Opinión en Galicia

Buscador


autor opinión

Editorial

Ver todos los editoriales »

Archivo

La casa de Aristóteles

viernes, 23 de septiembre de 2016
Es agosto con enormes edificios
en el oeste de Buenos Aires, y la neblina nos recuerda Londres,
que también es Chile,
con mujeres que se desvisten
en callejones y adolescentes
que deambulan por el oeste
de este tiempo sudamericano.
(Agosto en Buenos Aires; Aristóteles España)

En el viejo Buenos Aires, rúa Lavalle, cerca de Talcahuano, tercer piso ascensor, departamento antiguo, dos ambientes: living-comedor-La casa de Aristótelescocina, dormitorio grande con un enorme colchón sobre esterillas, tálamo del poeta chilote, Aristóteles España y de su compañera, Georgina. Llegué a finales de septiembre de 1989, exiliado financiero, huyendo del descalabro y de las policías civil y militar, que me buscaban por “juicio de alimentos” y “giro doloso de cheques”. El Tote me recibió como a un hermano. Durante mes y medio compartimos el techo, el sofá donde yo descansaba y él leía, y la comida que yo mismo preparaba para los tres, sazonada con la diligente inventiva de la escasez y alguna experticia heredada de mis tías gallegas...

La vida era barata bajo aquel gobierno del peronista Menem, y, con un puñado de dólares –digamos cien- nos alimentábamos durante un mes, a punta de hamburguesas y papas y arroz, a veces un matambre o un costillar de cerdo, vino en caja, “cartonet”, como decimos en Chile. Cuando se acababa la plata, comprábamos un blanco de dos litros, marca “Resero”, que traía la burda estampa publicitaria de un gaucho a caballo arreando bovinos.

En el pequeño almacén de don Tirso teníamos conversa gratis y crédito para vituallas de primera necesidad y para el infaltable vino de emergencia... A la mañana siguiente de las libaciones, el dolor de cabeza no te lo despintaba ni Cristo rey; era como si te sacudiera los sesos un galope de mil reses en estampida, pero las penas iban mejor después de un par de vasos y las palabras volvían a construir los anhelos difusos.

Aristóteles, el amigo Tote, poeta precoz, que fuera llamado en su tiempo el “Rimbaud chileno”, tuvo el triste privilegio de ser el más joven de los prisioneros de Isla Dawson, torturado hasta el agotamiento físico y moral, porque su condición de chilote de áspero carácter le tornaba más porfiado e indomable que el resto de confinados, pese a los consejos que sus compañeros de infortunio le daban para que asumiera una actitud indiferente o sumisa ante los verdugos de uniforme. En el campo de concentración no servía el expediente de la minoría de edad ni de las enfermedades crónicas, como bien lo supo el padre de Osvaldo Puccio, y éste como adolescente que acompañara a su padre en aquel feroz extrañamiento, obra de los militares y –hay que decirlo- de la derecha de este país, que sabe servirse de sus gendarmes cada vez que ve peligrar sus ancestrales privilegios.

Para variar, teníamos un proyecto entre manos. Aristóteles había contactado a dos argentinos, de labia fácil y voluntad torcida, Francisco T. y Pablo R., representantes en Argentina de una fundación cultural hispana y clientes asiduos de algunas ONG de países hiperbóreos. El propósito que iba a ligarnos con ellos, por dos años de generosa renta fija y alegre labor, según propuesta no escrita y elucubrada en verborrea progresista, era la edición, moderna y actualizada, de doce libros fundamentales del Descubrimiento de América, entre los que destacaban El Diario de Colón, las Cartas de Hernán Cortés, las Cartas de Pedro de Valdivia, Naufragios… También el Popohl Vuh, para que no todo fuese cantar loas al invasor. Los españoles de la España tardo-democrática y postfranquista estaban invirtiendo ingentes sumas de dinero con miras a conmemorar, en distintos ámbitos y varias actividades, la efemérides del quinto centenario de la apropiación de América para los imperios católicos de Occidente…

Pero es tan humano recordar la posesión de un imperio que perdiste de modo irremediable, que bien valía la pena el acopio y dispendio de millones de pesetas. Y no hay etnia sobre la tierra que viva más de añejos prestigios y derrotas históricas que la española. Esto bien lo asumieron y expresaron Miguel de Unamuno y Antonio Machado, cada uno en su vena proverbial.

