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Afanes y halagos de la escritura

viernes, 26 de agosto de 2016
Decía Baroja, en su deliciosa 'Juventud, egolatría':
“con el egotismo sucede un poco como con las bebidas frías en verano,
que, cuanto más se bebe, se tiene más sed”.

Afanes y halagos de la escritura
En 1978 perpetré mi primer poemario, Ciudad Crepuscular, veinticuatro poemas breves inspirados en el tópico de la gran ciudad que se ama y se odia, al mismo tiempo. Un pequeño libro, autoeditado, como suele ser el ejercicio de creación impresa de los poetas, por lo común pobres de misericordia o sujetos de recursos muy limitados. Lo hice en la imprenta de los hermanos Calderón (al menos el apellido ofrecía señales de nobleza literaria, tanto en Chile como en España). Fui a buscar los ejemplares en la mañana de un viernes soleado de mayo. Retiré cincuenta libros, de los trescientos, que olían a tinta fresca y embriagadora, como un vino selecto que se bebe entre buenos amigos.

Salí por la boca sur del Metro Salvador, rumbo a mi oficina de contable (sí, claro, como Pessoa), con uno de los libros en la mano. Delante mío caminaba un individuo alto, levemente encorvado, pero con paso ágil y decidido. Le reconocí. Era Eduardo Frei Montalva. Apuré el tranco y quedé a su lado.

-Buen día, don Eduardo.

-Hombre, buen día, ¿cómo estás?

Era obvio que no me conocía, pero su saludo era cordial, muy propio del político canchero que despliega amabilidad con todo el mundo… Pero yo estaba radiante y optimista, tal vez como nunca más lo he vuelto a estar, así es que actué como si nos conociéramos.

-Muy bien, don Eduardo…

-¿Y este libro? ¿De qué se trata?

-Es mi primer poemario y…

Le acompañé hasta la puerta de su casa, en calle Hamburgo. Me invitó a tomar café, pero no incurrí en ese abuso de confianza. Con mano algo trémula, escribí breve dedicatoria en el primer ejemplar y se lo obsequié.

En el homenaje que se rindió a Pablo Neruda, hace unos meses, luego de la tercera o cuarta remoción de sus huesos venerables, intercambié unas palabras con Carmen Frei Ruiz-Tagle. Recordamos el homenaje que organizara Luis Sánchez Latorre, Filebo, en 1983, en el salón de actos de la Sociedad de Escritores de Chile, a la memoria de Eduardo Frei Montalva, con la presencia de su viuda, de todos sus hijos y de algunos personeros de la Democracia Cristiana. (Frei Montalva era socio de nuestra SECH, autor de tres libros conocidos en el ámbito de los ensayos políticos). El discurso central estuvo a cargo del escritor Jorge Edwards, que habló de sí mismo, a propósito de Eduardo Frei… (La egolatría en nuestro gremio suele alcanzar ribetes esperpénticos, por eso me gusta afirmar que: “entre los grandes escritores hispanoamericanos, soy el más humilde”. Bueno, tal vez por eso, digo aquí que Carmen Frei recordaba mi libro en algún rincón de la enorme biblioteca de la Fundación Eduardo Frei, calle Hamburgo. (También considero la posibilidad de que me lo haya dicho por cortesía, aunque me sintiera muy halagado).

En 1986, en la Casa del Escritor, entregamos su carné de socia honoraria a Isabel Allende (¿por qué honoraria, me pregunto, con todo el dinero que tiene?). Suponemos que el prestigio literario, que todos los escritores perseguimos, justifica estos honores, pues engrandecerían también a la institución. Es como lo que suele propalar el poeta César Millahueique: “Yo comparto, sin reticencias y con todos, mi evidente prestigio literario”.

En aquella ocasión memorable, me correspondió a mí el honor de entregar a Isabel Allende el humilde cartón con su fotografía bajo el logo estrellado de la SECH. Filebo había hecho saber su interés por organizar un acto más o menos masivo, con la concurrencia de jóvenes universitarios y bisoños escribas. Me encomendó que pidiera a los escritores conocidos, y aun célebres, ser breves en sus intervenciones –no más de cinco minutos cada uno- para posibilitar el diálogo de la escritora con la juventud presente.

La primera en solicitar la palabra fue Matilde Ladrón de Guevara… Me alarmé, pero ella aceptó la sugerencia e intervino con cuatro minutos de acertado beneplácito y bienvenida a nuestra prolífica best seller criolla. El segundo escritor en intervenir fue Humberto Díaz Casanueva, de pie, luciendo su recia estampa y esa voz segura y ampulosa que le caracterizaba:

-“Cuando yo estuve en México, hace cuarenta años, con Gabriela Mistral, yo le dije acerca de la literatura femenina latinoamericana que…”

-“Entonces, ella me respondió, y yo acoté que según mis conocimientos y abundantes lecturas sobre el tópico…”

La perorata seguía su curso, mientras yo miraba mi reloj: quince minutos, dieciocho, veinte… Me atreví, levanté la mano derecha y le dije: -Perdón que le interrumpa, Humberto, pero habíamos acordado que el tiempo para formular preguntas a Isabel no puede sobrepasar los cinco minutos…

La evidente indignación hizo parecer aún más alto a Díaz Casanueva. Sus grandes ojos pugnaban por escapar de las órbitas…

-¿Qué te has imaginado?, ¿quién eres tú para hacerme callar? Esto es el colmo, ya no hay respeto en esta casa por los maestros de la literatura.

Y se retiró, en el clímax de la ofuscación y el orgullo herido.

Una semana más tarde, en la reunión de directorio de la SECH, Luis Sánchez Latorre dio lectura a una airada carta del gran poeta Humberto Díaz Casanueva, denunciando “el atropello infligido a su persona por un bisoño y desconocido mozalbete de las letras”. Ante mi alarma y consiguiente preocupación, Filebo se lo tomó con humorístico estilo.

-No te preocupes, Moure, es solo un estallido de vanidad ultrajada… Se le pasará tan rápido como le vino.

Quince días después, recibí una gentil invitación de Humberto para asistir a una cena en su casa, junto a Juvencio Valle, Luis Sánchez Latorre, Emilio Oviedo, Jorge Edwards, Oreste Plath, Martín Cerda y dos o tres más ilustres miembros del Parnaso chileno… Una fina manera de reconocer lo impropio de su arresto de bullada egolatría.

Tengo la impresión -amigo lector- que hoy, en nuestra querida Casa de todos los escritores, no abundan tanto como antes los pavos reales de la literatura. En lo que a mí atañe, sigo entregando en su seno, con alegría y proverbial modestia, mis extraordinarios conocimientos sobre el difícil oficio de Miguel de Cervantes y de sus incontables sucesores, entre los que me cuento con singular fortuna y reconocida fama.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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