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Autocronología Cívica

viernes, 05 de enero de 2018
Nací en 1941, el último año de gobierno del radical Pedro Aguirre Cerda. Mis padres se casaron en 1938, recién electo el Presidente del Frente Popular. Mi padre era un republicano español, gallego para mayor abundamiento, agnóstico y come-frailes. Mi madre, católica militante, de familia conservadora y pechoña. Don Tinto, como se apodaba al mandatario Aguirre Cerda, falleció en noviembre de 1941. Le sucedió su correligionario, Juan Antonio Ríos, que no alcanzó a cumplir el mandato, víctima de una enfermedad terminal, en junio de 1946.

Mi padre tuvo un fiel amigo, Severo Valderrama, a la sazón, subdirector de Ferrocarriles del Estado (cuando en Chile había trenes y líneas férreas por las que discurrían) radical, masón y bombero, como se definía por aquellos tiempos a esos ciudadanos adheridos al laicismo, que crearon en Chile un singular estilo de convivencia democrática, simbolizado quizá por los famosos “clubes radicales”, desperdigados de Arica a Magallanes, centros sociales donde se conversaba, comía y bebía bien, por poco dinero. Pues si existe una democracia auténtica, ésta se vive en la fraternidad irrenunciable de los bares. Don Severo hizo todo lo posible por atraer a nuestro progenitor a las filas de la masonería, lo que no consiguió. El gallego le decía, apelando a la irónica retranca de la estirpe: -“Severo, ustedes no pueden calificarse entre pares como ‘correligionarios’, porque eso significa, etimológicamente, el que comparte la religión, y ustedes se declaran no religiosos por esencia”…

En septiembre del 46, tras convocatoria de nuevas elecciones, Gabriel González Videla obtuvo un estrecho triunfo en las urnas, como el último de los presidentes radicales, de triste memoria para los demócratas y revolucionarios de este país de suyo conservador, prurito que suele afectar, a lo largo de la historia republicana, a casi todas las agrupaciones políticas, incluyendo, por supuesto, al Partido Comunista.

González Videla, bajo la presión del Departamento de Estado de los amos del Norte, rompió con su aliado electoral, el PC, cuya coalición le llevara al poder, promulgando la infame “Ley de Defensa de la Democracia”, llamada “ley maldita”, el 3 de septiembre de 1948.

En casa se comentaba, con una especie de temeroso sigilo, la persecución al poeta y senador de la República, Pablo Neruda. Yo tenía siete años -por supuesto que no había leído a Platón-, así es que no entendía bien aquella inquina del poder en contra de un gestor activo de la poiesis, más aún cuando mi abuela Fresia, conservadora a ultranza, manifestaba: -“Algo habrá hecho el tal Neruda, que lo buscan… Estos poetas son todos anarquistas y ateos”. Para más remate, Pablo había oficiado de generalísimo de la campaña de González Videla.

En 1949 se promulgó en Chile la ley que consagraba el voto femenino, incluyendo las elecciones parlamentarias y presidenciales, porque desde 1934 las mujeres podían sufragar solo en los comicios municipales. Cabe señalar que ambas leyes, la del 34 y la del 49, contaron con la férrea oposición de la Derecha de entonces, tradicionalmente “cavernaria”, como lo señalara hace poco Mario Vargas Llosa. Lo mismo ha ocurrido con las leyes de educación primaria obligatoria y con cualquier otro tipo de legislación inclusiva. Los carcamales siempre concluyen que: “la sociedad no está todavía preparada para tales transformaciones”. Así con las reformas tributaria, educacional, de la ley civil, del aborto, etc. Para el momiaje criollo, todos son menores de edad, salvo sus adláteres y paniaguados; las mujeres, incluyendo las propias, seres de segunda clase, incapaces de escoger su destino.

Por primera vez, las féminas sufragaron en la elección de Carlos Ibáñez del Campo, ex dictador (1927-1931), que asumió la primera magistratura de la nación en octubre de 1952. A mis once años, escuché decir a los demócratas de mi familia (no eran mayoritarios, ni lo son hoy en día) que era imposible el triunfo en las urnas de ese milico ramplón, responsable de crímenes de lesa humanidad, como los asesinatos de homosexuales por agentes del Estado.

