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La democracia ilusoria

viernes, 31 de marzo de 2017
Es la que vivimos. Lo sostengo, preguntándome, a diario: ¿De qué clase de supuesta libertad democrática disfrutamos?, ¿qué podemos elegir o qué elegimos, a la postre? Desde los detalles más nimios de la vida cotidiana, todo está acotado y establecido para que carezcamos de auténticas opciones. Somos virtuales esclavos de un sistema, engranajes de una maquinaria que no nos pertenece, hostil a nuestros movimientos, intenciones y apremios más auténticos. El neoliberalismo, en su versión criolla, es el libertinaje de los tiburones sobre los pequeños peces, la compulsión de los dueños del ocio relativo sobre los enajenados por la acción permanente: el trabajo de muchos realizado sin pausa para el disfrute de una minoría expoliadora y venal, que cuando ve amenazadas sus prerrogativas y sus intereses, no trepida en recurrir a “paraísos fiscales” o a circunstanciales apoyos extranjeros, pues el internacionalismo del dinero es más potente y eficaz que el ideológico.

Por una parte, la estructura partidaria de la política nacional coarta o impide cualquier alternativa independiente que surja como posibilidad de cambio real. Así, remitiéndonos a la elección de presidente de la república, los conglomerados que administran el poder político institucional y usufructúan de sus beneficios, como si se tratase de ejercitar una “profesión liberal” con ventaja, imponen a la ciudadanía candidatos preelegidos, de probada ineficacia (Sebastián Piñera y Ricardo Lagos, por ejemplo) o postulantes de dudosa categoría para la difícil tarea de conducir el Estado (Alejandro Guillier). Tras ellos está la onerosa burocracia parlamentaria, tan desmesurada como inútil para resolver los asuntos y problemas más acuciantes de nuestra sociedad.

En el ámbito del diario vivir, la dependencia se manifiesta bajo la tutela anónima e inmisericorde de las grandes empresas, propietarias de los productos alimentarios de primera necesidad y de los elementos básicos de la vida civilizada: agua, electricidad, gas y sistemas de comunicaciones. Todo ello, circunscrito a una red inextricable de monopolios virtuales, donde la quimérica elección queda reducida a simples nombres o marcas, sin auténtica escogencia para los millones de forzados usuarios y consumidores, que debemos padecer incontables y repetidos abusos contra los cuales cualquier reclamación resulta estéril e inoficiosa, como ha venido sucediendo con la colusión de las grandes farmacéuticas, de las papeleras y de otras cadenas (¡qué acierto la de esta palabra hecha de eslabones más que de sílabas!).

Durante una década, en casa nos adscribimos a una compañía que nos proporcionaba el trío fundacional de la felicidad consumista: Internet, TV cable, y telefonía. Funcionamiento mediocre, con sucesivas interrupciones y fallas reiteradas. Con ocasión de la gala de los Premios Oscar, por citar un suceso expectable, nuestro aparato de TV sufrió repetidas “caídas” o desconexiones, hasta que hubo que apagarlo.

Mi mujer sentenció. –“Mañana nos cambiaremos a X; tienen una buena oferta, a mejor precio y proporcionan más canales”. (Esto, claro, es solo aumentar las vías de la misma bazofia).

Firmamos el nuevo contrato, “casi” felices. La alegría duró lo que duran tres hielos en el wiskey on the rocks, como canta Sabina.

Al cabo de una semana advinieron las interrupciones de Internet y la súbita paralización de las películas “bajadas” de la red, cuando estábamos en lo mejor de la trama, que es como decir en la plétora del acto amoroso... Marisol hizo varias llamadas telefónicas, en tono asaz airado y conminatorio. No obstante, la última respuesta de un telefonista del “servicio de asistencia virtual” la dejó sin palabras: -“Señorita, las interrupciones y cortes a que alude han sido consecuencia de las tormentas de fuego en el Sol”.

Notable. Mejor que cualquier respuesta astrológica. Ni siquiera necesitó aquel pasmón, con acento centroamericano y amabilidad de inmigrante en apuros, de apelar a una explicación de coincidencias zodiacales con ascendientes variados ni de interposiciones de la luna en sus ciclos menguante o creciente. Claro y sencillo: ¿Qué responsabilidad puede caberle a una compañía, por grande y bien implementada que sea, de los sucesos acaecidos en el corazón de nuestro Padre interestelar, dios supremo, tanto para los egipcios como para los incas? Nada, pues, ninguna.

