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Tratado constitucional europeo, estado y legitimidad

viernes, 19 de agosto de 2011
En este artículo nos centramos en tres aspectos de especial relevancia y debate para la Ciencia Política, pero que han pasado casi desapercibidos en el debate público y ciudadano del proceso de elaboración del Tratado por el que se establece una Constitución para Europa. En primer lugar trataremos de responder a la pregunta de si puede existir una Constitución Europea sin que exista un Estado en sentido clásico. En segundo lugar, ahondaremos en el debate en torno a si se trata de una Constitución o un Tratado Internacional y, concluiremos, con unos comentarios sobre la legitimidad del proceso de reforma de la Unión Europea vinculadas a las dos anteriores.

Desde la perspectiva politológica el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa supone, o debería haber supuesto, la culminación de un proceso de construcción política. Como sucede con frecuencia en otros modelos históricos, el proceso político europeo se encuentra lleno de peculiaridades específicas que lo hacen diferente, y que al mismo tiempo determinan su devenir. Con las reflexiones sobre tres conceptos claves de la Ciencia Política que siguen: Tratado Constitucional, Estado y Legitimidad, pretendemos poner de manifiesto algo de claridad en el debate sobre los factores que han hecho que el Tratado por el que se pretende, o se pretendía, establecer una Constitución Europea, no haya estado acompañado de todo el entusiasmo esperado de la ciudadanía, a pesar de que mayoritariamente no se esté en contra del proceso de construcción europea que el documento político recoge.

No resulta fácil determinar si el Tratado en cuestión es una Constitución en sentido estricto, al menos si nos atenemos a los aspectos que a lo largo de la historia de la teoría política y constitucional han definido desde una perspectiva científica el concepto de Constitución. Las definiciones clásicas de la Ciencia Política del concepto de Constitución, nos permiten en cierto sentido responder a las dos preguntas claves que hemos planteado. Y seguramente, a voz de pronto, nos veríamos obligados a responder en ambos casos que no. Que no es posible que exista una Constitución sino existe Estado y, además, que no se trata de una Constitución en sentido estricto. Esa es la respuesta si partimos de las definiciones clásicas aceptadas por la comunidad científica internacional. Así pues, y como el lector habrá percibido, todo depende de la definición que establezcamos como punto de partida del concepto de Constitución. Como ocurre siempre en ciencias sociales los conceptos y su definición como punto de partida, son determinantes en las conclusiones que se alcanzan.

Pero la Ciencia Política no puede ser una disciplina cerrada en la que los conceptos y las ideas permanezcan invariables y estáticos. Thomas S. Kuhun lo reflejaba de forma magistral en su libro “La Estructura de las Revoluciones Científicas”, al afirmar que la Ciencia evoluciona porque los paradigmas, también denominadas verdades científicas, son sustituidos por otros que pasan a ser nuevas verdades. Para hacerlo más comprensible, hasta mediados del siglo XVI constituía una paradigma o verdad científica que el planeta tierra era el centro del universo y que los demás planetas giraban a su alrededor, sin embargo, la investigación y el desarrollo científico permitió a Nicolás Copérnico en 1543 formular la teoría heliocéntrica; y, desde entonces, se introdujo un nuevo paradigma que sustituía al viejo: que los planetas giran alrededor del sol, lo que pasó a constituir una nueva verdad científica.

Aunque contestábamos a la pregunta clave que hacíamos al inicio de este artículo con una negativa, trataremos de demostrar y de responder de forma afirmativa, siempre y cuando redefinamos el concepto y lo actualicemos a la realidad política de la Europa del siglo XXI. Es decir, cuando sustituyamos los viejos paradigmas por unos nuevos, adaptados a las circunstancias jurídico-políticas del momento.

¿Estado o Unión de Estados?

La noción de constitucionalismo divulgada en Europa a partir del siglo XVII y en Norteamérica del siglo XVIII, era taxativa al sostener que se trataba del mecanismo a partir del cual se instituía y se fundaba una Estado, que se apoyaba en un Estatuto jurídico que regulaba la vida política de ese territorio. Se trataba, por tanto, de un documento que creaba el Estado, que daba unidad y ordenación al territorio, y que estaba fundamentado en la unidad política de un pueblo. De acuerdo con estos principios y, como sostuvimos, no podemos hablar en sentido estricto de Constitución Europea, puesto que no está claro que de paso a una nueva entidad estatal que regule la actividad política de un pueblo.

