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La ordenación de las mujeres

viernes, 07 de octubre de 2016
Mientras que hay teólogos católicos romanos que, por las recientes declaraciones de la Sede romana, se sienten obligados a guardar silencio y a someterse en la cuestión relativa a la ordenación de mujeres, hay otras Iglesias que han comenzado a considerar como un problema, no ya la ordenación, sino la no ordenación de mujeres. En tales circunstancias, el tema de la ordenación de mujeres ¿podrá seguir debatiéndose en el futuro dentro de un contexto ecuménico?. Mientras que hay autoridades oficiales católicas romanas que afirman con regularidad que la ordenación de mujeres es un obstáculo para el diálogo ecuménico, vemos que hay laicos y teólogos católicos romanos que acogen favorablemente la ordenación de las mujeres efectuada por otras Iglesias cristianas. Así lo demuestran las reacciones ante las ordenaciones sacerdotales de mujeres en la Iglesia anglicana y en la Iglesia viejocatólica, durante estos últimos años. La disposición para aceptar mujeres para el ministerio ha ido anidando en el corazón y en la mente de muchos bautizados durante los pasados decenios.

¿Será la ordenación de mujeres una señal de los tiempos?. Los signos de los tiempos son contagiosos y en una época determinada adquieren significación colectiva. Cuestionan la continuidad, marcan puntos decisivos en la historia y hacen que irrumpan cosas insospechadas. En los signos de los tiempos se hace presente el reino de Dios entre los hombres. Esos signos contribuyen a la humanización de los hombres a la luz del Evangelio. La Iglesia tiene la tarea de reconocer a su debido tiempo los signos de los tiempos, de interpretarlos y de descubrir en ellos la actualidad del Evangelio.

La cuestión de la ordenación de las mujeres ¿podrá ponerse en relación con los signos de los tiempos, en este caso concretamente con el movimiento moderno de la emancipación de la mujer?. Quien contemple únicamente la imagen distorsionada de aquellas feministas que sólo se preocupan de tomar finalmente por asalto el último bastión de los hombres, se quedará muy corto. La emancipación, desde tal perspectiva, se rechaza precipitadamente como un movimiento secular que es incompatible con una ordenación sacramental. El redescubrimiento de la categoría bíblica de los signos de los tiempos como principio para la interpretación teológica de la realidad es uno de los resultados más importantes del programa reformador de Juan XXIII. Los términos secular y mundano no pueden ya emplearse en sus antiguos significados después del Concilio Vaticano II .

El espíritu del Concilio Vaticano II y la puesta en marcha de las mujeres.

Durante su tiempo de gobierno, el papa Juan XXIII mostró gran apertura hacia los desarrollos sociales modernos. La valoración del movimiento de emancipación de las mujeres como el signo de los tiempos en la encíclica Pacem in terris (1963) fue un comienzo esperanzador para integrar el problema de las mujeres como un problema de la Iglesia. La Constitución pastoral Gaudium et spes condenó toda forma de discriminación por razón de sexo, la raza, el color de la piel, la clase social, la lengua y la religión. El Concilio no se adhirió a la reclamación de la igualdad de derechos de las mujeres en la Iglesia y que pedía la admisión de las mismas a todos los ministerios, una reclamación que se había escuchado en diversas aportaciones hechas al Concilio. Sin embargo, de diversas declaraciones conciliares brotaron impulsos para un reforma de la posición de la mujeres en la Iglesia . El Concilio abrió las puertas que luego volvieron en parte a cerrarse bajo el reinado de los sucesores de Juan XXIII. En algunas fórmulas de compromiso del Concilio se había esbozado ya por aquel entonces el conflicto que hoy en día surge cada vez con mayor intensidad en corrientes de diferente orientación. Sin embargo, el espíritu de apertura y de puesta en marcha, sugerido por el Concilio, no se podía frenar. El Concilio habló con voz nueva y con entusiasmo nuevo acerca del discermiento de los signos de los tiempos. Este espíritu es el que hace que el Concilio Vaticano II, que a los ojos de otras Iglesias fue propiamente un sínodo general de los obispos unidos con el Papa y de sus respectivas diócesis, sea también un kairós para las cristianas y los cristianos de otras Iglesias en la historia eclesiástica del siglo XX.

