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Recado desde la Nueva Galicia

miércoles, 18 de enero de 2017
Recado desde la Nueva Galicia Viajas a una tierra remota y quieres conocer su historia, como si se tratase de una mujer que procuras enamorar y sueñas desnudarla, en cuerpo y alma, en el esbozo de una glamorosa geografía, según cantó el poeta: “Cuerpo de mujer, blancas colinas, /muslos blancos, te pareces al mundo en tu actitud de entrega./ Mi cuerpo de labriego salvaje te socava/ y hace saltar el hijo del fondo de la tierra”.

Así me ocurrió con Chiloé, la Nueva Galicia que conquistara Martín Ruiz de Gamboa, para lustre de la corona imperial de España, la extensión de la fe católica y el predominio del idioma castellano, a finales de enero de 1567. Sabemos que otorgó al archipiélago de treinta y ocho islas el nostálgico nombre en homenaje a su suegro, entonces gobernador de la Capitanía General de Chile, Rodrigo de Quiroga y Camba, oriundo de Seteventos, en Chantada, Lugo, Galicia. En 1601 fueron asignadas las primeras encomiendas en Chiloé, a cargo de gallegos y asturianos, entre los que destacaron los Bahamonde, Andrade, Gómez, Varela, Vera, Puga, Cárdenas, Ríos, apellidos que proliferaron en las desparramadas comarcas insulares, y que hoy llevan tantos chilotes, orgullosos de que fuera su pequeña patria el último bastión hispano, independizado sólo ocho años después de la proclamación de la República de Chile.

Cruzas el canal de Chacao en un trasbordador que carga autobuses, camiones, automóviles y variadas mercancías y vituallas. La travesía tarda entre media hora y cuarenta minutos, o más, según las condiciones de la marea. Cuesta imaginar que estos cuatro kilómetros de aguas gélidas que separan el continente de las primeras islas y que anuncian un colosal desmembramiento telúrico, fuesen sorteadas por los conquistadores y sus caballos sólo con la ayuda de hábiles remeros chono, etnia desaparecida en el mestizaje, aun cuando sus hábitos marineros sobrevivan en esta cultura dual —como la gallega— de campesinos y pescadores, a la vez… Cultura de beiramar o de bordemar: dos confines afincados en el mito de la Tierra Madre.

Lo femenino nace en Chiloé con la remota leyenda de dos serpientes descomunales que se enfrentaron, en la noche de los tiempos, para procurar la formación del archipiélago. Tentén Vilú, la cobra telúrica que representa a la tierra, se entreveró en combate con Cai Cai Vilú, la serpiente del mar océano. Luego de una lucha secular, vence Tentén Vilú, dejando para los seres humanos de Chilhué su Isla Grande y sus treinta y siete islas menores, asomadas a un benéfico mar interior que la Pincoya, diosa nativa de la fertilidad, enriquece con su inagotable cornucopia de peces, algas y mariscos. Pero Cai Cai Vilú sólo está adormecida, y acostumbra sacudir su cuerpo en el fondo del mar, produciendo tremendos sismos y colosales maremotos.

El mito, una vez más, constituye la representación simbólica de un hecho real, grabado en la conciencia colectiva como narración legendaria, accesible a una comprensión desprovista de mecanismos científicos para aprehenderla. En efecto, hace miles de años tuvo lugar un cataclismo que causaría el desmembramiento del vértice austral de América del Sur en infinidad de islas y archipiélagos que se extienden, a lo largo de mil quinientos kilómetros, hasta el Cabo de Hornos, el Finisterre de los Finisterres, asomado al pavor de la confluencia de los océanos Atlántico y Pacífico que, al unir sus aguas en eclosión de horrísonas tormentas, parecen devorarse mutuamente, como dos ofidios hechos de olas y vientos enloquecidos.