En el siglo XXI la realidad política internacional, la tendencia a la globalización y a la construcción de nuevas entidades supranacionales, no sólo en Europa, sino prácticamente en todos los hemisferios, nos obliga a la actualización de los conceptos de Estado y Constitución. Respecto al primero se han escrito ya ríos de tinta pretendiendo divulgar desde algunas posiciones politológicas que el Estado se encuentra en crisis, que ya no puede cumplir sus funciones clásicas, o que su cometido está siendo sustituido por nuevas entidades supranacionales.

Entendemos que el Estado en ningún caso está en crisis, sino en proceso de transformación y adaptación a la nueva realidad internacional, del mismo modo que estaba la entidad territorial existente cuando John Locke comenzó a generalizar el concepto de constitucionalismo a partir de la revolución gloriosa inglesa. Si partimos de este principio y de que es posible redefinir el concepto de Estado para actualizarlo a la nueva realidad política europea, podremos responder afirmativamente a la primera pregunta que nos hacíamos al inicio de este artículo. Si es posible que exista una Constitución sin Estado, siempre y cuando no nos atengamos a los conceptos clásicos, y los adaptamos a la nueva realidad política.

Lo cierto es que los politólogos, los constitucionalistas y los juristas tienen dificultades para catalogar la entidad jurídico-política que nacería en el caso de que el texto fuese ratificado por los estados miembros. ¿Se trata de una Alianza, de una entidad supraestatal con soberanía, de un Estado en el sentido clásico o de una unión de estados soberanos? La Unión Europea no es un Estado, ni lo sería en el caso de que los estados ratificaran el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa, ya que ésta no daría origen a una nueva entidad jurídico-política que podamos definir en sentido estricto como Estado. Se trataría de una unión de estados soberanos dispuestos a ceder una parte de su soberanía, pero sólo una parte. Al igual que tradicionalmente ha sucedido con los estados, la Unión Europea podría ser en todo caso la organización política a través de la que se estructurarían las relaciones entre los individuos, y entre estos y los centros de poder; pero, además, y esto es lo novedoso, y quizás lo que impide definir el texto como Constitución en sentido clásico, estructuraría las relaciones entre los estados miembros.

Es pues preciso considerar la Unión Europea como una entidad supraestatal que asume funciones tradicionales de los estados y que, por tanto, en algún modo es una nueva forma de entidad estatal. Si así lo consideramos podemos hablar de texto constitucional europeo en sentido clásico, puesto que respondería a la definición tradicionalmente aceptada por la comunidad científica: sistema de normas supremas que conforman una unidad jurídica del ordenamiento político y que cumplen las funciones de seguridad, justicia y legitimidad, a través de la que se reflejan la mentalidad de un pueblo y la cultura de una época.

¿Tratado Internacional o Constitución?

Resuelto el primer dilema que planteábamos y que nos permite responder afirmativamente la pregunta, una vez redefinidos los conceptos, de si es posible que exista Constitución sin Estado, nos adentramos en un nuevo dilema de no menor calado para la Ciencia Política: ¿Nos encontramos ante un Tratado Internacional o ante una Constitución? No existe consenso entre la doctrina para responder a esta cuestión, fundamentalmente por la carencia de legitimidad derivada del proceso de elaboración del texto, pero trataremos de encontrar un punto de acuerdo que respete los paradigmas científicos.

Las posiciones fundamentales que niegan que se trate de un texto constitucional, se refieren a que toda constitución es un elemento legitimador del estado moderno, muy relacionado con el debate que acabamos de cerrar, que debe ser respaldado por el pueblo de un territorio. En el caso que nos ocupa no lo es, se fundamenta entre la doctrina, porque al menos diez estados no van a someter a referéndum el texto, y en aquellos en los que ha sido y va a ser sometido, se trata de un referéndum consultivo y no vinculante. Así pues, desde el plano politológico el Tratado constitucional adolece de falta de legitimidad, incluso en el caso de que todos los estados miembros lo ratificasen.