Desde entonces han sucedido muchas cosas dentro de las Iglesias y de la teología y entre las mismas mujeres que mantienen despierta la cuestión de la mujer en la conciencia de la Iglesia y que han contribuido a su concienciación. La exigencia de la ordenación de mujeres, con arreglo a esta concienciación, se va haciendo cada vez más insistente en diversas Iglesias y hace que sea escuchada por muchos. Profundas transformaciones sociales han contribuido, durante el transcurso del presente siglo, al cambio en las estimaciones de los valores y en los proyectos de vida de las mujeres y han tenido como consecuencia la ganancia de posibilidades de participación real por parte de las mujeres más allá de las atribuciones de los roles clásicos. En este momento paisaje social y eclesial es donde hay que situar el actual debate acerca de la ordenación de mujeres. Se trata de incluir a las mujeres en el ministerio eclesial, integrando así las competencias y carismas de las mujeres y haciéndolos fructificar. Las experiencias de las mujeres deben fluir visible y audiblemente al servicio de la proclamación de la Buena Nueva de Cristo. Las mujeres como encargadas del ministerio simbolizan el cambio experimentado por la mujer, que debe de ser objeto de la proclamación ha pasado a ser sujeto de la misma. Por eso, no es casual que el actual debate acerca de la ordenación de mujeres se concentre a menudo en la representatio Christi. Una importante idea, fundada soteriológicamente, es que las mujeres pueden ser iconos del Encarnado, porque han sido redimidas como mujeres. Se trata de la representación autoritativa de Cristo por medio de mujeres. La discusión en la Iglesia antigua y en el medievo acerca de si las mujeres pueden poseer y ejercitar una autoridad espiritual, que por aquel entonces contestó en sentido negativo para el sexo femenino en su totalidad, pero que recibió una respuesta afirmativa en algunas excepciones aisladas, es una discusión que continúa en medio de las actuales realidades sociales. También por esto la ordenación de mujeres se ha convertido en el símbolo de la cuestión de la mujer en general en la Iglesia, ya que entretanto, en el actual entorno cultural y a base de las recientes ideas en materia de teología bíblica, queda fuera de toda duda la capacidad de las mujeres para ejercer autoridad. Con ello ha caído por tierra el principal argumento contra la ordenación de las mujeres. Habrá que preguntar con razón: ¿Con qué derecho se siguen manteniendo actualmente las conclusiones que a lo largo de siglos se dedujeron de ese argumento?

La discusión en torno a la ordenación de mujeres fue extenuamente y reveladora para toda la Iglesia que pasó por ella. Afirmaciones manifiestamente hostiles a las mujeres quedaron desenmascaradas como la sutil continuación de la idea, que se creía ya superada, acerca de la superioridad y de la subordinación; patrones tradicionales de percepción chocaron con modelos más orientados el compañerismo para describir las relaciones entre los sexos. La discusión acerca de la ordenación de las mujeres ha conducido, más que otros temas, hasta el borde mismo de los abismos de la propia misoginia eclesial, más o menos oculta, y ha puesto al descubierto el sexismo cotiadiano. A la vez, en el debate se han abierto de nuevo sendas insospechadas, ofreciadas por la tradición cristiana. De esta manera, el redescubrimiento de las tradiciones cristianas acerca de las mujeres completa y corrige ramales de tradición unilateralmente androcéntricos .

La mujer en el nuevo derecho canónico.

Hablando objetivamente, el nuevo derecho canónico sitúa a las mujeres en mejor posición que el Código anterior. El análisis del Código de 1917 demuestra que éste consideraba a las mujeres:

1.- funcionalmente subordinadas
2.- moralmente pecadoras y seductoras
3.- intelectualmente inferiores
4.- emocionalmente inestables .

El derecho, en gran medida, brota de la vida y va a su zaga; no crea ni impone la realidad. No es de extrañar, por consiguiente, que, según indican numerosos estudios, este desigual tratamiento canónico de la mujer se debiera ante todo a las antiguas perspectivas filosóficas y teológicas formuladas en unas circunstancias históricas y políticas determinadas . Los documentos eclesiales del pasado cuarto de siglo ponen en manifiesto una idea de la mujer que difiere bastante, y en sentido positivo, de la visión que expresaban las anteriores perspectivas y circunstancias. Esta nueva perspectivas eclesial considera a la mujer:

1.- igual en dignidad que el varón, con el que comparte una complementariedad
2.- inherentemente buena y redimida por Cristo, aunque copartícipe con el varón en la pecaminosidad de la humana condición
3.- dotada igual que el varón de entendimiento, discreción, iniciativa y responsabilidad para el desarrollo de las tareas eclesiales.

Con raras excepciones, esta nueva visión de la mujer ha quedado incorporada a los cánones del Código de 1983.

Éste reajuste positivo de la condición jurídica de la mujer se debe también en parte a la mejora de las posiciones que ahora ocupa el laicado en diversos aspectos de la organización y la práctica eclesiales. Ello es resultado directo del Vaticano II. Siguiendo las directrices del Concilio, la comisión del Código formulaba en su sexto principio para la revisión el deseo de identificar un común estatuto jurídico cristiano para todos los bautizados. En consonancia con este principio, cuando el Código de 1983 no establece diferencias con respecto a las personas en determinados cánones, términos como laici o chistifideles se suponen incluir tanto a los varones como a las mujeres. De manera semejante, aunque la expresión se tome al pie de la letra del c. 490,2 del Código de 1917, el c. 606 del nuevo Código establece la aplicación equivalente para mujeres y varones de todos los cánones referentes a la vida consagrada, a menos que las palabras o la materia implicadas indiquen lo contrario.

