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El miedo al olvido

viernes, 13 de mayo de 2016
La memoria es bagaje y herramienta fundamental del escritor. También es atributo cotidiano para sobrevivir. Al parecer, entre los seres vivos, el El miedo al olvidoúnico que la posee, como rememoración reflexiva y de alcance remoto, es el ser humano, aunque algunos creen que otras especies cuentan con un registro memorioso significativo, lo que les permite afrontar los riesgos y apremios de la existencia. Hay quienes hablan de la memoria del elefante o de la nostalgia del salmón, que en la vejez remonta el río para morir en la fuente donde nació. Esto último es incierto y metafórico, pero no podemos desestimarlo.

A medida que avanzamos en el tiempo y nos volvemos viejos percibimos el progresivo deterioro de la capacidad nemotécnica. De pronto, se nos escapa el significado de una palabra otrora conocida o se nos difumina un nombre… -¿Cómo se llama el protagonista de la película El Náufrago? Te lo preguntas y no das con él; ha caído un velo sobre aquellas sílabas breves… Pero, según consejo al uso, no fuerzas la búsqueda, te distraes de la interrogación y de súbito surge el nombre perdido: Tom Hanks… Respiras con alivio, como si hubieses aventado para siempre la amenaza del olvido. (Hasta la próxima, claro).

El nombre fatídico viene hoy en una palabra alemana, Alzheimer. Antes, se hablaba de arterioesclerosis, demencia senil y, en lenguaje criollo chileno, de “clorinda”. Así, cuando alguien presentaba los temibles síntomas de irse extraviando en una nebulosa, se decía: -“Está con la Clorinda”, en desmedro de las féminas sujetos de ese nombre propio. Humor equívoco para eludir el temor de su riesgo inminente.

Un rasgo de esta temible senilidad encaminada al extravío, es un reborde blanquecino que se va extendiendo en la base de la pupila, primero como una línea apenas perceptible, para luego ir engrosándose paulatinamente. No hace mucho, me topé con un ex camarada del colegio Don Bosco, en un café céntrico. Respondió a mi saludo con gesto desorientado; no me recordaba, pese a que compartimos algunos sucesos significativos en los últimos años de las humanidades. Me percaté de esa marca rotunda en sus ojos y de su consiguiente dificultad para hilar los recuerdos desde un territorio donde comenzaban ya a prevalecer las sombras.

Suelo observarme en el espejo, buscando el atisbo de esa línea, como si yo fuera un viejo marino que intuye el ingreso al terrible mar de los sargazos, donde los vientos del este y el oeste de detienen para establecer un espacio de aviesa quietud en la que las naves a vela permanecen inmóviles, en una especie de reino de la nada, es decir, en total desconexión con el mundo de la actividad y el afán humanos…

Aún no he notado algo anómalo en mis pupilas –caro lector- y quiera el dios de la memoria de nunca llegue a percibirlo. Y aunque Mnemósine no es una diosa, sino una titánide, hija de Gea y Urano, se la creía poseedora de propiedades divinas, al menos como intercesora ante Zeus, por lo que incluyo su retrato al comienzo de esta crónica, estimando que podemos clamar a ella para que posponga nuestro cruce inevitable del río Leteo, que los romanos ubicaban en la antigua Galaequia, antes de ingresar a la peligrosa comarca de los celtas. Aunque Caio Junio Bruto, que comandaba aquellas tropas, en el año 285 A.C., atravesó el cauce funesto y desde la ribera opuesta llamó a sus soldados, uno a uno, por los nombres, dándoles a entender que su memoria estaba intacta. Quizá desde entonces venga la creencia en la proverbial facultad memoriosa de los gallegos, descendientes –suponemos- de los aguerridos celtíberos.

Hace seis o siete años –no lo recuerdo con precisión- el escritor chileno, Enrique Lafourcade, sufrió los primeros estragos del Alzheimer. Hoy se encuentra recluido en un asilo privado, al parecer desprovisto por completo de recuerdos, sin saber siquiera de su propia identidad, en el atroz abandono del olvido. Su caso nos impresiona, quizá por lo que ello significa para quien desarrolló su largo oficio sobre la base de una poderosa memoria; alguien que ejercitó esta preciada facultad sin pausa y con destellos lúcidos y creativos, como un gran cronista, aun cuando su anhelo fuera llegar a ser un excelso novelista, integrante del llamado boom latinoamericano, cenáculo exitoso al que ningún escritor chileno pudo acceder, tal vez por las endémicas limitaciones de nuestra “narrativa nacional”; ni siquiera José Donoso ha sido considerado entre esos pares, posibles inventores –lo que es asaz dudoso- del “realismo mágico”, pródigo en discípulos garciamarquianos, con menor o mayor triunfo de ventas…

Al parecer, hubo escritores que advirtieron con antelación la llegada del “terrible alemán”, y evitaron sus devastaciones, poniendo fin a su vida con un pistoletazo. Puede que haya sido el caso de nuestro compatriota Joaquín Edwards Bello, y del húngaro Sandor Márai. No existe la certeza de ello, pero lo podemos presumir, quizá desde el propio miedo que sentimos al mirarnos en el espejo de la decrepitud.

Hace unos días tuve otra experiencia con un amigo de mi generación, poeta de cierto renombre. Me comentó que estaba perdiendo la memoria, que se olvidaba de los patronímicos de personas conocidas, e incluso célebres; que perdía cada semana un par de anteojos; que dejaba libros olvidados en bancos de la plaza o en el autobús… -Estoy tomando vitaminas y reconstituyentes –me dijo, con un gesto desolado, -pero maldito el provecho que obtengo de eso… Mi mujer me compró una libreta, donde anoto las cosas que debo hacer cada día… hasta que olvide para qué sirve…

Traté de consolarlo, invitándole a una cerveza, luego de advertir bajo su pupila el inexorable trazo blanquecino. Después de tres o cuatro botellas, fuimos a desaguar. Frente al espejo, con las manos puestas en la faena fisiológica, mi amigo preguntó: -¿Quién es ese huevón que nos mira? No había nadie más que nosotros en los urinarios… -¿Cúal? –le dije. –Ése –me respondió, señalando con un gesto del labio inferior mi rostro en el espejo, y agregando, después de una breve risa nerviosa: -No me acuerdo cómo se llama ese boludo…

Al sentarnos, me miró con fijeza, diciéndome: -Tú eres fulano de tal, ¿o me equivoco?

Había dicho otro nombre. No le corregí. Quizá se trataba de una broma negra. En la primera librería compré una agenda roja… Tal vez sea hora de comenzar con las anotaciones.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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