Otros justifican la falta de legitimidad del texto no ya en el proceso de ratificación, sino en la propia Convención que redactó el Tratado que establece una Constitución para Europa, sosteniendo que adolece de falta de legitimidad democrática puesto que sus integrantes no han sido elegidos por medios democráticos, sino producto de designaciones políticas de los gobiernos estatales. Y otros se refieren a que no es una Constitución, sino un Tratado entre estados por el que se pretenden dotar así mismos de un texto constitucional, puesto que no se han seguido los pasos tradicionales de cualquier proceso constituyente legítimo, esto es, su formulación a través de una asamblea constituyente.

Aun pudiendo coincidir con estos postulados, puesto que en sentido estricto y clásico desde la Ciencia Política es innegable cierta falta de legitimidad democrática, no es menos cierto que la realidad política de la Europa del siglo XXI y la adaptación de los conceptos politológicos a esta realidad, si permiten hablar de texto constitucional europeo. Es más, sostenemos y defendemos, sin que ello genere contradicción con lo expuesto por quien pretende negar el carácter de Constitución, que si es posible hablar de Constitución Europea desde el momento en que ésta sea ratificada por los estados miembros. Hasta ese momento, el de la ratificación, sólo es posible hablar de Tratado Internacional entre estados libres, pero una vez que este Tratado haya sido ratificado por los Estados, pasaría a ser una Constitución en sentido estricto.

Otra cosa es que el mecanismo de aprobación adolezca de legitimidad democrática plena, o que otros textos constitucionales hayan sido aprobados por mecanismos políticos de mayor rango democrático. Pero este último aspecto, no empece que podamos hablar de Constitución Europea.

La legitimidad, o su falta, en los procesos políticos

Una vez más, y como sucede con frecuencia en los debates de Ciencia Política sobre instituciones europeas, se llega a la cuestión del grado de legitimidad de los procesos, de las instituciones y de los textos europeos. Desde los inicios de la construcción europea se ha argumentado con frecuencia que el “déficit democrático” ha sido el causante de los bajos porcentajes de aceptación del proyecto europeo y de la lejanía con la que los europeos perciben los procesos y las instituciones.

Estos argumentos son aplicables a todo el proceso de construcción europea desde sus orígenes hasta nuestros días, y lo cierto es que se trata a nuestro entender de un asunto muy relevante para la supervivencia del propio proyecto de una verdadera entidad estatal supranacional europea. La legitimidad de los procesos políticos, de las instituciones y de las normas que las regulan, es determinante para garantizar la aceptación y la participación de los ciudadanos en las mismas. Nos sorprende que siendo este un axioma comúnmente aceptado, central en la actuación política de las sociedades democráticas, hayamos establecido desde los orígenes de la comunidad europea mecanismos, procesos y procedimientos de actuación política, no concordantes con el principio político señalado.

Desde sus orígenes hasta finales de la década de los años setenta, la legitimidad de las instituciones europeas venía dada por la legitimidad de los parlamentos nacionales que eran quienes ratificaban los Tratados y dotaban de legitimidad democrática los actos políticos supranacionales. Desde entonces se han hecho esfuerzos por democratizar y legitimar los procesos políticos europeos, especialmente desde junio de 1979, fecha en la que se elige por primera vez un Parlamento Europeo electo, que sustituía a la vieja Asamblea Parlamentaria consultiva, integrada por representantes de los parlamentos nacionales de los estados miembros. El Tratado de Maastricht de 1992 introducía en el ámbito competencial del Parlamento Europeo el procedimiento legislativo de la codecisión en determinadas materias, que le permitía legislar en igualdad de condiciones con el Consejo Europeo y poder hacer uso de la capacidad de veto. El Tratado de Ámsterdam de 1997 fortaleció un poco más los poderes del Parlamento al ampliar las materias de codecisión2 y simplificar los procesos de decisión, incrementando al mismo tiempo el poder de control político del Parlamento Europeo, al concederle la potestad de dar su aprobación a la elección del poder ejecutivo comunitario: el Presidente de la Comisión Europea. Por último, el Tratado de Niza de 2001 concedió nuevas prerrogativas a la Cámara europea, otorgándole el derecho de recurso ante el Tribunal de Justicia, como medio de control de la legalidad de los actos y de las decisiones que emanan de las instituciones europeas.