Al estudiar la situación legal mejorada del laicado y la condición jurídica más positiva de la mujer, conviene tener en cuenta los correspondientes cánones de los dos Códigos, el de 1917 y el de 1983. En el cuadro siguiente se recoge una lista secuencial parcial de los mismos . A fin de facilitar su análisis, estos cánones pueden dividirse en dos apartados: los que modifican la situación del laicado en general y los que afectan a las mujeres en particular.

1. Cambios en la situación jurídica de los laicos y de las mujeres. Cánones del Código de 1983 Cánones del Código de 1917 104 93,1 230,2.3 813,2 317,2 712,3 492,1 1.520,1 592,1 510;499,2;517 625 506 641;656;658 552,2 830,1 1.393,1 964,3 910,1 1.148,1 1.125 1.177 1.229,2 1.279,2 1.521,1 1.323-1.324 2.218,1 1.702 1.979-1.981 1.421,2 1.574 1.424 1.575 1.428,2 1.581 1.435 1.589,1

2. Las mujeres en contraste con los varones.

En una nota muy positiva, el Código de 1983 ha eliminado o alterado casi todas las normas del Código de 1917 que trataban a las mujeres como funcionalmente subordinadas, relativamente ineptas, emocionalmente inestables o moralmente sospechosas. El derecho universal reconoce ahora la igualdad entre mujeres y varones a la hora de fijar domicilio ( c. 104 ), para cambiar de rito con ocasión del matrimonio ( c.112,1-2 ), para formar parte de asociaciones fieles ( c. 307,1 ) y para elegir el lugar de sepultura eclesiástica ( C. 1.177 ). Tampoco se restringe ya a los varones la participación en asuntos financieros y en la administración de los bienes a la designación del ordinario ( cc. 492,2 y 1.276,2). Con la excepción, repetidamente formulada, de los monasterios femeninos, mujeres y varones que ostenten la condición de superiores mayores de institutos religiosos se consideran igualmente capacitados para administrar bienes temporales ( cc. 634-640 ) y ejecutar actos administrativos exigidos para el traslado, la exclaustración o el despido de sus miembros ( cc. 684-700 ). No se hace una valoración especial de la libertad de las mujeres para abrazar el matrimonio ( c. 1.067 ) o la v ida religiosa ( cc. 641,656 y 658 ). El nuevo Código no consigna restricciones acerca del lugar idóneo para escuchar confesiones de mujeres ( c. 964,3 ) y se han simplificado las complicadas normas anteriormente en vigor acerca de los confesores de religiosas ( c. 630 ). El sexo ya no se nombra como factor a tener en cuenta para determinar la aplicación de penas ( cc. 1.323-1.324 ). Tampoco aluden ya los cánones a la asociación de clérigos y mujeres como potencialmente sospechosa ( c. 277). Las mujeres han dejado de ser la última posibilidad legal en la elección del ministro del bautismo ( c. 861,2 ). Ha desaparecido también la humillante exploración de la mujer en las causas por matrimonio no consumado ( c. 1.702 ).
El Código de 1983 contiene algunas diferencias notorias en cuanto al modo de tratar a mujeres y varones en su condición de laicos. A excepción de dos casos, sin embargo. Estas discrepancias parecen más bien razonables en la práctica, de modo que no pueden considerarse discriminatorias en sí mismas. Entre esas diferencias realistas en el modo de tratar varones y las mujeres se cuenta la norma por la que el lugar de origen de los niños cuyos padres tienen diferentes domicilios se establece de acuerdo con el de la madre ( c. 101,1 ). Otra norma fija una edad mínima de la mujer ligeramente más baja para contraer válidamente matrimonio ( c.1.083,1 ). En otro lugar se limita a las mujeres la posibilidad de ser raptadas como impedimento para el matrimonio ( c. 1.089 )

En contraste con lo anterior, el que se restrinja a los varones la posibilidad de dedicarse establemente a los ministerios de lector y acólito ( c. 230,1 ) resulta claramente discriminatoria. Dado que esta norma apareció por primera vez en la Ministeria quaedam de 1972, algunos canonistas se refieren a ella como inexplicable, curiosa, discriminatoria y sexista. Otros canonistas aceptan la exclusión sin cuestionarla en virtud de la conexión tradicional entre estos ministerios, hoy nominalmente laicos, y el acceso a las sagradas órdenes . Precisemos esta exclusión en su contexto canónico: la norma excluyente se contiene en un canon incluido en el titulo Obligaciones y derechos de los fieles cristianos laicos y limita la capacidad de los miembros de los christifideles laici para la instalación en los ministerios del lector y acólito en virtud de una distinción formulada específicamente sobre la base del sexo.

Una segunda discrepancia que constituye una discriminación legal sobre la base específica del sexo es el tratamiento dado a los monasterios de religiosas. Únicamente ellas están obligadas a observar las prolijas y estrictas normas de la clausura papal ( c. 667,3 ). También ellas solas quedan bajo la vigilancia del obispo diocesano en numerosas cuestiones en que otros religiosos – mujeres y varones son competentes para actuar por sí mismos ( cc. 615, 625, 637-638 y 688 ). También para ella solas se prevé la posibilidad de intervenciones específicas de la Santa Sede. Aunque la vida contemplativa es los claustros tiene tras de sí una larga y venerable tradición legislativa específica, su aplicación selectiva a las mujeres en el nuevo Código parece más bien una perpetuación institucional de ciertos prejuicios antiguos relacionados con la idea de la inferioridad de las mujeres.