Si observas en un mapamundi nuestro Último Reino, apreciarás esta historia en los trazos ingenuos de las primeras cartografías, ilustradas con peces alados, tritones y sirenas sobre los mares. Así mismo, si subes hacia el noreste, atravesando el mar proceloso, llegarás al extremo occidental de la ibérica península y encontrarás el rincón encantado de la Gallaecia. Si trazas una línea imaginaria —si eres gallego, te abandonarás al impulso de la imaginación— entre ambos confines, verás que Galicia está situada a igual latitud norte que se corresponde con la latitud sur de la Nueva Galicia. Entonces, no se trata de simples coincidencias de clima, topografía y fauna, porque ese Buen Dios que apoyó su mano, en el séptimo día del reposo, moldeando con sus dedos las cinco rías por donde corre nuestra sangre —la tuya y la mía—, es posible que haya escrito, con su talón amoroso, el nombre de Chiloé, la Nueva Galicia, para desplegarlo, como la concha de una vieira, abierta a la sed aventurera de nuestra estirpe emigrante.

Pero ese amigo entrañable –Demófilo Pedreira Rumbo- me pide que viaje y narre lo que veo a mi alrededor, en estos parajes del Sur. Perdóname, amable y cómplice lector, si me dejo llevar por efusiones líricas, pero es que aquí el realismo mágico acostumbra ser presencia cotidiana, con sus raros prodigios, personificados en seres míticos como el Trauco, ese trasgo austral que acecha a las doncellas en bosques y playas; o como las brujas que trasladan a través del viento las voces de vivos y muertos.

La Isla Grande es larga y angosta, siguiendo la forma de Chile: “cintura de mar y vino y nieve…”, como cantara el poeta. Recorremos, en poco más de una hora, por una carretera asfaltada de dos vías, entre espesos bosques de árboles autóctonos, alternados con pequeñas parcelas de pastura para ovejas y vacas, o predios para el sembradío donde surge la papa o pataca, oriunda, hasta lo que hoy sabemos, de esta isla. La “castaña mariña” o “mariña”, como se la sigue llamando en la Galicia profunda, de la que el primer cargamento fuera desembarcado en el puerto de Baiona, a fines del siglo XVII, extendiéndose por toda Europa, medrando en múltiples y ricas variedades en Galicia, donde acompaña las mejores preparaciones culinarias.

Chiloé no posee la piedra granítica que abunda en Galicia, pero el bosque provee a los chilotes de abundante madera para casas y embarcaciones. Tampoco se podrían levantar aquí las casas de piedra que ornan la geografía gallega, porque estamos en una zona de grandes convulsiones volcánicas y cíclicos terremotos. Recordemos que el cataclismo más violento que se registra en la historia de la humanidad, el de la ciudad de Valdivia, al sur de Chile, en la Región de los Lagos, a trescientos kilómetros al norte de Chiloé, ocurrido entre los días 21 e 22 de mayo de 1960, con una intensidad de más de nueve grados en la escala de Richter, provocó un hundimiento de cerca de dos metros en la Isla Grande, y alteró toda la topografía del archipiélago.

Mientras viajamos hacia la capital, Santiago de Castro, nuestro amigo, poeta, maestro y antropólogo, Renato Cárdenas, nos habla del bosque chilote: “El bosque suena en mapudungun, pues toda especie tiene nombre propio; el soberbio árbol, su fruta comestible, la diminuta hierba y el misterioso musgo. Hermosos nombres de prosapia mapuche, sonoros, descriptivos, contando, con una simple palabra, acerca de una forma, de un hábitat, de la interacción con un pajarillo, de un medicamento, de una propiedad nociva… La excepción son algunos árboles a los que les cambiaron sus nombres nativos por castellanos; ulmo por muermo; roble por coigüe; ciruelillo por notro; canelo por voigue; laurel por huahuán; avellano por gevún. El ochenta por ciento de la toponimia insular está expresada en lenguas indígenas y, en el caso de nombres derivados de plantas, el castellano casi no tiene presencia”.

Es temprano aún para el almuerzo de peces y mariscos que nos espera en Castro, por lo que desviamos nuestro rumbo, veinte kilómetros antes, enfilando hacia el oriente, hasta la villa marinera de Dalcahue (lugar de dalcas1), donde viven dos viejos amigos, Iris Muñoz y Demófilo Pedreira; ella, chilota campesina nacida en Achao; él, gallego de A Coruña, que encontró en la Nueva Galicia su segunda patria, luego de dos terribles exilios: el de la guerra incivil española, y el extrañamiento en la Argentina, bajo la dictadura del sátrapa militar Videla, cuando mataron o su hijo mayor y a su nuera, tragedia que lo llevó a su “último destino venturoso”: Chiloé.

