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Las tres tías gallegas

viernes, 26 de mayo de 2017
Abuela, ábrenos tus manos
de pantrigo y de lluvia de mayo
antes que amanezca
antes que partamos
en la postrera singladura del silencio.


Sentir un aroma, en cualquier lugar, asociado a un sabor y la voz de un recuerdo que lo atrapa y parece estallar en la memoria... Sí, ya lo sé, es algo que ocurre con cierta frecuencia, experimentado por tantas personas, como lo testimonia el célebre texto de Proust, al paladear un trozo de magdalena junto al sorbo de té y remontarse a sus días de juventud en Combray. Pero así somos y así se hilvana la vida que nos viene con el sesgo inconfundible de la individualidad única y particular, haciendo que los sucesos sean nuevos y novedosos, como cuando te enamoras y dices a la amada o al amado “te amo”, y vuelve a ser augural, porque hay palabras que el tiempo no logra corroer, más durables que el granito y más perennes que los mejores sueños.

Esta lluviosa tarde de mayo abro la ventana para sentir ese hálito de lluvia que tanto me gusta. Quizá la vecina del primer piso esté preparando algún guiso que lleva tocino y pimentón entre sus ingredientes, porque el viejo y exquisito olor de la panceta me sobresalta, como si hubiese visto un rostro sonriente suspendido al final de la calle, apremiándome... Me arrellano en el sillón granate, donde solía leer mi padre, mientras mi memoria abre el portón de Chacra El Olivo, en la calle Vivaceta, al norte de Santiago del Nuevo Extremo, donde aún se alza la huérfana araucaria del pozo.

Apareces tú, en el umbral, tía Naulina, llena de cálida diligencia, alerta en la vida y en los afectos, como si temieses escatimar un beso o una caricia. Y me mimas con tu acento gallego, en esa prosodia que es otro de los sabores perdidos en el País de Nunca Jamás. Me conduces a la ancha galería, donde alborotan hermanos y primos, donde está la abuela en su silla de mimbre, oficiando el rito sagrado del domingo... Esto lo he relatado antes –excúsame amigo lector- pero esta tarde trae la primicia de la remembranza, aunque los años que ya empiezan a pesarme avienten ingenuas idealizaciones de épocas pasadas.

Después de aquel yantar digno de las bodas de Camacho, nuestra excitada alegría se volcaba en la cancha de fútbol o hacia las caballerizas que nos incitaban con el aroma embriagador de los corceles.

Pero ahora veo tu rostro, en un gesto desolado y mudo, tía Naulina, porque a esa hora de nuestro jolgorio, el tío Julio, leonés rubicundo de pequeños ojillos pícaros, que lagrimeaban por el perenne pitillo entre los labios, aparecía en la glorieta, con su anticuado traje de compadrito argentino de los 30’, de camisa blanca y enorme corbata listada sobre su panza descomunal. Y callaba tu desazón, tía, porque el hombre se iba, vestido de gala, a la reunión vespertina del Club Hípico, a jugar el dinero que tú y él obtuvieran, después de áspera semana de faenas, desde la ordeña madrugadora hasta la recolección de frutas estivales. Las mujeres bien conocen aquellas aventuras inútiles en que el hombre apuesta al albur lo que no puede extraer de la sudorosa jornada. Ni una queja salía de tu boca, pero en tus bellos ojos azules, de un tono marino que no se ha vuelto a ver sobre la faz de la tierra, se posaba un prematuro e irremediable crepúsculo.

Tía Alicia, que venía después de ti en la sucesión taxativa de la edad, te miraba con sereno entendimiento, como si hubiese un secreto abrazo que las ligara en la congoja de la tarde. Entonces, ella recurría a la salvación histriónica de las palabras, a ese recurso a través del cual se derramaba su gracejo de campesina gallega, mezclando la retranca aldeana con la picardía criolla de un Chile popular que nos parecía algo cetrino y triste al lado de su espléndida alegría. La mala sombra del momento era conjurada por sus ocurrentes dichos gallegos, plenos de socarronería, con una pizca de procacidad que no se recataba ni ante la presencia canónica del tío cura.

Y qué milagros prodigabas, tía Alicia, con la escasa soldada que traía al hogar el bueno de tío Aquiles –vaya nombre inapropiado para su estampa-, modesto funcionario público, asiduo de bares y tertulias, también algo ludópata, aunque sin mayores descalabros, porque tú le controlabas con el brillante acero de tus ojos negros, para que no transgrediera ni la dieta ni el dispendio. En tus últimos días en el departamento de calle Marín, viuda, agobiada por el tiempo y la enfermedad, te dabas maña para invitarme a unos chourizos con cachelos, que tus manos de eximia cocinera hacían cantar en la sartén, como excelsa soprano del condumio. Quizá las últimas palabras tuyas que hoy escucha mi memoria, engarzadas en un gesto de desamparo, fueran: -“Qué mal sabe este caldo sin sal”-. Ahí me percaté de qué manera absurda se priva a los ancianos enfermos de la caricia del sabor, el único regalo que sobrevive a la infancia.

Tú eras la más joven de las tres, tía Elena, de alba belleza mediterránea, como si la advocación de la hermosa reina legendaria hubiera trazado en ti rasgos helénicos. Eras coqueta hasta con los niños. Lo natural en ti era esa modosidad femenina que busca encantar con leves gestos, con guiños sutiles e intuitivos ademanes. También contabas con la gracia del humor galaico que los genes peregrinos nos trajeron desde la otra orilla del mar, para que enfrentásemos la vida y la decrepitud, las pasiones y las penas, la felicidad y el desarraigo, como saben hacerlo aquellos hijos de la tierra que se derramaron por este mundo ancho y ajeno para obsequiarnos entrañables fundaciones.

Te recuerdo en la casa de Mar del Plata -rúa chilena y no balneario argentino- cuando agonizaba tu linda hija Carmiña, mi dulce prima loira, con la que aprendí a jugar al ajedrez, y que partió muy joven, traicionada por las fiebres de un corazón prematuramente estragado. Herida por el cuchillo de la pena, tía Elena, lucías la serena apostura de las viudas de Troya.

Mis tres tías gallegas, con las que hilvano en palabras un coloquio imposible y nostálgico, oficiaban en la gran cocina de Chacra El Olivo como alegres vestales de la fiesta dominical, bajo la tuición atenta de la abuela Elena. La certeza de aquellas alegrías de cada semana no se ha vuelto a cobijar en ninguna mesa, pero los aromas remotos vuelven a encantarnos, tan súbitos e inesperados como la mariposa amarilla que acaricia nuestras hojas volanderas, o como el colibrí que dibuja un nombre olvidado en el cristal de los anhelos perdidos.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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