3. Las mujeres en cuanto excluidas del clero.

La distinción clave entre personas que marca el Código de 1983 no es la que se establece entre varones y mujeres, sino la que diferencia al laicado del clero. Los clérigos están capacitados ( son hábiles ) para detentar y ejercer la potestad eclesiástica de gobierno ( c. 129,1 ). El laicado, por su parte, puede únicamente colaborar en el ejercicio de la potestad de gobierno, y ello sólo de acuerdo con las normas del derecho ( c. 129,2 ). Los clérigos y sólo ellos pueden ejercer aquellos cargos eclesiásticos que requieran la potestad de orden o de gobierno ( c.274,1 ). Los laicos han de ser previamente juzgados idóneos para que se les pueda considerar susceptibles de ser llamados por la jerarquía al desempeño de ciertos cargos ( c. 228,1 ) .

En cuanto a la munera de enseñar y santificar, el nuevo Código reconoce que también los laicos tienen numerosas funciones y responsabilidades. Pero se trata de todo caso de funciones muy cualificadas y cuidadosamente circunscritas, que siempre habrán de desarrollarse bajo la vigilancia de miembros de la jerarquía o en estricta sumisión a ellos. Así, la divina institución de los ministri sacri entre los christifideles, que se explica como una diferenciación de clérigos y laicos en el terreno jurídico ( c. 207,1 ), se convierte en una distinción realísima en el terreno de los hechos y en todos los aspectos de la vida eclesial.

Hablando objetivamente, al quedar excluidos los laicos de la categoría de los ministri sacri, sufren una grave limitación en cuanto al uso de sus talentos actuales y potenciales, de su competencia y su experiencia en el servicio de la Iglesia. De manera semejante, y hablando todavía objetivamente, la exclusión categórica y a priori de la categoría de ministri sacri, sin tener en cuenta las actuales y potenciales capacidades de los laicos, sus competencias y experiencias, constituye una pérdida igualmente grave para la Iglesia. Algunos varones quedan permanentemente o temporalmente excluidos de la pertenencia a la categoría de ministri sacri por que no poseen las cualidades debidas ( c. 1.026-1.032 ), no han cumplido los requisitos exigidos ( cc. 1.033-1.039 ), están incapacitados legalmente por otros motivos ( cc. 1.040-1.052 ) o son juzgados no idóneos ( c. 1.025 ). Todas las mujeres son definitivamente excluidas de la posibilidad de acceder a la categoría de ministri sacri por el hecho de no ser varones ( c. 1.024 ). Baste decir que el alcance de esta exclusión para la vida de la Iglesia a lo largo de la historia nunca se podrá valorar en toda su importancia. La exactitud de esta observación es evidente por sí misma, sin que importe mucho que la base de esa exclusión sea la jerarquía agustiniana, la antropología tomista, la divina volición escotista, la significación sacramental de la masculinidad de Jesús, la tradición inmemorial o una combinación de todos esos puntos de partida.

4. Aplicación del derecho canónico a las mujeres.

Finalmente, volvamos a nuestro primer comentario sobre el hecho de que la legislación brota de la realidad de la vida, pero no la crea ni la impone. Ello es cierto sólo en parte. En un sentido muy real, las normas jurídicas de la Iglesia, junto con las formas de su aplicación constante, desempeñan un papel decisivo en cuanto a fomentar, estorbar o retardar el desarrollo de los valores cristianos fundamentales, entre ellos la igualdad fundamental entre los varones y mujeres. Recordemos también que el contenido y la aplicación del derecho canónico, en lo que respecta a las mujeres, ha influido negativamente en su derecho a la igualdad a lo largo de casi dos mil años. No es de extrañar, por consiguiente, que aún nos tropecemos con interpretaciones contemporáneas que aparecen perpetuar unas ideas y actitudes más propias de tiempos pasados. Así se advierte en el hecho de que todavía se planteen cuestiones como si una mujer es o no apta para actuar como vicario episcopal, cuando lo cierto es que esa posibilidad se admite para los que no son clérigos . También advertimos la vigencia de esas posturas en las interpretaciones que excluyen a las mujeres de las funciones de acólito, a pesar de que el derecho universal nada dice explícitamente contra esa posibilidad. Sin embargo, exceptuando los pocos cánones que antes hemos mencionado, la mejora de la condición jurídica de la mujer en el Código de 1983 está en contra de la perpetuación de esa mentalidad y quizá impida en el futuro que se sigan planteando cuestiones semejantes.

La ordenación de la mujer : ¿ una encrucijada sin salida?.

