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Las abuelas

viernes, 09 de junio de 2017
Mi abuela era la rama curvada por los nacimientos,
era el rostro de la casa sentado en la cocina,
era el olor del pan y la manzana guardada,
era la mano del romero y la voz del conjuro...
Mi abuela era la pobreza de los largos inviernos
envuelta en azúcar como humilde golosina...
Efraín Barquero

Durante innumerables generaciones nuestras abuelas se constituyeron en virtuales trasmisoras de la cultura. En ellas estuvo radicada la oralidad, mucho más que en los varones, aun cuando estos se dieran maña para la exaltación de sus
héroes, mártires y paladines. Junto al fuego, en los cotidianos ritos propiciatorios del alimento, la voz de las mater familia convocó, sin artilugios guerreros ni solemnidades teogónicas, a los miembros del grupo, familia o clan, para narrar esas
historias sin tiempo que iban urdiéndose en el telar de la memoria colectiva, como gigantesco libro cuya grafía estaba hecha a partir de sones recogidos en el humo, el viento y los pentagramas de la lluvia. Allí nacieron canciones, poemas, leyendas que, en el lento devenir, se transformaron en mitos, para ofrecer a los hombres explicaciones metafóricas de sucesos que excedían su limitado raciocinio,

Dos abuelas rememoramos en el Último Reino: la abuela Fresia Ramírez
Salinas, de nombre araucano y de prosapias castellana y portuguesa, oriunda de
Nancagua, villa huasa del centro-sur de Chile –como se tiene contado-, en 1880, de familia de hacendados; la abuela Elena Rodríguez Grande, gallega lucense, nacida en A Touza, Santa María de Vilaquinte, en 1878, de origen campesino, emigrada a Buenos Aires, en 1924, con su familia de "labradores propietarios".

Ambas marcarían nuestra época de infancia y juventud, con gracejos muy distintos, pero de huellas perdurables.

Abuela Fresia hacía gala de fino humor donde campeaba la ironía, matizado con refranes y dichos populares del campo chileno, herencia castellano-andaluza, sobre todo...

A mis hermanos varones y a mí nos llamaba a menudo "adorados tormentos", lo que nos sonaba a extraña paradoja. Un día le pregunté el significado contradictorio de aquella frase y me respondió: -Cuando te enamores empezarás a entenderlo; cuando te cases, te quedará claro... Entre dichos picarescos, aforismos piadosos y adivinanzas campesinas, nos adoctrinó en los presupuestos de la fe católica, apostólica y romana, refrendados por interminables rosarios, jaculatorias y
oraciones para suplicar a esa enigmática Providencia, a menudo sorda ante los humanos requiebros, sus favores y consuelos... No obstante, el testimonio vivo de su fe era garantía de ejemplar coherencia.

Recuerdo ahora su noble rostro ornado de blancos cabellos, su mirada clara y chispeante, su voz graciosa diciéndome: -Si quieres que yo te quiera, te has de sahumar con romero, para que te salga el contagio de la que te quiso primero-.

De su castellano dulcificado por la prosodia chilena salían vibrando múltiples relatos de mujeres heroicas, bandidos y cuatreros que llenaron los campos del Chile decimonónico con leyendas fantásticas, tiernas o trágicas; entre ellas, las correrías de Ciriaco Contreras, especie de Robin Hood criollo que asolaba con sus partidas de jinetes armados las haciendas de los terratenientes para rescatar de ellas "el pan robado a los pobres", según el tácito silabario rural de entonces...

Abuela Elena supo refundar su reino campesino en las eras rumorosas de Chacra El Olivo, propiedad de ochenta hectáreas, ubicada siete kilómetros al norte de Santiago del Nuevo Extremo, donde, junto a sus tres hijas, hijos, yernos y nietos, mantuvo encendida la lumbre sagrada del lar remoto, convocando y manteniendo, sutilmente, la unidad del abigarrado clan de los García Moure, Bordalí Moure, Díaz Moure, Moure Navarrete, Moure Oportot y Moure Rojas, en torno a los sencillos ritos de la comensalía gallega. Allí aprendimos los rudimentos da nosa lingua nai, su prosodia indisolublemente ligada a los sones de la tierra, al agua, al viento, al fuego, a los pájaros, a los animales... Mujer sencilla y abnegada, poseía también rasgos de humor gallego, que solía aflorar en los rituales agrarios, en esas tareas cíclicas que nuestros antergos llamaban ceifas, como la matanza de cerdos o mata dos porcos, que constituía una de las fiestas principales y desaforado condumio en los anchos patios de Conchalí, ocasión en la que nos juntábamos una treintena de coléricos primos para jugar y cometer olímpicas falcatruadas, o fechorías, desde el alba hasta el anochecer.

En uno de esos pantagruélicos yantares, una tía chilena, melindrosa y esquiva, simulaba comer muy poco, entre bocados de equívoco disimulo. Entonces, desde la cabecera de la mesa, abuela Elena recitó: "Costureira melindrosa/ di que non come touciño,/ e come un porco enteiro/ dende o rabo ata o fuciño".

La risa animó aún más a los comensales, entregados ya por completo a los goces de Epicuro, ese larpeiro griego que no tuvo la suerte de conocer Galicia... Entre los refranes campesinos en que apoyaba su ancestral sabiduría, recuerdo uno que aplico a cierto pariente cercano, poco dado al trabajo agrícola y sí a enredos de faldas: "Labrego de moitas feiras, non atende ben as súas leiras".

Había especiales ocasiones para agradar a nuestras abuelas, como ofrenda de la tribu a sus respetables matriarcas... Aprendí de niño versos épicos chilenos para declamárselos a la abuela Fresia: "Veintiuno de mayo, aniversario hermoso/ que traes tan pronto a la memoria el hecho más brillante y más grandioso/ que recuerda en sus páginas la historia..."; estrofas arrogantes, relamidas y de dudosa estética, inspiradas en la Guerra del Pacífico, ocurrida contra Perú y Bolivia en 1879, pero vivas aún para aquellas generaciones nacidas en el último cuarto del siglo XIX... Mi torpe, pero decidido histrionismo, me hacía luego acreedor a doble ración de postres y confites.

Para mi abuela Elena, en su onomástico, yo memorizaba poemas de Rosalía o de Curros: "Adiós ríos, adiós fontes/ adiós regatos pequenos/ adiós vista dos meus ollos/ non sei cando nos veremos...", o uno de los predilectos de mi padre, joya del poeta civil de Galicia:

"Do mar pola orela mireina pasar/
na frente unha estrela, no bico un cantar..."

La abuela lloraba su morriña y metía en mi bolsillo un puñado de relucientes monedas; supe entonces que la poesía también puede servir para fines mercenarios u oportunistas... Pero la tarde invernal se llenaba de cálidas excitaciones y abría la locuacidad memoriosa de la Avoa Nai con su enxebre acento de Lugo.

Ahora me pregunto: ¿a dónde se fueron aquellas voces augurales de la estirpe con las que esas mujeres recreaban nuestro mundo, abriendo sus horizontes como mágico abanico?

Quizá retornen algún día sus ecos, en otras formas, en otros coloquios, conjugando las sílabas con ese amor que hacía renacer, desde el corazón de la familia, el fuego, el pan y la esperanza.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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