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Viaje al centro del corazón

domingo, 04 de marzo de 2018
Todo sucede en el templo, espacio habilitado por Dios para el encuentro con su pueblo, lugar para la memoria de las obras de Dios, para la fiesta de pertenecer al pueblo de la alianza con Dios, y convertido por la codicia en cueva de ladrones.

Hoy necesito preguntar qué sucede en ese lugar destinado al encuentro con Dios que es mi corazón.

Tal vez en la relación con Dios me haya conformado con prestar atención a lo mandado, a lo que se ha de cumplir, a la letra de la ley.

Tal vez me haya esforzado en hacerme acreedor de Dios, en hacer ostentación de religiosidad, dígase en presumir de oraciones, de ayunos, de limosnas, de diezmos y primicias.

Tal vez sea de los que Jesús expulsaría del templo a latigazos, porque de todo hago allí menos confesar que el Señor es nuestro Dios, que él es nuestro redentor, que él nos sacó de la esclavitud, que en escucharle a él está la fuente de la vida.

Si alguien nos pregunta por nuestra fe, solemos identificarnos por lo que hacemos, no por lo que somos; la respuesta la buscamos fuera de nosotros mismos, y nos fijamos en doctrinas o dogmas que creemos, en ritos que practicamos, en normas que aceptamos, es decir, señalamos aspectos externos de nuestra religiosidad y olvidamos lo que sucede en nuestro corazón.

Vuelve, Iglesia de Cristo, vuelve hacia dentro la mirada y busca dentro de ti la respuesta a la pregunta sobre tu fe.

Entonces dirás: Creo en el Señor que me hizo pasar de la esclavitud a la libertad, de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida, del luto a la fiesta. Creo que el Señor me dio su ley, me dio su palabra, me dio a su Hijo. Creo que en ese Hijo el Señor me reveló los secretos de su poder y de su sabiduría.

La ley que el Señor nos dio, ahonda sus raíces en su designio de salvación, nace del corazón de Dios, nace de la pasión de Dios por su pueblo.

Porque nos amó, nos dio una ley de libertad, una ley perfecta que es descanso del alma, una norma que da luz a los ojos, un mandato que alegra el corazón.
Porque nos amó, nos entregó a su Hijo único, para que todo el que cree en él tenga vida eterna.

Lo que la fe recuerda y celebra es la historia de un amor que todo nos lo ha dado.

Si se pierde o se corrompe la fe, entonces la escucha de la palabra de Dios, la memoria de sus maravillas, la confesión de su misericordia, será suplantada por sucedáneos de religiosidad.

El amor creyente reclama la totalidad del ser. La religiosidad substitutiva se aviene a que demos a Dios algo de lo que nos sobra y nos quedemos con la vida, olvidando que, quien se la queda, la pierde, y que quien la pierde por Dios, la gana.

Tanto amó Dios al mundo que nos dio a su Unigénito, y en dárnoslo, ha pronunciado sobre nuestra vida la Palabra que encierra todas las palabras y que a todas les da cumplimiento.

Una vez dicha esa Palabra, la relación del hombre con Dios acontece sólo en la escucha filial; esa relación no conlleva temores ancestrales sino amores definitivos, no reclama piedades orgullosas sino obediencia confiada.
Tanto amó Dios al mundo que ya sólo lo podremos honrar con el amor.

Entra en tu corazón, y busca allí al que amas: Busca allí a Dios y a los pobres.
Feliz domingo.

(Fr. Santiago Agrelo es Arzobispo de Tánger)
Agrelo, Santiago
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