Los esfuerzos por dotar de mayor legitimidad democrática las instituciones y los procesos políticos europeos, han sido a todas luces insuficientes. Sin duda el Parlamento Europeo debe y puede contribuir a fortalecer la legitimidad democrática y la lejanía que los ciudadanos perciben en las instituciones europeas. La legitimidad democrática, simplificando, siempre precisa más democracia y ésta se alcanza cuando los ciudadanos sienten que las instituciones que les representan y que les gobiernan son fruto de la voluntad expresada por todos los ciudadanos de forma libre y directa, y con información clara, sencilla y cercana.
Entre otras cosas debemos: avanzar hacia una legislación electoral única; promulgar un estatuto de los partidos políticos europeos y de Europa; elección directa del Presidente de la Comisión Europea; convertir al Parlamento Europeo en un verdadero poder legislativo; simplificar los procesos y hacerlos más accesible a los ciudadanos y, en la misma línea, hacer visibles y perceptibles a los ciudadanos, quizás a través de la descentralización, las instituciones europeas.

Sin duda el Parlamento debe ser llamado a liderar el proceso de incremento de la legitimidad democrática de las instituciones y los procesos europeos, no sólo por ser el órgano de representación de una ficticia soberanía europea, sino porque su naturaleza electa dota por si sola de legitimidad democrática las decisiones que de ella emanan.

El proceso de ratificación del Tratado por el que se establece una Constitución para Europa ha sido sin duda un ejemplo paradigmático de carencia de legitimidad de los procesos y las instituciones europeas. No nos referimos a la Convención Europea específicamente, ni a ningún acto en particular, sino a todo un proceso de formación de decisiones políticas de gran relevancia, en la que la inmensa mayoría de los ciudadanos europeos no eran conscientes de que se estaba produciendo. Un ejemplo comparado sencillo, pero suficientemente elocuente, es el siguiente: mientras la Convención Constitucional estadounidense del siglo XVIII, a pesar de la irrelevancia de los medios de comunicación, constituyó un elemento esencial de legitimidad del proceso político en curso, y los ciudadanos percibieron que la Convención era un elemento político importante en sus vidas, de relevancia para su futuro, que otorgaba a cada individuo unos derechos inviolables que le daban seguridad, y al mismo tiempo generaba orgullo de pertenecer a una nación-estado; la Convención Europea no se percibió como un momento político de especial relevancia, ni incluso entre aquellos que eran conscientes que esta asamblea constitucional no electa estaba reunida para redactar un proyecto constitucional que determinaría el futuro de la Unión Europea.

Los argumentos sobre las indefiniciones conceptuales expuestas en este ensayo son una muestra más de porqué existe esa percepción entre la ciudadanía europea sobre la carencia de legitimidad democrática de los procesos establecidos. Pero nos permiten al mismo tiempo entender parte de los problemas de comunicación y transmisión de la actuación jurídico-política que se lleva a cabo, así como hacer patente la lejanía que siente el ciudadano europeo respecto a todo el entramado institucional continental.

Nos hemos referido sólo a tres aspectos conceptuales de la Ciencia Política que contribuyen, en alguna medida, a explicar las deficiencias de planteamiento que el proceso de construcción de la Unión Europea pone de manifiesto, en cada uno de los pasos que da. Esas deficiencias son relevantes en tanto que afectan a la legitimidad democrática de las decisiones que se adoptan, especialmente si atendemos a la percepción y aprobación de los ciudadanos europeos de las mismas. Corresponde a los estados y a las instituciones adoptar las políticas, los medios y los métodos adecuados para que los ciudadanos perciban las instituciones y las decisiones que de ellas emanan, como una autoridad con legitimidad, para lo que la proximidad y la claridad, aunque resulte paradójico, son elementos esenciales.
de Kostka Fernández Fernández, Estanislao
de Kostka Fernández Fernández, Estanislao


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