres de la talla de D. Enrique Cal Pardo o D. Eugenio García Amor entre otros.

Viene esto a colación porque, como ya saben ustedes, el Sr. Obispo de Mondoñedo-El Ferrol tuvo la feliz idea de proponer a Su Santidad el nombramiento de estas dos figuras señeras de nuestra Diócesis como prelados y, refrendada la propuesta, fue recibida con gran alegría por los fieles cristianos. Alegría que comparto por la justicia, la valoración del mérito y el personal cariño que siento por ambos.

Realizar aquí una semblanza de cada uno de ellos requiere una exhaustiva información de la que carezco porque, entre otras razones, esas cosas acostumbro a dejarlas en manos de sus biógrafos. Yo escribo desde el corazón, el hogar donde debe reinar la verdad, la gratitud, la admiración, el respeto, la mejor consideración…Y les confieso a ustedes que soy muy crítico y enemigo de tantas loas hacia las personas porque ellos me enseñaron el peligro de los aplausos. Soy crítico, cuando no iconoclasta, y no me duelen prendas en desmitificar personajes como bien pudo comprobar D. Enrique en mi última visita de este verano. Digo lo que pienso y es por ello que deseo -nobleza y gratitud no obligan porque se hace gustosamente- dar testimonio sincero de la enorme valía de ambos sacerdotes.

Cuando, un niño, llegué al Seminario, mi madre, parienta lejana de D. Enrique, le pidió que me cuidara en todo lo que fuese preciso. Sin duda, yo era su “enchufado” como me decían los mayores. Y lo cierto es que cada poco tiempo D. Enrique me llamaba y se preocupaba por mí. Ya entonces D. Enrique era una autoridad como profesor de Teología- así se lo reconoció a una amiga mía el cardenal Rouco Varela- y anteriormente había sido rector del Seminario Mayor.

Mientras tanto, el que esto suscribe, disfrutaba, en el Menor, de la exquisita sensibilidad de D. Eugenio que nos enseñaba Perceptiva literaria y nos mostraba el camino de la escritura con la misma pasión con que ensayaba los coros. Siempre cuento como nos explicaba como las curvas subían por la montaña “serpenteando”. Lo que D. Eugenio no nos dijo era el peaje que supone ser escritor comprometido con la vida, quizás para evitar a sus niños el posterior sufrimiento. Hay personas que crean escuela.

Eso era, repito, hace cincuenta años. Mis quince años con mi marcha del seminario supusieron un cambio radical: unas clases donde se aprendía más lo malo que lo bueno, unos vicios a los que nos entregábamos con frenesí…una vida de ciudadano joven, más pendiente de vivir nuevas experiencias que de seguir los pasos de aquellos “sabios que en el mundo han sido”. Sin embargo, ellos estaban siempre ahí, en la memoria, en el subconsciente…porque, igual que los sacramentos, el seminario imprime carácter.

Y los hombres como ellos dejan su huella -también la dejaron otros, especialmente “San” Jaime Cabot- ¿Habrá pensado alguien en su beatificación?-.

Seguí en contacto con ellos de un modo distinto. D. Eugenio iba a Viveiro dirigiendo el Orfeón Mindoniense y allí estaba yo esperando que terminara la actuación para disfrutar de su amistad y su sabiduría. También seguía todo lo que hacía, ya fuese en las distintas parroquias como sus escritos, y siempre me sentí orgulloso de haberlo disfrutado como profesor. La cultura, la sobriedad y la profundidad de sus conocimientos concuerdan a la perfección con la humildad que siempre le ha adornado.

El caso de D. Enrique es mucho más allegado: rara era la vez que iba a Viveiro y no visitaba a mi madre. Siempre practicó la caridad de visitar a los enfermos como mis padres ya ancianos; siempre acudió a casarnos a muchos de mis familiares, incluyéndonos a mi esposa y yo mismo; siempre nos acompañó también en el dolor asistiendo a los funerales de la familia para convertirse de hecho en ese familiar cercano que en realidad no es. Hasta bendijo mi casa. Siempre estuvo ahí y siguió mis pasos, mis tumbos-también he de agradecerle su discreción- se interesó por todo cuanto podía hacer o escribir y, por supuesto, allí está él, fiel, para aconsejar con la suavidad y la ternura de un abuelo.

No voy aquí a recordar a nadie la cantidad de libros que ha publicado teniendo como fuente el archivo catedralicio-también es el archivero-ni otros como la presencia de los templarios en la isla de la Colleira. Don Enrique es un erudito que jamás cuenta que estuvo propuesto para el premio “Menéndez Pelayo”. Él es así de humilde. Siempre restando importancia a cuantos méritos puedan adornarlo.

En un mundo de tanto hedonista, narciso y ególatra no estaría de más situar a nuestros flamantes prelados en el pedestal del que con tanta modestia huyen para enseñarnos los verdaderos valores del Hombre.

En nuestro corazón-uso el plural porque somos muchos, incluido D. Pepe, el discípulo amado, los que pensamos así- queda la semilla de la verdad, de ese cristianismo que habla de caridad.

Queda la paz espiritual que nos reconforta con su presencia, queda la esencia de la filosofía vital, queda su magisterio… y sólo le pido a Dios que jamás abandone tan hermosos principios como los que estos Maestros nos han legado. Vaya pues aquí mi felicitación más sincera, que hago extensiva al Sr. Obispo por haber acertado con su propuesta, y sirvan estas palabras, no ya para el aplauso que rehúyen, al menos para agradecerles tantas y tan hermosas lecciones.
Gracias, Monseñores.
Timiraos, Ricardo
Timiraos, Ricardo


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