Opinión en Galicia

Buscador


autor opinión

Editorial

Ver todos los editoriales »

Archivo

El más fiero

viernes, 24 de junio de 2016
Para Ignacio y Oscar Veillon

Cuando en septiembre de 1958 resultó electo Jorge Alessandri Rodríguez, el candidato de la Derecha (Liberales y Conservadores unidos: curiosa y aparente dicotomía), el Doctor Rodríguez, ilustre vecino de La Cisterna, respiró aliviado; el orden natural del mundo parecía en parte restituido. Aunque él no era pariente del insigne plutócrata, se sentía parte de aquella estabilidad que iba a reivindicar los derechos de los propietarios, por desgracia amenazados ante la creciente delincuencia y los planes socializadores del populismo en boga.

El Doctor Rodríguez poseía una quinta de algo más de media hectárea, con huerto propio y gallinero, árboles frutales y dos perros guardianes de raza alsaciana, adquiridos cuando cachorros, un par de años atrás. Durante los días de Semana Santa, el Doctor y su familia viajaron al fundo que sus hermanos mayores administraban en Chimbarongo. Al regreso, el domingo por la noche, él, su mujer y sus dos hijos varones, vieron con estupor que los malandrines habían desvalijado la casa. El Doctor pensó que lo peor había ocurrido a sus canes de custodia, pero ellos no estaban por ninguna parte; sí, era previsible que también los hubieran hurtado.

Desde aquel aciago suceso, el Doctor Rodríguez se propuso obtener el perro más fiero del barrio, capaz de cautelar su patrimonio raíz y, por si fuera poco, dar cuenta de los canes rivales del barrio, porque para él resultaba imprescindible imponerse en ese tipo de contienda. Cuando mi padre gallego se enteró de los afanes del Doctor, sonrió con su habitual socarronería, para comentar: -Este doctor no tiene ni físico ni agallas para pelear con nadie y quiere endosarle su incapacidad a un pobre animal…

Yo por entonces no había leído a Freud e ignoraba todo lo relativo a la sublimación de los impulsos inconscientes, aunque en mi fuero interno creía entender aquella frustración, pues si bien yo contaba con buena envergadura física y apreciable capacidad atlética, me era difícil entreverarme en peleas que no fuesen simples disputas deportivas. (Parece que desde muy temprano carecí del prurito de la competitividad agresiva).

Una tarde veraniega de 1959, cuando en casa celebrábamos el triunfo de los fieros y barbudos guerrilleros cubanos sobre el sátrapa Fulgencio Batista, el Doctor Rodríguez irrumpió en la ferretería, sosteniendo por la traílla, a duras penas, a un enorme perrazo amarillo con cabeza de león y enormes patas negruzcas. Ante el gesto de sorpresa interrogativa de mi padre, dijo: -Acabo de comprar este magnífico perro; es una mezcla de gran danés con dogo alemán; tiene unas mandíbulas poderosas y unos colmillos de tigre siberiano… Es nuevito todavía, un año y medio de edad, pero no habrá en el barrio perro que le haga frente.

-Salvo el Sil –retrucó mi padre, casi en sordina.

-¿Sí? –preguntó, desafiante, el Doctor… -¿Quiere que probemos?

-Doctor –dijo mi padre, ¿para qué vamos a exponer a los animales en una contienda inútil?

-Ah, ¿tiene miedo? –sugirió el galeno, mirando a mi padre a los ojos. Éste le sostuvo la mirada, imperturbable, como diciéndole: -“Conmigo no se meta, doctorcito”.

La confrontación tuvo lugar a la hora vespertina, en nuestra cancha de futbolito, detrás del negocio de mi padre. El Doctor desató a Platón –que así se llamaba el can de marras-, mientras mi padre abría el canil de nuestro ovejero. Nada más ver a su rival, Platón arremetió con el vigor de su imponente estampa, derribando a Sil, que se repuso de inmediato, sin haber resultado mordido por la temible tarasca de Platón. Enseguida, el ovejero emprendió un rápido asedio circular contra el enemigo, que babeaba, desesperado por cogerlo... Pasados unos minutos, cuando Platón lucía su lengua amoratada por el esfuerzo, Sil aprovechó un descuido y le clavó los dientes en la garganta. El perrazo, con violentos sacudones convulsivos, trató de zafarse de aquellos colmillos, pero el ovejero alemán no le soltaba, hasta que se hicieron evidentes los desgarrones de Platón y el flujo de sangre sobre su pelaje amarillo. Con grandes esfuerzos y no escaso riesgo, logramos destrabarlos.

Mi padre extendió al Doctor su enorme mano, diciéndole: -Lo siento, pero si el atributo de la fiereza no va acompañado de la astucia, de poco sirve.

(Ahora, cuando en nuestra sociedad se confunde, cada vez más, la inteligencia con la astucia, recuerdo aquella frase proverbial del gallego, y sonrío en silencio, porque no hay mejor crítica que la callada sonrisa).

El Doctor Rodríguez se llevó a su maltrecho campeón hasta el veterinario más cercano y no volvió a aparecer por la ferretería, hasta tres o cuatro meses más tarde. Traía la mano derecha vendada y el brazo en cabestrillo. Venía solo, algo cabizbajo, los ojos tristes, como si hubiera perdido a un ser amado.

Mi padre, solícito y cordial, como buen gallego, inquirió: -¿En qué lo puedo ayudar, Doctor Rodríguez?

-Don Cándido, quiero contarle lo que han sido mis peripecias con Platón.

