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Chilenos y gallegos en la luna

miércoles, 22 de febrero de 2017
Chilenos y gallegos en la luna Dicen que cuando Neil Armstrong y Edwin Aldrin alunizaron, en 1969, encontraron en la superficie selenita a un gallego que vendía rosquillas… Esto de encontrarse con gallegos en cualquier sitio de este mundo o en lugares perdidos de la estratósfera, no debe entenderse sólo como privilegio de los paisanos de Rosalía de Castro. También los chilenos somos gente inquieta y aventurera, andariegos y peregrinos, aunque carezcamos del prestigio epónimo de grandes descubridores. Es posible que aquellos dos astronautas se toparan con un compatriota de Gabriela Mistral, quien hacía mediciones y colocaba señas de colores mientras el gallego ofrecía su producto a los pragmáticos estadounidenses.

Se trataba, ni más ni menos, que del abogado Jenaro Gajardo Vera, conocido poeta oriundo de la ciudad de Talca que, el 25 de septiembre de 1954, se inscribió en una notaría talquina como propietario de la Luna, “desde antes del año 1857”, apelando a esta fórmula perfectamente legal dentro del ordenamiento jurídico chileno, para sanear terrenos sin título de dominio, mediante la inscripción de una escritura pública que le otorgaría la potestad de aquel satélite esferoidal tan apreciado por los poetas.

Seis años antes de este posicionamiento lunar mediante la palabra, el escritor chileno Enrique Araya había ganado el Premio Municipal de Literatura por su conocida novela La luna era mi tierra, una obra narrativa sabrosa y amena, plena de un humor más bien melancólico o soturno, donde se cuenta las peripecias de un chileno de clase media, que no pudo concluir sus estudios universitarios y que lleva a cabo diversos emprendimientos –todos infructuosos- por sacar a flote el escorado barco de su familia.

La novela, en edición Zig-Zag de 1950, estaba en la nutrida biblioteca de nuestra casa y la disfrutamos cuando aún éramos adolescentes, riendo de buena gana con los avatares de Eustaquio, el protagonista, mientras mi padre nos conminaba a dormir, ante los riesgos del inminente desvelo. Fue una buena época aquella, pese a que nuestro progenitor, gallego de inagotable vitalidad, opinaba que la mayoría de sus seis hijos varones “vivían en la luna”, asunto que resultaba literal en el ejercicio cotidiano del “vicio impune”.

Es cierto que los libros, muchas veces, nos hacen soñar, nos llevan por diversos caminos hasta alcanzar países remotos cuyo acceso “real” resulta poco probable. Pero, sobre todo, nos permiten ejercer la capacidad de relacionar, de unir y de parangonar seres y cosas, hechos y proposiciones. Los libros son el juego de los abanicos, como señalara, hace siglos, un poeta chino; sí, porque al recorrerlos en la morosa lectura, ellos abren sus hojas y forman nuevos abanicos, en una progresión constante e infinita (como la biblioteca de Borges).

Un amigo gallego, coruñés de nacencia, argentino de cultura y venezolano de adopción, ha compartido conmigo gratos momentos durante la canícula implacable de diciembre y enero. Nos ha ligado la memoria de Demófilo Pedreira Rumbo, a quien conocí en 1986, en Chiloé, la Nueva Galicia. Oscar Pedreira es curmán (primo hermano) de Demófilo, y posee en Caracas una pequeña librería. Como ya contara, me agasajó con varios libros, entre los que sobresale Unha ducia de galegos, de Víctor Freixanes. Hace una semana que lo llevo y traigo en mi morral, aprovechando los viajes en el Metro y las esperas en organismos públicos de hacienda y tributos.

Se trata de doce entrevistas a una docena de intelectuales gallegos de primer orden, escritas con agudeza y humor proverbiales, en un gallego depurado y eficaz que las torna más reales, otorgándoles además esa frescura intemporal que la buena pluma es capaz de infundir a la palabra escrita.

En el reportaje conversado a ese notable escritor que fuera Valentín Paz Andrade, recibo el sorpresivo hallazgo de una auténtica revelación que viene muy a cuento para el desarrollo de la presente crónica… Pero antes diré que hace treinta años me traje de Galicia un extraordinario ensayo de su autoría: A Galecidade na Obra de Guimaraes Rosa, recorrido fascinante por la lengua sertaneja del genial novelista brasileiro, donde Paz Andrade descubre antiguos vocablos y raíces lingüísticas del remoto idioma galaico que diera origen al portugués, según asevera, con indiscutible propiedad, Lluis de Camoens, el bardo renacentista lusitano del siglo XVI, en su célebre obra Os Lusíadas.

-¿Y el hallazgo, entonces?
Ahora viene… Resulta, amigo lector, que en 1922, Valentín Paz Andrade funda en Vigo el periódico Galicia, un sueño tan descabellado como pisar la luna o vivir en medio de su polvo selenita. Como en casi todo emprendimiento o iniciativa cultural, faltaba algo importante: el dinero, el financiamiento de la idea. Entonces aparece, como caído de los astros, un chileno, cónsul honorario en Santiago de Compostela… Me callo, y dejo a Paz Andrade que lo cuente:
“…-Se llamaba don Ernesto de Cádiz Vargas, hombre desprovisto de toda ambición política, a lo menos en lo que tocaba a una tierra que no era la suya… Aquel cabaleiro do Aconcagua… me invitó un día, de buenas a primeras, a ponerme frente a la redacción de un nuevo periódico en Galicia. Me aseguraba absoluta libertad para orientarlo ideológicamente y escoger al equipo de redactores y colaboradores… Efectivamente, era una oportunidad magnífica y casi milagrosa… -Pues escucha: independencia política dentro del juego de la democracia; militancia en la causa de las libertades políticas, sociales y culturales de Galicia; obligación de abordar de lleno la defensa de los intereses regionales, secularmente preteridos o ultrajados”.

Participaron en aquel periódico, que se extinguiría en 1926, bajo las insoportables presiones de la dictadura de Miguel Primo de Rivera, -la misma garra que envió al destierro a don Miguel de Unamuno-, figuras de la talla de Alfonso Castelao, Manuel Lustres Rivas, Lousada Diéguez, Antón Vilar Ponte, Vicente Risco, Ramón Otero Pedrayo y Roberto Blanco Torres. Una generación de brillantes escritores y periodistas.

Me he puesto a indagar, paciente lector, acerca de la vida y obra de Ernesto Cádiz Vargas, pero he encontrado unas cuantas referencias muy vagas. Te encomiendo, pues, la tarea de procurarme algunas luces sobre aquel caballero enigmático que andaba en la Galicia del Noroeste desfaciendo entuertos y luchando contra esos molinos de viento que parecen aventar, sin piedad, las grandes iniciativas culturales.

Entre tanto devaneo, llego a imaginar que don Ernesto le habrá pedido a don Jenaro, el propietario de la Luna, un predio para construir una Casa de la Cultura Universal, administrada por gallegos y chilenos, en partes iguales.

Locuras de poeta o extravíos de lunático, quién sabe…
¡Enhorabuena!
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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