A mi cargo quedaba compendiar aquel manojo de textos dispares, con miras a una masiva publicación en fascículos, destinada a jóvenes de la enseñanza media de los países iberoamericanos. Una ambiciosa propuesta que nos significaría –a Tote y a mí- cinco años de cómoda permanencia en Buenos Aires, junto a nuestras familias, viviendo del beneficio del talento literario bien administrado y con otros planes similares en mientes.

Durante tres meses sólo recibí doscientos dólares -de los tres mil prometidos por P y F para ese período-, pese a que en sesenta días concluí las compilaciones, todas mecanografiadas en Underwood eléctrica proveída por Juano Villafañe, poeta argentino, mentor de la Librería y Centro Cultural Liberarte, donde me recluía por las tardes a escribir, hasta la medianoche, con el material obtenido de la Biblioteca del Congreso Argentino, en largas y gratas jornadas de investigación y lectura de esos testimonios apasionantes, pese a los cinco siglos de distancia, porque aquellos aventureros de la mentada epopeya traían consigo fuegos y apetitos descomunales, aunque llenos de humano afán, al decir de Neruda en Confieso que he vivido: “Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra... Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes... el idioma. Salimos perdiendo... Salimos ganando... Se llevaron el oro y nos dejaron el oro... Se lo llevaron todo y nos dejaron todo... Nos dejaron las palabras”.

Por la noche, nos reuníamos con amigos chilenos y paraguayos, en el bar Capri, para charlar y beber cerveza, vino y ginebra, según fuese el monto de la caja común, pues no hay solidaridad más ecuánime y perfecta que la del bar. Conocí al poeta y escritor paraguayo, Elvio Romero, radicado en Argentina desde hacía veinticinco años, exiliado por el militarote Stroessner. Elvio apoyó nuestros afanes, con la generosidad de quien no olvida su propia desgracia, pese a que entonces gozaba de tranquilidad pecuniaria. Conservo su biografía de Miguel Hernández, una de las mejores que se escribieran sobre el poeta campesino de Orihuela.

A nuestro regreso de la diaria bohemia, Georgina reprendía a Tote y éste juraba, como corresponde, enmendarse pronto. Decidí buscar un domicilio menos cálido pero más tranquilo y arrendé un cuarto en calle República de Chile, en una residencial regentada por coreanos, que olía a ajo revenido y a cebolla frita en aceite ruin. Pero los olores eran lo de menos; tenía yo una habitación oscura, pero aislada en un patio interior, que me ofrecía wáter individual y ducha fría. Un lujo en aquellos días de precariedad constante.

Una mañana de noviembre fui a la fundación para repetir el trámite de cobro, como hacía cada viernes, con paciencia más gallega que musulmana. Al volver la esquina para llegar al edificio donde funcionaba la entidad, advertí un movimiento inusual en la vereda. Varios changadores sacaban muebles y computadores de la sede y los subían a un enorme camión de mudanzas. Divisé a doña María, la portera, que hablaba con el conductor. Me acerqué, con cara de curioso bobo… -Pero che -me dijo, acaso no sabés lo sucedido, no te enterás por la prensa… Ante mi callado estupor, agregó: -Los directores andan prófugos, estafaron a los suecos en un millón de dólares, los busca la policía… Se largaron debiéndome dos meses de salario… Mirá, aquí tenés el periódico.

Leí los pormenores de la noticia, sin demasiado asombro, pues ya intuía la estafa detrás de las retóricas y relamidas explicaciones de ambos ejecutivos de la mentira. Regresé sobre mis pasos. Hacía un calor del demonio. Hubiese bebido con deleite una o dos cervezas frías, pero mis bolsillos carecían de monedas.

Al llegar a la residencial me topé con el coreano regente, quien me espetó, en su castellano entrecortado y gutural: -Si no paga hoy usted deja cuarto y quedo con cosas suyas en prenda hasta que pague… La cara del asiático era imperturbable, pero los ojos expelían chispas de absoluta resolución. Después de una ducha, quizá la última en aquel tugurio, me lancé a la calle en espera de un milagro, intempestivo como todos los prodigios.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


PUBLICIDAD
ACTUALIDAD GALICIADIGITAL
Blog de GaliciaDigital
PUBLICACIONES