La respuesta reciente del cardenal Ratzinger sobre la imposibilidad de ordenar mujeres como sacerdotes de la Iglesia católica ha venido a reavivar todavía más una cuestión que, desde luego, no estaba muerta. Con fecha 28 de Octubre, la Congregación para la Doctrina de la Fe decía : Esa doctrina exige una asentimiento definitivo puesto que, basada en la Palabra de Dios escrita y constantemente conservada y aplicada en la Tradición de la Iglesia desde el principio, ha sido propuesta infaliblemente por el magisterio ordinario y universal ( CF. Conc. Vaticano, Const. Dogm. Lumen Gentium 25,2 ). Es algo que, en palabras del cardenal Raztinger, pertenece al depósito de la fe. Como se recordará, Juan Pablo II, con fecha de 22 de Mayo de 1994, había escrito una carta, Ordinatio sacerdotalis, con la que quería resolver para siempre toda duda sobre esta cuestión importante que, en palabras del Papa, afecta a la constitución divina de la Iglesia. No tiene la Iglesia –así lo dice expresamente el Papa, repitiendo la afirmación de la Declaración Inter insigniores (1976 ) en tiempo de Pablo VI- la potestad de conceder la ordenación sacerdotal a mujeres sino únicamente a varones. Algunos católicos, no sabemos cuántos, pero creemos que no pocos, ante estas afirmaciones se encuentran en una encrucijada de caminos y no ven salida fácil en ninguno de ellos. Tratan de captar las razones de esta doctrina pero sienten con mucha fuerza el peso de los condicionamientos y de las dificultades de esa misma doctrina. No se encuentran, por otra, en disposición de aceptar como infalible e irreformable, esa doctrina y esa decisión del Papa. Y se preguntan entonces, con preocupación y dolor, si pueden seguir en la Iglesia con una conciencia tranquila o si tendrían tal vez que sacar consecuencias más drásticas. Pensando muy principalmente en ellos y por si les aporta algo de luz, por pequeña que sea, ofrezco estas reflexiones.

1 .- Las dificultades no son pequeñas.

La carta apostólica Ordinatio sacerdotalis de Juan Pablo II, como fundamentación de su negativa, menciona las siguientes razones : Jesucristo llamó sólo a varones, a los Doce, como continuadores de su misión. La misma práctica siguieron los Doce al ir eligiendo sucesores suyos al frente de las comunidades. De aquí se sigue una consecuencia : la iglesia no podrá modificar por sí misma lo que Cristo y los apóstoles han establecido. Las mujeres no pueden por tanto recibir el ministerio sacerdotal. Esto, sin embargo, no representa una discriminación de la mujer ya que tampoco María, madre de Dios y de la Iglesia, ha recibido el sacerdocio.

Esta línea de pensamiento, que recoge la muy larga tradición de la Iglesia, junto a afirmaciones contundentes contiene puntos oscuros que son precisamente los que dificultan y aun imposibilitan a los católicos perplejos aceptar esa doctrina.
En primer lugar las cartas de Pablo, contienen un concepto de apóstol más amplio. El Apóstol es, en suma, aquel que ha tenido un encuentro con el Resucitado y ha recibido la misión y la tarea de dar testimonio del Señor mediante la predicación del Evangelio. Este grupo de apóstoles es más amplio que los Doce ( como dice el evangelista Lucas ) y en ese sentido son también apóstoles Bernabé, Andrónico y Junía ( Rom 16,7 ). Con respecto a este último nombre, hoy se interpreta que se trata de una mujer.

Un segundo punto sería el siguiente : ¿ al ministerio del NT pertenece como algo esencial e inseparable que los poderes vinculados al ministerio única y exclusivamente se puedan conferir a varones?. Sólo hacia la segunda mitad del siglo II queda configurada escalonadamente la estructura del ministerio en los grados de obispo, sacerdote y diácono. Hasta entonces coexisten de forma paralela diversos modelos de dirección de las comunidades. Ciertamente se habla con todo derecho de los obispos como sucesores de los apóstoles aunque en su forma actual el episcopado pertenece a la época postapostólica. Lo que preocupaba más a los cristianos de las primeras generaciones no era la delimitación exacta de los diversos grados y la estructura de la jerarquía sino la conservación de la Tradición. En esas primeras generaciones de cristianos no parece que se plantee la cuestión del sexo de las personas que ejercen el ministerio. Y en esas primeras generaciones hay mujeres que ocupan un puesto destacado ( Rom. 16,1 ). Es también claro que a partir de la tercera generación no se encuentran ya mujeres en funciones directivas de las iglesias locales.
Y, si nos referimos a la Virgen María, no se olvide aquella devoción de los siglos XVIII a XX que, para subrayar el carácter de Mediadora, hablaba de María-Sacerdote. Todavía en 1908 aprobaba San Pío X la advocación María Virgen Sacerdote, ruega por nosotros aunque años más tarde se prohibió esta invocación.

A todo ello hay que añadir el cambio que se ha producido en los últimos siglos. En la época de Cristo la mujer vivía una discriminación social inmensamente más opresora que la actual. Jesús de Nazaret y los primeros seguidores vivían en un ambiente determinado. Cuando algunos católicos algo instruidos en la historia de la Iglesia repasan estas y otras razones, les resulta sumamente difícil poder prestar su asentimiento inequívoco y sin reservas a la doctrina que, en su intención, cierra la puerta para siempre al sacerdocio de la mujer.