Mi amigo Guido del Valle me dirá: -“Esas son quejas de ex revolucionario acomodado, Moure… ¿Qué importancia tienen esas ridículas libertades burguesas? A estas alturas, debieras preocuparte de las esencias y no del zafio entretenimiento.” Razón llevas, compañero Guido, pero si somos siervos de esta sociedad neoliberal -que otro amigo, chillanejo de vieja y perdida prosapia latifundista, considera el desiderátum de la felicidad humana-, al menos que nos dé lo que ofrece y promete a los cuatro vientos (o una parte aceptable de ello): las decenas de gigas, que son como la multiplicación logarítmica de los panes ácimos en la Pascua judía; la alta definición permanente, que sería como contemplar a Marilyn Monroe en tercera dimensión… Mentiras desembozadas que carecen de cualquier punición.

Y así, las catorce maravillas del mundo, a domicilio, por una accesible cuota mensual… Además, debes considerar –amigo Guido y camarada lector- que Internet me es necesario para llevar a cabo mis tareas de contable y, si adviene el aciago momento de la “caída del sistema”, cuando estoy ingresando los datos de una declaración de global complementario, puedo desencadenar un verdadero drama al contribuyente-cliente (la cacofonía va por cuenta del Servicio de Impuestos Internos).

Y ya que desembocamos en esta entidad, bien nominada como “el lugar donde mueren los valientes”, puedo dar fe de que eres aún menos que un esclavo cuando cruzas sus fatídicos umbrales.

Te sientas ante un (a) fiscalizador (a) y eres víctima propicia, un atrevido intruso que llega a perturbar la sagrada paz de ese (a) funcionario (a) que es, al mismo tiempo, juez y parte, ministro de fe plenipotenciario, ante cuya magnificencia todos tus arrestos, argumentos, pruebas documentales e intenciones bien encaminadas, se derrumbarán como castillo de naipes ante la perspicacia y la desconfianza de aquel verdugo, imbuido en plenitud de lo aseverado por Michel Foucault (a quien no conoce ni de nombre), en cuanto a “vigilar y castigar”.

Con una sonrisa sardónica, mientras disimula su tazón de café entre dos archivadores, te dirá: -“No me trajo todo… Aquí hay diecisiete declaraciones juradas… y yo le pedí veinticuatro… Mire, caballero, usted ya está grandecito para que me entienda…”.

Es para mí una muchacha que no ha llegado a la treintena. Siento el impulso de mandarla a la conchadesumadre, pero aparte de lo impropio y destemplado del exabrpto, me la echaría encima como una tigresa privada de sus cachorros y la venganza sutil se extendería a todos mis clientes (media docena). Me contengo, la miro a los ojos y le digo:
-Señorita, usted tendrá poco más de veinte años, es decir, como mi nieta mayor… ¿Y así le habla usted a su abuelo?

La joven fiscalizadora se demuda, cambia de colores como el colibrí tornasolado. Presurosa, me timbra el formulario salvador, diciéndome: -“Bueno ya, listo, váyase señor, y para la próxima me trae todo como debe ser…”.

Me retiro, como un niño con su golosina, rogando a ese Dios, en el que no creo, pero al que suelo aferrarme, que me libre de nuevas citaciones amenazantes o de la tentación de preguntar: -“¿Y por qué no se aplica este celo burocrático a las grandes corporaciones, sino que las benefician con cuantiosas exenciones de tributos?

Mejor es callar y “hacerse el huevón”, como recomienda nuestro humorista Coco Legrand, cuando nos enfrentamos a fuerzas superiores, sea en el ámbito doméstico o en el mundo del trabajo asalariado.

Es que el funcionario público, en este país nuestro de autoritarismo rastrero y latente, suele transformarse en un dictador en potencia, arrogante y drástico en su cubículo, dispuesto a ejecutar al más osado, mientras te escruta, como diciendo: -“¿A mí me vienes con discursos democráticos? Espérate y verás cómo enredo hasta el infinito tus solicitudes y trámites”.

Entro en el café, para hacer un alto y recuperar el ritmo de la respiración. Cuento mis monedas: me alcanzan para un cortado chico y una medialuna, de acuerdo a la promoción que se destaca en una vistosa pizarra.

-Se terminó la promoción, caballero… dura hasta las once y son las once y media.

No digo nada. Abandono el recinto oloroso y camino hacia el rumbo prescrito. Todo sigue igual. Quizá Cioran tenga razón y la libertad no sea más que un asunto del alma individual. ¡Abur!
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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