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Bagatelas que no lo son tanto, digo yo

miércoles, 08 de septiembre de 2010
Lo sabemos muy bien. Lo que nos distingue a los hombres y mujeres del resto de los seres de la creación es la capacidad que todos tenemos de remontarnos sobre nuestra propia suerte, sobre nuestras propias limitaciones y sobre la propia realidad personal o social y elevarnos sobre la materia, alcanzando, si nos lo proponemos, metas y realidades más satisfactorias e ilusionantes que las que, a veces, nos depara la propia circunstancia. Para evolucionar, para “ re-volucionar”, para nuestra pequeñas o grandes catarsis, que también.
Y es maravilloso constatar que el ser humano, a través de su inteligencia, puede dominar casi todos los aspectos y ámbitos de la creación, incluso dominar a los demás - ¡uy! - que eso también y ya no es tan maravilloso. Y todo ello es lo que llamamos progreso, que…¡ bendito progreso! Y a Dios gracias.
De todos modos, a veces y de cuando en cuando, nuestras propias creaciones y conquistas, nos sueltan tales zarpazos, que nos hacen pensar que, tal vez hayamos olvidado algo fundamental que seguramente debiera haber sido. Por ejemplo, que el verdadero progreso humano consiste precisamente en darle sentido al propio progreso.
A este respecto es muy interesante y esclarecedora aquello que ustedes pueden haber leído en esa que se llama La Biblia, por ejemplo.
En ella, el que perdió la cabeza por la reina de Saba, quién no, pero que antes había solicitado de sus dioses -Yavhé- lo que Prometeo había robado, Salomón, digo, atribuye la verdadera sabiduría, no a la simple capacidad mental del ser humano, sino al Espíritu de Dios -algo que el presocrático Heráclito llamaba El Logos Universal -lógicamente- “unido a” y “presente en” cada hombre. Dice, como si nada, que es esa sabiduría de Dios la que realmente nos puede elevar a la auténtica y más profunda aspiración del hombre: la de “sentirse hijo”, hijo de ese Espiritu, y lograr así la “única felicidad” y salvación, que nadie le arrebatará (el susodicho Heráclito fundamentaba en esa Realidad Lógica el ideal ético del auténtico Cosmopolitismo y Fraternidad a la que hoy todo el mundo aspira).
La revelación ayudaría, pues, al hombre -a su inteligencia- a encontrar su verdadero ser en la entrega a Dios. Y el pensamiento auténtico no es, así, sino una “re-velación” conquistada o en todo caso ofrecida.
Es así que la única planificación y desarrollo que se le permite al hombre sería precisamente la de renunciar a todo, en función del seguimiento de esa de realidad “iluminativa” e iluminante, que también Platón llamó Ideal, el idealismo posterior Espíritu, y el evangelio neotestamentario Cristo. Y ahí es cuando, entonces, podemos entender la contundente exigencia, también de la Biblia en boca del divino “filósofo” Jesús de Nazaret: “ Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser mi discípulo mío”. Y también: “ El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo”. O sea, el que no sigue y persigue a toda costa la felicidad que sólo el Espíritu-Dios puede dar, no es muy inteligente. Y de esta inteligencia y sabiduría también el propio Jesús había dicho: “Gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y orgullosos de este mundo, y se las has revelado a la gente sencilla”…
Paradojas y realidades de la vida en sí misma. Quiere decirse que “los últimos y sencillos serían los primeros”, lo cual derivaría sustancialmente en la insospechada bienaventuranza de que en paradigma e “incorrección” sólo serán consciente y rotundamente felices “los pobres y humildes seguidores del Cristo”, pues Él es, además de lo que debe ser, el triunfo y la generalización de todo lo que “Es”: Pierre Teilhard de Chardín, , Ed. Du Seuil, Paris, 1957, pp. 148-149.
Perdón, no he dicho nada.
Mourille Feijoo, Enrique
Mourille Feijoo, Enrique


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