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Primer recuerdo, primera imagen

miércoles, 17 de agosto de 2016
Primer recuerdo, primera imagen Comentábamos, con el poeta Benito Moreno, ese verso de Efraín Barquero: “El hombre tiene la edad de su primer recuerdo”. Nos parece lúcido, dentro de su revelación poética, aunque yo agregaría que existe también una primera imagen asociada a la memoria remota, y ella es el encuentro originario con nuestro rostro en el espejo, porque los seres humanos y casi todas las especies animales, salvo algunos bichos acuáticos de ojos esféricos movibles en perspectiva de trescientos sesenta grados, miramos hacia fuera, y nunca vemos la propia imagen, hasta que nos enfrentamos a ese misterioso cristal que nos refleja, y que puede ser también el espejo del agua, ese primer lugar mágico que reveló nuestro rostro singular, como diciéndonos: -“Ese eres tú, el único, el que ve el mundo de manera individual, de una forma en que nadie lo verá por ti”.

Benito me ha recomendado que mejor deje hablar al Grillo, ese que me acompaña, desde hace muchos años, sin envejecer. Lo hago.

“Eras pequeño cuando contemplaste por primera vez tu cara asombrada en el espejo. Poco a poco, advertirías algunos cambios, los que el tiempo iba grabando, muy lento para tu percepción cotidiana, un poco más rápido para tus seres cercanos, y acelerado para quienes te veían luego de períodos más extensos: meses, años, lustros, décadas, al punto de tornarte irreconocible a la inmediata mirada del otro, cumpliéndose aquello que repites, de tu admirado Jorge Luis Borges: ‘La vejez, eso que les pasa a los otros’ ”.

“Hace seis meses, el poeta y pintor gallego, Antonio Chaves, te hizo un retrato sobre la base de una fotografía no tan antigua, pero quizá merced a su trazo fraternal, la imagen autorreferente parece rebajarte diez o quince años de un plumazo, lo que provoca las consabidas bromas de amigos y parientes, que te acusan de pretencioso y poco veraz, como si te quitaras exprofeso unos cuantos años de encima, lo que no es habitual en ti; al revés, te aumentas uno o dos años, tal vez para gratificarte de no parecer tan viejo cuando debes indicar tu edad cronológica, y alguna vieja amiga -o alguna nueva de los talleres literarios- te dice, con un dejo que te parece atrevido: -´Si estás estupendo, parece que no tuvieras más de sesenta’… Como si aquello fuese un consuelo ante la inevitable decrepitud que persigue tus pasos, que a veces parece adelantarse a nosotros, como un pájaro agorero que sobrevolara sin previo aviso nuestro camino”.

“La primera vez que te enamoraste y ella accedió a que la llevaras al cine, te acicalaste ante el espejo, mientras te embargaba la decepción. Tu cara se veía demasiado infantil, imberbe, mientras ella, tu amada, figuraba en tu magín como una estrella de cine, airosa, imponente… Y fue tu primer fracaso; amoroso, también, porque le cogiste la mano con excesiva timidez, y la tenías fría y sudorosa, y eso seguro que no la excitó. Después de mucho rato, intentaste besarla y fuiste más torpe aún, un beso sobre los dientes, insípido y babeante…”.

“Pasarían quizá años en que el espejo se trocaba por lo habitual en ventana a la decepción, porque estabas descontento con tu cara, con tu facha, con tu estampa… Pero, tal vez por un impulso masoquista, no olvidas esos recuerdos hechos imágenes cristalizadas… Ahora también te miras, a veces de soslayo, en los espejos de los bares, y te encuentras mejor, quizá porque te observas con la inevitable misericordia de la vejez. Pero, a estas alturas, de bien poco te sirve, así es que vuelve a tus reflexiones memoriosas, discípulo locuaz de este Grillo; escríbelas lo mejor posible, y basta por hoy.”

Durante los dos últimos años de vida, cerca ya de cumplir el centenario, mi madre repetía una imagen recurrente, quizá el trazo de su primer recuerdo; es durante una noche de invierno de 1916 o 1917, en la casa de su niñez, frente a la plaza Echaurren de Valparaíso:

“Yo dormía en una habitación del tercer piso, que no tenía ventanas, porque daba a un patio ciego. Pero recibía luz de una alta claraboya, que a mí me parecía un cielo lejano, donde a veces amarilleaba el sol o temblaban por la noche las blancas luces de las estrellas...

“La tapa de aquel ventanuco encristalado, al parecer, estaba sujeta con un alambre retorcido y una de las puntas raspaba el vidrio con un ruido sordo, como el quejido de un pájaro, pero sólo cuando arreciaba el viento del Pacífico... Al principio, yo me asustaba, pero luego fui acostumbrándome, al punto que cuando percibía aquel rasgueo lastimero, me decía: Qué bueno, es el viento, y luego vendrá el tambor de la lluvia”.

Era su primer recuerdo, evocador y poético, por cierto.

Yo tuve mi primera imagen remota, remotísima, que se difuminó hace veinte años: un enorme árbol caído –tal vez una palmera- un rostro cetrino, de barba negra y la sensación de que alguien me sostiene y aprieta, al mismo tiempo.

Sería mi abuelo Adolfo, que murió un par de meses después del origen de este recuerdo. Hace mucho que ingresó al cofre del olvido, y ya no surge ni en las evocaciones ni en los sueños, y solo la memoria literaria –la menos auténtica de todas-, lo recupera como efímero renglón.
Pero me queda otro, cuando tenía yo poco más de dos años de edad. Es el patio de nuestra segunda casa materna, en calle Siglo XX, donde hay un gran automóvil verde, de dos plazas y pedales relucientes…
Era nuestro regalo de Navidad, de mi hermano Toño y mío, provisto de asientos para ambos. Olía a pintura fresca, un aroma que al percibirlo de nuevo, en cualquier ocasión, me remonta a ese recuerdo, con asombrosa nitidez… Quizá cuando lo pierda ya no existirá nada en mi memoria, donde se habrá posado para siempre “esa blanca paloma que duerme en el olvido”.

Y concluyo con dos estrofas que contienen el verso que hace posible esta crónica, del poema La mesa servida, de Efraín Barquero:
No es una mesa, es una piedra. Tócala en la noche.
Es helada como el espejo de la sangre
donde nadie está solo sino juzgado por su rostro.
Tócala y pídele que vuelva a ser ella misma
porque si no existiera, no podríamos tocar
el sol con una mano y la luna con la otra.
Y comeríamos a oscuras como los ratones el grano.
Es la vieja mesa que nadie pudo mover.
Sólo la luz de la estación la cambia de sitio.
O los nuevos convidados con su voz nunca oída.
Y el ausente la encuentra siempre donde mismo,
siempre dándole su rostro, nunca a sus espaldas.
Porque el hombre tiene la edad de su primer recuerdo.
Y el ausente crece al caminar hacia ella.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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