En un modesto trasbordador de madera atravesamos las tranquilas aguas de la ría que separa Isla Grande de la segunda isla en tamaño del archipiélago, Quinchao, para desembarcar, diez minutos más tarde, junto a la casa y restaurante de Iris Muñoz, a quien conozco desde 1986, cuando la entrevisté para incluir su testimonio en mi libro de viajes, Gente de la tierra. Ella me recibe con prolongado abrazo y lágrimas de alborozo. “¿Cuándo llegó? ¿Se va a quedar unos días con nosotros? ¿Estos amigos, también son gallegos…?”.

Te acogen como en Santa María de Vilaquinte, en la Galicia rural, ante una mesa llena de viandas olorosas y de vino espirituoso. La conversación se desgrana, como gigantesca mazorca vocal que repartiese sus gemas de oro sobre el mantel. Iris recuerda parte de nuestros largos diálogos de ayer y vuelve a hablarnos de la mujer chilota, de su solitaria abnegación y de la carga de trabajo que aún le impone la emigración forzosa del hombre.

Reiniciamos la ruta cara a Achao, una de las más antiguas localidades habitadas del archipiélago, villa marinera donde recalan las pequeñas embarcaciones que van y vienen entre las islas. Conoceremos la iglesia, su monumento más preciado, construida con la ayuda y maestría de los carpinteros de ribera gallegos, que hicieron posible la elaboración minuciosa y paciente de embarcaciones de pesca que aún se construyen aquí, para surcar las frías aguas australes y extraer las primicias del mar.

Cuento a mis acompañantes que en San Juan de Calen, minúscula villa costera de Isla Grande, conocí, hace veinticinco años, a Juan Bahamonde, constructor vigente de la famosa “lancha chilota”, réplica exacta de la dorna gallega, que ya no cruza las rías del noroeste atlántico. Juan, tataranieto de un marino gallego cuyo barco naufragara en las abruptas costas de Chiloé, hacía más de un siglo, conserva planos de la antigua barca de vela de Galicia, con sus curiosas denominaciones y medidas, que él repite, con raro placer, como si conjugase oraciones de la estirpe remota: anchor, altor, largor...

Nos queda una gran tarea pendiente: rastrear los orígenes de estas fundaciones del pueblo gallego en el extremo sur del mundo, proezas cotidianas sin epónimos ni estatuas oficiales, pero parte fundamental de nuestra Memoria de la Emigración. Estos artesanos de la madera traspasaron su experiencia a través de generaciones. Casas, embarcaciones, carretas, utensilios para variadas actividades. Tal vez lo que más resalta sean las numerosas iglesias que el celo de los sacerdotes de la Compañía de Jesús, durante sus “misiones circulares” por el archipiélago, impulsaran a construir para la permanencia de su misión evangélica, hoy arraigada en curioso sincretismo que incorpora elementos paganos al ritual católico.

Las iglesias de Chiloé están construidas íntegramente de madera. Además de la sencilla belleza que exhiben, llama la atención su cantidad, esparcidas en radios que no superan los diez kilómetros. En el año 2000, junto a la muralla romana de Lugo, fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad las Iglesias de Detif, Ichuac, Nercón, Quinchao, Rilán, San Juan, Tenaún, Vilupulli, Achao, Aldachildo, San Francisco de Castro, Chonchi, Colo y Dalcahue. Podemos hablar pues de una “escuela arquitectónica chilota”, que ofrece un estilo uniforme y sobrio, tanto en iglesias como en casas con tejuelas de alerce, madera que puede durar cincuenta o más años bajo rigurosa intemperie.

Los templos están compuestos de una planta basilical de tres naves: la central, con bóveda y la torre alzada sobre el pórtico. Por “nave” entendemos aquí la techumbre alargada de la iglesia, que fue construida con técnica de barcos diseñados por aquellos carpinteros de ribera; grandes cascos puestos al revés para proteger de la lluvia persistente en comarcas donde llueve aún más que en la Galicia atlántica. Desde la iglesia de Achao hasta las iglesias de Rilán y Castro, que cierran el ciclo de los grandes templos del catolicismo chilote, se puede seguir el desarrollo de esta escuela de cerca de doscientos años de tradición.