2. Magisterio ordinario infalible

Esta doctrina de la incapacidad que tiene la Iglesia para ordenar de sacerdotes a mujeres, ha sido calificada por el Papa y el cardenal Ratzinger de decisión definitiva, y por tanto no revisable. Se ha invocado también en este caso el magisterio ordinario infalible .Esta mención no contribuye, antes al contrario, a disipar las dudas de los católicos perplejos.

El católico de una cierta formación, al referirse al magisterio de la Iglesia, conocía hasta ahora fundamentalmente dos categorías : Una era el llamado magisterio extraordinario infalible. Una determinada doctrina es proclamada solemnemente como dogma de fe y exige el asentimiento que, en ese caso, no se da ya en rigor a la Iglesia, sino al propio Dios que se ha revelado. Son los dogmas doctrinas irreformables en su contenido aunque, a lo largo del tiempo, pudieran admitir formulaciones más ajustadas y comprensibles. El resto de las enseñanzas de la Iglesia pertenecen al llamado magisterio ordinario. Es auténtico, es decir, impartido por aquellos que en la Iglesia tienen la misión de enseñar. Debe de ser acogido con respeto y con actitud positiva por los católicos, ya que no se trata de las opiniones particulares de unas personas sino de la enseñanza de la Iglesia. El Concilio Vaticano II habla de la reverencia con que hay que acoger ese magisterio supremo y de hacer suyo propio el parecer expresado por ese magisterio. Con todo, el magisterio ordinario no es infalible ni por tanto irrevocable. Ésta es la doctrina que la propia Iglesia tiene y enseña sobre su magisterio.

¿Es infalible la Ordinatio sacerdotalis de Juan Pablo II ¿. El propio cardenal Ratzinger tuvo varias intervenciones en los días que siguieron a la publicación. Y afirmaba : En el lenguaje técnico habría que decir : Se trata de un acto del magisterio ordinario del Papa, no de una solemne definición “ex cátedra” aun cuando el contenido es expresado como una doctrina que debe de ser considerada definitiva . Ciertamente si se lee atentamente la carta de Juan Pablo II se llega a la conclusión de que roza el nivel de la definición dogmática, aunque no rebasa esa línea ni es una definición expresa propiamente tal.

El católico perplejo no acaba de comprender suficientemente el concepto de magisterio ordinario infalible. No ve como una doctrina, que no ha sido definida como dogma, sea doctrina definitiva infalible aunque no definida. Es cierto que la respuesta del cardenal Ratzinger menciona un pasaje de la Constitución dogmática del Vaticano II sobre la Iglesia ( 25,2 ) que después ha sido citado e interpretado en varios documentos. Allí se dice que cuando todos los obispos del mundo, aunque estén dispersos, en comunión con el Sucesor de Pedro exponen una doctrina definitiva en las cosas de fe y costumbres, en ese caso anuncian infaliblemente la doctrina de Cristo.

Pero el católico perplejo, que desea sinceramente respetar el magisterio, no tiene suficiente seguridad de que sea éste el caso de la Carta Apostólica del Papa. No se atrevería a afirmar que existe esa libre confluencia de los pareceres de los obispos del mundo para considerarla definitiva e irreformable. Hasta un nuncio del Papa, después de la publicación de la carta Ordinatio sacerdotalis decía que debía proseguir un dialogo pacífico y un par de días antes de que la Congregación de la Doctrina de la Fe publicara la respuesta referida al comienzo de la reflexión, el arzobispo Pilla de Cleveland, recientemente elegido presidente de la Conferencia Episcopal de U.S.A. reconocía que seguirá habiendo disentimiento en la Iglesia en torno a la ordenación de mujeres, matrimonio de los sacerdotes y otras cuestiones. Pero recomendaba que ese disentimiento se manifieste siempre de un modo misericordioso, lleno de afecto y amabilidad. No debe de realizarse con temor, si no con caridad y respeto.

Ciertamente el magisterio ordinario del Papa puede utilizar diversos tipos de documentos : Constituciones, Encíclicas, Exhortaciones, Cartas Apostólicas, Bulas, Declaraciones. En cualquiera de ellas puede enseñar una doctrina irreformable haciendo uso de su carisma de infabilidad. Pero su voluntad definitoria debe constar sin duda alguna. Tal es el sentido de la definición del Vaticano I que ha sido refrendada por el Vaticano II e incluso plasmada en el CIC 749,3. Parece por el ello que el valor real de la Carta Apostólica del Papa no aumenta ni disminuye con la interpretación posterior de la Congregación de la Doctrina de la Fe . Y aunque el católico perplejo desee sinceramente acoger el magisterio de la Iglesia hasta donde le es posible, tampoco puede olvidar, como telón de fondo, los no pocos casos en los que el magisterio enseñó doctrinas que parecían irreformables y luego han experimentado, por parte del propio magisterio de la Iglesia, modificaciones radicales. Hacer una lista de estos casos sería tarea larga y penosa. Más o menos explícitamente están en la mente de todos. Por poner sólo unos casos, mencionemos los decretos en tiempos de San Pío X sobre la formación e interpretación de la Biblia, las afirmaciones sobre derechos humanos y libertad religiosa, el monogenismo o la esclavitud.

