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La zamarra

sábado, 28 de mayo de 2016
Doña Tota era una señora mayor, de pronunciada estatura que acrecentaba todavía más con el redondo y cuidado moño que permanentemente llevaba encima de su cabeza. Vestía siempre una falda y corpiño negro y cubría su menudo torso con una toquilla del mismo color. Era silenciosa y nos parecía mal encarada, y todo junto hacía que la chiquillería del Matadero, incluido el que suscribe, le tuviéramos miedo. La huerta de su propiedad, que tenía las mejores ciruelas del contorno, se delimitaba en su frente por la travesía del Matadero, más concretamente por el tramo que iba de la casa de las Pepas hasta la de los Vicario; y por su lateral izquierdo, con el callejón que bajaba a la playa de Cabanela, donde vivían Modesto de Tirirí con su familia, Francisco y Clarita con la suya y Balbina de Picos; y por la parte derecha por el camino que conducía a la playa de las Arenas, pasando antes por las casas de Manolo de Mondoñedo y Juan el Barquillero, precursor de Manolo el Churrero e inventor de la mágica formula con la que elaboraba, sin lugar a dudas, los mejores churros del mundo. De haber sido Juan un hombre dado a las relaciones públicas, que no lo era, hubiera equiparado su descubrimiento con el de la Coca-Cola. Todos los ribadenses, sin excepción, tenemos gravada en la retina la imagen de su caseta pintada de color verde, tan imprescindible en la Semana Santa como la mismísima Verónica, y en la que resaltaba, en color negro, la enigmática frase: Jao de Plis.

Conocí a Juan a través de mi hermano Roberto. Yo tendría unos dos o tres años y mi hermano contaba, por lo tanto, con doce o trece; Juan, probablemente, se acercaba a los sesenta. Ni la abultada diferencia de edad entre mi hermano y él, ni su desigual carácter, muy alegre y bromista el del primero, y muy déspota y agrio el del segundo, habían supuesto inconveniente alguno para que entre ambos se forjara una profunda y sincera amistad.

En aquellos años, (a mediados de los cincuenta), nuestra querida madre, además de realizar las tareas del hogar, colaboraba en la economía de la casa desplazándose en el tren minero a vender pescado por la zona de Santirso de Abres; mientras tanto me dejaba al cuidado de mi hermano Roberto, encomienda que siempre llevó a cabo, a las pruebas me remito, con gran responsabilidad.

Dado que pasábamos muchas horas los dos solos, pues nuestra hermana iba a la escuela de las monjas, cuando mi hermano se cansaba de jugar conmigo, me subía a su espalda; yo me agarraba a su cuello como un koala y ambos partíamos para la casa de Juan. Si bien es cierto que en su casa Juan había vivido con su madre y sus hermanas, por aquellas fechas ya estaba solo. Y en esa situación lo encontrábamos todos los días, solo, pero siempre haciendo algo. Como tenía un pequeño bote de remos se entretenía, o bien armando un aparejo, o empatando unos anzuelos, o confeccionando una potera, o pintando los remos, pero nunca estaba ocioso.

Al ver entrar a mi hermano, conmigo a cuestas, siempre esbozaba una sonrisa y le decía: que, hoy tamén che tocou traer a zamarra. Por aquel entonces no sabía a qué se refería con esa expresión. Pasado el tiempo supe que la zamarra era yo.

Gracias Roberto por tus cuidados.
Sampedro, Jorge
Sampedro, Jorge


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