Siempre nos quedará la hermosura del ayer, de los tiempos idos que sembraron de afectos el fondo del alma y que todavía perduran en el recuerdo. La dulzura de los campos al atardecer, los campesinos, el río, las brumas lejanas...
Mirando a las montañas, algunas con las cumbres nevadas, todo parecía lejano y misterioso. Era el comienzo de la vida, de empezar a tener consciencia de las cosas y, en la soledad infantil, la imaginación trataba de hallar respuesta a todo. Era un mundo que empezaba y terminaba en las montañas, en los campos y en el cielo, y todo cuanto oía o leía lo enmarcaba allí inventando lugares y paisajes a imagen y semejanza de todo lo que había visto hasta entonces.
La infancia pasaba, inadvertida quizás, pero iba dejando un perfume indeleble de campos, brumas, ternura y afecto, un nostálgico perfume que luego perduraría en el recuerdo indefinidamente con el deseo a veces de retornar a aquellos años.
En el frondoso y lejano paisaje de Poniente varias casas cubiertas de pizarra brillaban al sol, se veían palmeras delante de una casa señorial y, en la distancia, todo parecía más grandioso de lo que realmente era. Aquel paisaje y lo que contaba mi abuelo de su juventud en aquel barrio lejano, famoso por el salón de baile y las comparsas del carnaval, me tenían fascinado; algún día iría allí cuando fuese mayor y ese viaje sería más importante que ir a Venecia, a las Américas o a los Mares del Sur.
Años más tarde, cuando fui a aquellos lugares por primera vez, me encontré con un barrio que nada tenía que ver con lo que yo me había imaginado en mis fantasías. La infancia había sido mitad verdad y mitad fantasía pero al final ambas cosas se hacen reales en el recuerdo.
