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De cuando Hércules mató a su profesor Lino

lunes, 22 de febrero de 2010
A mi colega santa Paloma Terrón y demás
compañeros mártires do ensino,
con admiración suprema.


Ustedes saben que en cuestión de mitos clásicos algunos nacieron ya manipulados conforme a las escondidas e interesadas intenciones politicoculturales que pretendiesen lograr las clases dominantes de la sociedad del momento. De éste hay varias versiones, fundamentalmente coincidentes, y yo les cuento una de ellas. Hércules era hijo de dioses, habido de Zeus en gustoso contubernio con la nada despreciable Alcmena, esposa del primer Anfitrión de Tebas y nieta de Perseo, el héroe que de un tajo cercenó la cabeza de Medusa, acabando así con la maravillosa sociedad matriarcal y el natural feminismo que siempre debió ser. Y no nos desviemos. El soberano del Olimpo, buen pájaro estaba hecho él, quiso otorgar al crío el don de la inmortalidad y para ello ordenó que lo acostasen al lado de Hera en un momento en que ella estuviese dormida, para que lo amamantase con su divina leche. Y hete aquí que Hércules chupaba con tanta fuerza el olímpico pezón, que Hera despertó dolorida y lo tiró al suelo con mucho enojo. Pero el retoño ya era inmortal. Se cuenta que al dejar de mamar se derramaron algunas gotas del divino y femenil líquido y éstas produjeron en el firmamento una raya blanquecina formada por infinidad de estrellas, a la que por aquella causa llamaron entonces Vía Lactea. O sea, el Camino de Santiago con indicadores de fragua antigua e intención legendaria.

Hércules, de por sí sanote, fue creciendo fuerte y no les cuento cómo iba de cachas el tío y vean ustedes de donde nos viene a nosotros la cosa: un buen día, estando en la clase de música, se le cruzaron los cables y mató a su profesor Lino, esmendrellándolle a cabeza con un vello laúd. Está comprobado que en aquel momento nació la psicología de la educación y fue también cuando los pedagogos y orientadores de la época hablaron por primera vez de los traumas de la infancia y su funesta repercusión en el comportamiento de los alumnos del siglo veitiuno. ¡Cuando pensábamos que el psicólogo de Equipo y el orientador en la escuela actual eran sólo cargos prête-à-porter!

Entonces Euristeo, algo así como el Jefe de Estudios de ahora, y por consejo de la Pitonisa de Delfos o Delegada de la Conselleiría de antes, le impuso a este punto filipino un castigo ¡ejemplar!: doce copias de nada, doce trabajos, que debía entregárselos una vez terminados. Era la primera vez, y además las cosas no estaban muy claras y no constaba nada por escrito, justificó el angélico Avestruz de aquel centro, patético en su diacrónica metonimia.. Y hete aquí que, cuando nuestro “héroe” estaba casi acabando las tareas, bueno, haciendo el trabajo número 9, se le ocurrió matar de nuevo, ahora a una profesora, llamada Hipólita, que como su nombre indica, era la encargada de impartir Educación Física, domando caballos en la Cuadra de las amazonas de un centro un poco más alejado del anterior: al joven herculino se le había antojado el mágico cinturón de la profesora ésta. Ella, que era una profesional de los pies a la cabeza y que lo conocía muy bien, se lo quiso entregar de buena grado, pero al muchachote se le debieron echar encima los malos tratos de la infancia y consiguiente trauma, y en un repente alzó su clava y le dio matarile a la tipa aquella, como también decían ya en aquella época... y Euristeo quedó encantado con el ceñidor que le regaló Hércules pensando en el talle de su hija.

Total, que el alumno éste terminó sus trabajillos, no se le enseñó ninguna nueva tarjeta -ni roja ni amarilla- por el nuevo incidente ocurrido, nunca se le oyó comentario alguno, estilo“¡ qué vidrios se me clavan en la lengua!” referido a un posible remordimiento de conciencia, fue rehabilitado por la portentosa nueva política educativa -fíjense ustedes cómo hay que hacer las cosas- y el tío fue un tipazo y un perdonavidas para el resto de su vida. De todos modos, para que constase en el protocolo que convertía lo anormal en categoría normativa de la paxis educativa del futuro, la Pitonisa de la Inspectora helénica emitió el siguiente y tranquilizador oráculo, hallado reciéntemente entre los papeles de un poeta granadino del s. XX, quien por amabilidade lingüística también escribía en galego: miñas donas, meus señores/:
aquí pasó lo de siempre.
Han muerto cuatro romanos
y cinco cartagineses.

...Y nota improcedente. Hace tiempo conocí personalmente a un excelente pedagogo que ejerciera la dirección en varios centros de enseñanza, todos ellos brillantísmos en la estadística de resultados académicos y en la estética subyugante de la moral de su alumnado. Su lema se constituía en epigrama en todo claustro de profesores que presidiese: “señores, aquí prefiero la injusticia al desorden".

Ni salgo ni entro. El subnormal este tenía muy claro que el desorden es el hermano eufémico del caos y de la anarquía, caldo en el que la Hidra de Lerna metamorfosea sus cien cabezas en las mil y una injusticias que irremediablemente siempre se zampan -así y ahora- a cuantos en su odisea diaria se le enfrentan o no reculan, sean éstos educandos o educadores.
Mourille Feijoo, Enrique
Mourille Feijoo, Enrique


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