La ordenación de mujeres como tarea ecuménica

Con frecuencia se dice que la ordenación de mujeres es un desafío. Esta expresión, que es un calco semántico de la palabra inglesa challenge, es un término predilecto en el lenguaje ecuménico y diplomático. Puede servir para encubrir las intenciones de los hablantes. Pues lo que para unos significa una provocación, es para otros un problema y para otros finalmente una tarea. Lo que agrava la cosa es que estos significados se excluyen prácticamente unos a otros. Aquel que perciba la ordenación de las mujeres bajo el aspecto de provocación, no se sentirá inclinado en la mayoría de los casos a someterse al estudio de la ordenación de las mujeres como tarea. Pero esto es precisamente lo que resulta necesario hoy en día. Ninguna Iglesia podrá sustraerse a esta tarea a la larga, porque en el debate actual la ordenación de mujeres está entrelazada de manera sumamente íntima con la cuestión misma acerca de la mujer.

La ordenación de mujeres como tarea se contempla en general como una cuestión que sólo podrá resolverse definitivamente en el futuro, y entonces por medio de un concilio ecuménico. Es posible abusar de este argumento para dar largas a esta cuestión hasta el 31 de febrero. Sin embargo, su urgencia y su actualidad exigen ya hoy día un tratamiento que haga justicia al estado de nuestros conocimientos teológicos y a quienes viven en la base de la Iglesia. Un no categórico del debate difícilmente podrá imponer fin al debate. Lo único que hará será complicar la situación, ya que dentro de la Iglesia se recurre sólo adicionalmente a la obediencia al magisterio eclesiástico.

No es casual que hayan sido principalmente mujeres las que situaran la ordenación de las mujeres en el conjunto de las tareas ecuménicas que hay que abordar hoy día. Para muchas personas, la cuestión de la ordenación de las mujeres tiene el carácter de una pregunta crucial. Se ha convertido en el termómetro para medir lo que las Iglesias piensan en la cuestión acerca de la mujer en la Iglesia, y en la cuestión acerca de la participación y responsabilidad conjunta de los miembros de la Iglesia.

Si hace todavía treinta años los partidiarios de la ordenación de mujeres eran los que tenían que fundamentar con argumentos se propio punto de vista, actualmente la carga de la argumentación pesa sobre los adversarios de la ordenación. La discusión en torno a la ordenación de mujeres – y en esto se distingue la actual discusión en torno a la ordenación de mujeres que se hicieron en siglos anteriores- no es ya, desde hace mucho tiempo, un discurso entre académicos encerrados en sus respectivas torres de marfil, si no que ha llegado a ser un tema que hace pensar a muchas personas que viven hoy día: Hacer pensar : estas dos palabras indican que se han efectuado un cambio muy serio de mentalidad con respecto a la capacidad de las mujeres para ejercer un ministerio. Y ¿por qué la ordenación de mujeres no iba a poder integrarse en la correspondiente tradición e índole peculiar de la propia Iglesia?. La apertura ecuménica del presente siglo ha conducido a aproximaciones en el terreno de la convivencia práctica y en el plano del discurso teológico, aproximaciones que muestran precisamente sus frutos en la cuestión relativa a la ordenación de mujeres.

La reflexión teológica acerca de la ordenación de mujeres y su posterior introducción fue fecunda en muchos aspectos. Así se ve, por ejemplo, en el recurso a la Escritura y a la tradición a propósito de esta cuestión. El testimonio de la Escritura ¿se utiliza únicamente para rechazar la cuestión?¿O la tradición se considera como río de vida, como proceso de traducción creativa y viva, por el cual se pueden dar respuestas nuevas a cuestiones actuales?. Que el recurso de la Iglesia no basta por sí sólo para argumentaren contra de la ordenación de las mujeres lo demuestra la apertura que se hace de los ministerios a las mujeres en las Iglesias protestantes. También la Comisión Bíblica Pontificia llegó en 1976 a la idea de que las razones bíblicas, por sí solas, no eran suficientes para excluir la ordenación de las mujeres. La tradición no puede ser un cofre cerrado en el que se guarden tesoros, sino que es una dote que sólo enriquece cuando se transmite. Otro fruto del debate en torno a la ordenación de mujeres consiste en haber conducido a una profunda reflexión sobre el significado y el ejercicio de los ministerios eclesiales dentro de las comunidades eclesiales. También el aspecto pneumatológico, contemplando a los argumentos cristocéntrico, ha ganado más espacio en la teología acerca del ministerio.
Allá donde unos temen que el ministerio pierda parte de su carácter místico y sacerdotal, otros experimentan la integración de las mujeres como enriquecimiento del ministerio y como profundización espiritual, con la cual se expresa también en la estructura de los ministerios la misión salvífica de Cristo.
Resumiendo, podemos afirmar que las Iglesias que han estudiado a fondo la ordenación de las mujeres se han visto estimuladas también e examinar críticamente la comprensión teológica de sí mismas como Iglesia.