-Soy todo oídos…

-Bueno, después de aquella pelea con su ovejero, decidí que a Platón le faltaba un adiestramiento adecuado, así es que lo llevé a donde los hermanos Meyer…, sí, los que entrenan perros, en la avenida Lo Espejo. Klaus Meyer, el mayor, miró a mi Platón y me dijo: -Mire, Doctor, este perro carece de mínima inteligencia para ser adiestrado. –¿Qué dice?, ¿acaso me sugiere que Platón es estúpido? –No le sugiero nada, es mi opinión de experto en el oficio de preparar perros. –Se equivoca, Herr Meyer, insisto en que lo adiestre, y voy a pagarle a usted lo que cueste.

–Bueno, si insiste, son mil doscientos dólares por mes… Treinta días más tarde lo fui a buscar. Platón estaba triste y flaco, como yo ahora.

-Siga, siga Doctor.

-Lo único que mi guardián había aprendido era a sentarse, después de tres o cuatro gritos míos estentóreos: ¡Sit! ¡Sit! ¡Sit!... Parece que se dice igual en inglés que en alemán, ¿no?

-Sí, Doctor, los germanos y sajones son muy prácticos y escuetos para impartir órdenes. Por eso les resulta mejor que a los latinos, sobre todo en el ámbito de los negocios.

-Gracias, don Cándido… Me llevé a Platón a casa. A los pocos días, compré donde Luis Rivano un pequeño manual de adiestramiento canino. La base del procedimiento es la repetición del reflejo condicionado…

(Yo –apreciadísimo lector- que no puedo callar mis modestos conocimientos ante los fachendosos ignaros, apostillé: -Ah, Doctor, se trata del reflejo condicionado de Pávlov).

Mi padre me miró, desde el acerado reproche de sus ojos azules).

-Prosiga, Doctor.

-Una de las primeras enseñanzas es la relativa al alimento. Hay que evitar que los perros guardianes sean envenenados por extraños…

-Pero a usted le robaron los alsacianos; no es el caso.

-No. El manual recomienda un procedimiento sencillo: adquirir una batería eléctrica controlada, cuyos conductores se colocan debajo del plato de comida del can. Entonces, usted pone un trozo de carne en la escudilla, y cuando al perro –en este caso, mi querido Platón- vaya a cogerlo, se le grita: ¡No!, activando el dispositivo. El perro, guiado por su instinto (ley natural, claro) clava los dientes en la carne; en ese momento, acciona usted, o un ayudante providencial, el interruptor, y se provoca un golpe de corriente eléctrica que le hace soltar la presa… Y así, hasta que el perro asocia el ¡No! del amo con el desagrado –también natural- del golpe eléctrico.

-Me parece muy práctico e instructivo –dijo mi padre.

-Sí, pero como yo no encontré el aparato en el comercio, ideé un sistema casero: hice una conexión de dos cables comunes, con un interruptor de paso y un enchufe a la corriente eléctrica de 220 voltios. Entonces, lo instalé en la pieza del fondo de la casa, que daba al patio; saqué la extensión del cable por la ventana, y puse los dos polos bajo la escudilla roja de Platón (yo soy más dado al azul, pero a mi perro le gustaba el rojo intenso). Mi hijo Marcial, que es muy inteligente y cursa cuarto de medicina, hizo las funciones de operador del dispositivo.

Yo, afuera, vigilaba a Platón e impartía las órdenes. Cuando el perro corría a coger la carne, yo gritaba ¡No!, a viva voz. Entonces, Marcial pulsaba el interruptor…

Lo repetimos unas diez veces, pero a Platón parecía no preocuparle aquello del reflejo condicionado de Pávlov -que dice su hijo poeta, don Cándido-, aunque yo, no siendo de estirpe gallega, también porfío cuando algo se me pone entre ceja y ceja…

-Siga, hombre, y concluya.

-Sería la vigésima tentativa… Para desgracia de Platón y mía, luego de activar el dispositivo, después de mi autoritario ¡No!, mi hijo Marcial conectó el interruptor, dejándolo encendido, y se fue a cumplir menesteres fisiológicos. Pues bien –pues mal-, Platón apretó el trozo de carne entre sus espléndidas mandíbulas y fue presa del descubrimiento práctico de Edison, hasta las últimas consecuencias… Vi cómo se estremecía en violentos estertores… Arranqué de un tirón los cables conductores. Platón estaba exánime, quizá muerto. Me precipité sobre su cuerpo y le apliqué unos violentos masajes en su pecho poderoso. Al cabo de un minuto, reaccionó, abrió los ojos inyectados en sangre y de un mordisco colosal me cercenó el índice de la mano derecha. Luego, en medio de atroz espasmo, expiró… Y aquí estoy, don Cándido, casi como un viudo inconsolable… Y el doctor exhibía la blanca impotencia de su mano vendada.

-Hombre –dijo mi padre, en tono conmiserativo, -qué joda para usted, que es cirujano.

-No es eso lo que me aflige, don Cándido, aparte de la muerte de Platón, por supuesto, sino que deberé suspender mis clases de piano… Además de los canes, sepa usted que mi afición se inclina por la melomanía interpretativa.

-Paciencia y ánimo, Doctor Rodríguez –sentenció mi padre. –Quizá en el orden natural de las cosas tampoco esté contemplado que llegue a ser usted un eximio pianista.

El Doctor sonrió, con una sonrisa que me pareció escéptica, para decir:

-Y menos aún el más fiero peleador...
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


PUBLICIDAD
ACTUALIDAD GALICIADIGITAL
Blog de GaliciaDigital
PUBLICACIONES