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Recuerdos de un viaje a Chiloé

viernes, 09 de diciembre de 2016
Septiembre de 1986

Todo lo superó el niño Mauricio, y creció fuerte y sano, como un roble gallego. Tal vez heredó la fuerza física de su abuelo galaico, y la pertinacia de esa estirpe de tenderos genoveses que prohijara al desquiciado Cristóbal Colón, aunque no sea propicio, a estas alturas, mentar supuestas herencias, por favorables o dudosas que parezcan. Fue buen alumno en el Sagrado Corazón, más orientado a la matemática y a las ciencias que a las vanas letras. Otra prueba, quizá, de que no existe la fatalidad genética. La última sonrisa y mirada afectuosa que le recuerdo al Mono fue en octubre de 1988, en la calle Simpson. Tenía poco más de dieciséis años y se alejó sonriendo, con la luz juvenil a cuestas, como un adolescente náufrago. Mientras le miraba, era para mí como recoger el hilo de un volantín que jamás volvería a mis manos.

-Dos años antes –tú y yo, Mono; podemos tutearnos sin problema- hicimos un viaje, de “mochileros”, a Chiloé. Fue en el mes de septiembre de 1986. Abordamos el tren en Estación Central, rumbo a Puerto Montt. Poco más de mil kilómetros de camino de hierro, mecidos por el bamboleo que parece devorar los durmientes y regurgitarlos tras el último carro; aspirando el hálito de los trenes, aroma de despedidas que soplan desde los perdidos andenes, en estaciones sin nombre. Dieciocho horas entre tedio y mal dormir. Pero para eso funcionaba el coche-bar, donde tú aligerabas gaseosas y yo ingería cerveza. Tenías catorce años y cargabas airoso la pesada mochila, mas no podías con el aburrido monólogo de tu padre y te distraías con el paisaje, cuya película, como acelerada sinopsis, se proyectaba en tu ventana.

-Del último puerto continental, lejos del tren, allí donde se desgaja Chile en infinidad de islas, llegamos a Ancud y recorrimos todo lo que se pudo a través del archipiélago mágico, a pie, en precarias lanchas o en buses que apestaban a cordero viejo y a gallina mojada. Castro, Chonchi, Puqueldón, Quemchi, Queilen, Curaco de Vélez, Achao, Quellón, Compu, Calen, San Juan de Tenaún. En Dalcahue, lugar de dalcas, conociste a los gallegos Demófilo Pedreira y Antonio Escalante. Resultó extraño para ti –a ratos enojoso- que los tres hablásemos en la lengua de tu abuelo. Fruncías el entrecejo y mirabas, con sesgo desafiante, como quien está en trance de agredir. Esa mirada la vi muchas veces, no sin temor, en el rostro de mi primo Sergio. (Esto de los genes es algo enigmático, y “cojonudo” o “de la puta madre”, como dicen en España).

-Pasamos el 18 de septiembre en la villa de Quinchao, bajo un enorme gimnasio municipal, donde se ubicaban mesas de formalita y olorosas cocinas en cuyas marmitas cantaba el pulmay, agasajados por sencillos y cultos maestros rurales, mientras la persistente tonada de la lluvia ensordecía guitarras y acordeones marineros. Aparecieron Renato Cárdenas y Katherine Hall, soberanos míticos de la Nueva Galicia, amigos entrañables, y nos alojamos en su casa de Castro, al amanecer.

-De regreso a Santiago, en el tren, te sugerí que hiciésemos juntos el Camino del Apóstol, desde el Norte de Portugal hasta Compostela. No pareciste entusiasmado, quizá porque tu incipiente pragmatismo traducía mis palabras como otras vacuas promesas, en el monótono traqueteo del ferrocarril.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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