Conclusiones

1. Con respecto al nuevo derecho canónico.

Si bien es cierto que el nuevo derecho canónico mantiene varias de las antiguas discriminaciones en la manera de tratar a las mujeres y a los varones, algunas de las diferencias que hemos advertido resultan significativas. Es así porque :
1.- se refieren directa o indirectamente a la distinción entre clérigos y laicos y la correlativa exclusión de las mujeres, que no tienen acceso a las filas de los ministri sacri
2.- aceptan sin discusión la subordinación de las mujeres en la Iglesia, como es el caso de las religiosas contemplativas de clausura. En el canon 208, el Código de 1983 matiza su afirmación de la genuina igualdad entre todos los christifideles añadiendo la frase conforme a la condición y función de cada cual. A la vista de esas matizaciones, cabe afirmar que el laicado no es jurídicamente equiparables a los varones laicos. La primera discriminación está sólidamente fundada en la institución divina de los ministri sacri; la segunda carece de un fundamento tan sólido.

Desde un punto de vista global, es evidente que, en la práctica, las mujeres no son tratadas en pie de igualdad con los varones, lo mismo en la sociedad que en la Iglesia. Sociológicamente, constituyen más de la mitad de la fuerza laboral y por lo menos los dos tercios de la población analfabeta del mundo. Tienen menores oportunidades económicas y reciben salarios inferiores en comparación con los varones, y sufren la opresión política o física de éstos. Algunas sociedades y religiones se niegan a considerar iguales o al menos potencialmente iguales a varones y mujeres. Dentro de la Iglesia, a las mujeres se ha atribuido tradicionalmente una condición inferior en teoría y unas funciones subordinadas en la práctica. No es fácil valorar con exactitud hasta qué punto ha contribuido la Iglesia a la discriminación general y eclesial mediante su legislación y su práctica anteriores. Hasta qué punto contribuirán en el nuevo derecho y la nueva práctica a imponer una igualdad de trato entre las mujeres y los varones, tanto en la Iglesia como en la sociedad, es algo que todavía está por ver.

2. Con respecto al Movimiento Ecuménico

A la vista de tal ganancia obtenida por el estudio a fondo de la ordenación de mujeres, resulta tanto más grave la acusación de que el movimiento ecuménico se ve dificultado por la introducción de la ordenación de mujeres. Con ello se convierte a las mujeres en chivo expiatorio de un problema que propiamente afecta a las Iglesias mismas. Además, esa manera de ver las cosas percibe únicamente una parte del actual paisaje ecuménico. Porque en el ecumenismo practicado en la base y en el ecumenismo de las mujeres, las mujeres que ejercen el ministerio no son consideradas como obstáculo, sino más bien como compañeras en el camino y como mediadoras en una Iglesia que acepte una comunión justa entre mujeres y hombres

3. ¿Qué hacer?

Si hemos insistido en los puntos difíciles es para referir, no a los que viven pacíficamente su fe y aceptan convencidos esta doctrina ( por verdadero asentimiento religioso que no por mentalidad antifeminista), sino a los que, por causa de esta doctrina, duda de si tienen sitio en esta Iglesia.

En primer lugar sugerir que cada uno de los católicos revisemos una vez más nuestra actitud con respecto a la Iglesia en general y en este caso en particular. La obediencia al magisterio que se nos pide a los católicos de a pie es que estemos dispuestos a aceptar las enseñanzas de la Iglesia y no sólo cuando nos encontremos ante un dogma de fe. No sería sana ni deseable la situación en una familia en la que la convivencia sólo se consiguiese a golpe de amenaza de expulsión. Todo ello sin desconocer que el magisterio ordinario no es infalible y por tanto, en el fondo, no es irreformable.

En segundo lugar, una ancha paciencia . En la Iglesia todos somos oyentes de la Palabra. Algunos, además, tienen la misión de transmitírnosla. Tendremos que aceptar situaciones y circunstancias que no coinciden exactamente con lo que deseamos y pensamos . Nos ayudará a esto tener conciencia de que también nosotros necesitamos ser aceptados y de que aportamos a la comunidad de creyentes no sólo nuestra luz sino nuestra propia oscuridad e incoherencia .
¿Podrá el católico perplejo desearse y desear paciencia mutua?. Recordar un caso ya lejano: El Papa Paulo V en 1607 ordenó que los jesuitas y dominicos cesarán con sus discusiones acaloradas sobre la gracia . Unos años más tarde, en 1611 , justificaba aquella medida con un principio que sigue teniendo validez: El tiempo enseña y pone de manifiesto la verdad de las cosas porque es un gran juez y estimador de las cosas.
Rodriguez Patiño, Luis Ángel
Rodriguez Patiño, Luis Ángel


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