La iglesia de Achao es la más antigua que se conserva en el sur de Chile; además, es la única levantada por la mano de los sacerdotes jesuitas que cumplían “misiones circulares”, en el siglo XVIII, en el periplo de los seis meses de clima menos riguroso. Sólo la nave central y las laterales datan de ese período. La torre actual sería de principios del siglo XX, reconstruida debido a las inclemencias del tiempo y al prolongado descuido en su mantenimiento. De líneas sobrias en su exterior, en el interior presenta motivos tallados y pintados que reproducen imágenes y símbolos, en altares, muros y púlpito. El retablo que preside la nave central tiene una prolija y rica ornamentación que se manifiesta en la pintura que imita cortinas, o en efigies multicolores, donde podemos apreciar el sincretismo religioso entre lo cristino y lo pagano nativo. Lo más notable es que fue construida sin clavos ni herrajes, elementos muy escasos en los años de la Colonia.

Aquellos geniales artesanos recurrieron a técnicas de ensamblaje que aún hoy nos asombran por su perfección y firmeza. En el costado derecho del retablo central destaca una efigie de Santiago Peregrino, obra de artesanos gallegos, traída en 1998 por Fernando Amarelo de Castro. Los guarismos de la geografía suelen ser contradictorios. Así, cuando pensamos en las desmesuradas dimensiones de América, que exaltaron la imaginación de los conquistadores, nos parece que el tamaño de muchas regiones y países de Europa es reducido y que los podremos recorrer en breve tiempo. Craso error, porque descubriremos, a poco andar, una concentración de gentes y lugares —densidad cultural— que extenderán el espacio hasta hacerlo inabarcable, si queremos conocerlo con cierto grado de plenitud anímica y sensorial. Así me ocurrió, caro lector, cuando intenté dar cuenta de los treinta mil kilómetros cuadrados de Galicia. Aún hoy, luego de numerosos viajes, me parece conocerla de modo superficial…

Te ocurrirá lo mismo con los nueve mil kilómetros de la Isla Grande de Chiloé, la Nueva Galicia, porque habrá una pequeña villa, una casa, un paisano, un árbol, un pájaro que permanecerán fuera del alcance de tu amor insaciable de auténtico viajero.

En Galicia, y en Chiloé, entenderás cabalmente al viejo Ulises marinero, cuando nos dice, desde Ítaca: “No es el viaje lo que me conmueve, sino la recompensa del regreso”.

La Penélope que nos aguarda encarna, aquí o allá, la región más amada.

1. Dalca: palabra huilliche (etnia irmá da mapuche) que designa una pequeña canoa cuna vela, feita de troncos e peles curtidas, que empreñaban os marinos e pescadores chono.

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Nota biográfica:

Edmundo Moure es escritor autodidacta. Hijo de padre gallego, fue profesor de Lengua y Cultura Gallegas en la Universidad de Santiago de Chile. Presidente da Sociedad de Escritores de Chile (1988) y director cultural de Lar Gallego de Santiago de Chile (hasta 2002). Publicó ensayos como Galicia y Chiloé, confines míticos (1997; Chiloé y Galicia, confines mágicos (2009), Vida y Andanzas de la Parca (Breve historia del tópico de la Muerte en la Literatura) (2011), La Poesía como medio de conocimiento de la Naturaleza (2013); novelas: La Voz de la Casa (1983); Memorial del Último Reino (2001); poesía: Ciudad Crepuscular (1981), Más Allá del Pan (1983), Instantáneas (1984), Rebeca (1986), Entresiglos y quimeras (1994), Fuegos de Amor y de Guerra (2002), Oraciones Tardías (2012); relatos de viaje: Gente de la Tierra (1987); crónicas: Palabras de Sur a Norte (2005), Cronicalia (2007), Crónicas en la Noche de Piedra (2015), entre otras obras. Reeditó, con un ensayo analítico introductorio de su autoría, las crónicas Chile a la vista (2003), del escritor gallego orensano, Eduardo Blanco Amor. En 2008 presentó en Sada, A Coruña, Galicia, una compilación de las mejores crónicas escritas en Chile por Ramón Suárez Picallo (1942-1956), bajo el título La Feria del Mundo, con ensayo introductoria de su autoría, edición a cargo del Consello da Cultura Galega. Lleva publicadas más de un millar de crónicas en el periódico Galicia en el Mundo, de Vigo.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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