Se equivocaron los demócratas y el “caballo” Ibáñez resultó vencedor con más del 47% de los sufragios, por sobre Arturo Matte (conservador) y Pedro Enrique Alfonso (radical)… La desmemoria del pueblo chileno era, es y seguirá siendo, proverbial.

Recuerdo haber repartido volantes, del candidato radical Pedro Enrique Alfonso, casa por casa, entre las calles Macul y Exequiel Fernández. Doña Rosa Montero de Olavarría, me acusó con mi madre de ser utilizado para hacer proselitismo político en favor de los masones.

En 1958, a los diecisiete años, me incorporé a las filas de la juventud demócrata cristiana, entonces bajo el sospechoso nombre de “Falange”, en La Cisterna, como vanguardia política de la “revolución en libertad”, que preconizaba Eduardo Frei Montalva, candidato a la presidencia de la república, junto al socialista Salvador Allende y al conservador Jorge Alessandri. Este último se alzó con el triunfo, con un 34% de los votos, siendo confirmado por el Congreso en octubre de ese año.

En 1964, Chile estaba sumido en una profunda crisis económica y social. La “austeridad” pequeñoburguesa, como forma de gobierno propuesta por Alessandri, se derrumbaba merced a la corrupción de varios de sus ministros, que aumentaron sus fortunas con la devaluación del peso chileno, invirtiendo oportunamente en dólares, al utilizar esa “información privilegiada” que suele ser una de las herramientas de enriquecimiento más recurridas por la Derecha, triquiñuela que ha empleado, muchas veces, el actual presidente electo, Sebastián Piñera Echenique, desde sus conocidas trapacerías con las tarjetas de crédito, cuando le birló aquel suculento negocios, bajo sus narices, a Ricardo Claro (entre bueyes, no hay cornadas), hasta las inversiones en empresas del “enemigo” Perú.

A los veintitrés años, me sentí más identificado con Frei que con Allende. Creí en sus propuestas, como la reforma agraria y la chilenización del cobre. En octubre de 1967, luego del asesinato del Che, en Bolivia, vilmente traicionado por el aparato reaccionario de una izquierda aprovechada, me hice militante comunista y Salvador Allende fue mi referente para acceder a la presidencia de Chile y cumplir el sueño socialista que veíamos encarnado en la Revolución Cubana.

En 1968, nos conmovieron los sucesos del Mayo francés, y pareció renacer la esperanza. Orientamos nuestros esfuerzos, aún jóvenes y enérgicos, al triunfo de Salvador Allende en las urnas.

El domingo 4 de septiembre de 1970 lo conseguimos, por estrecho margen. Aún recuerdo aquella imagen que ya he narrado, en un par de crónicas anteriores: mi padre, ese viejo republicano gallego, erguido, con los brazos cruzados y la mirada fija en un punto lejano, frente a la verja de nuestra casa-quinta, en la medianoche de aquel domingo… Le tiendo los brazos, diciéndole: -“Papá, hemos ganado”. Él insinúa un gesto de rechazo y me dice: -“No hemos ganado nada, porque a partir de este momento se articulará una maquinación para impedir que Salvador Allende asuma la presidencia”…

El martes 11 de septiembre de 1973, séptimo cumpleaños de mi hija mayor, Karen, se desencadena el feroz y sanguinario golpe de Estado contra el gobierno socialista y su inédito ensayo de llevar a cabo una “revolución a la chilena”, por la vía democrática, sin derramamiento de sangre. Tengo treinta y dos años. El 13 de septiembre allanan nuestra casa, “en busca de armas”. El registro es violento, avasallador. Un libro de poemas, Hondo Sur, del poeta Altenor Guerrero, me salva de penurias mayores. El teniente, sobrino del poeta, lee la dedicatoria y la registra como providencial salvoconducto.

Mi época cívica había terminado. El calendario posterior solo me ofrecerá lamentables remedos de vida democrática y ciudadana. En cuarenta y cuatro años, el árbol del calendario ha dejado caer muchísimas hojas, vacías y mendaces.

Ayer, 17 de diciembre de 2017, los votantes chilenos han reelegido a uno de los vástagos del peor de los dictadores que hasta ahora engendrara este largo país de estrecha mollera y cortísima memoria…
Pronto cumpliré setenta y siete años.
Basta.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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