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Conversar desde los libros

viernes, 06 de mayo de 2016
Para Agustín Valenzuela Moure

A veces, abrir un libro es un acto de interlocución, si es que logras sentir que el autor dialoga contigo y si estás dispuesto a conversar desde sus palabras, como si el texto estuviera también leyéndote. Se trata de un doble gozo que el acendrado hábito de la lectura puede obsequiarte, de tarde en tarde, porque depende tanto del escritor como de ti mismo.

El diálogo se multiplica si eres capaz de entablar una conversación desde los libros, con otro atento escucha dispuesto a compartir, como en una tertulia, las palabras que te incitaron… La cultura, entendida como conocimiento enriquecedor –entre otras facetas- es un proceso constante de relacionar hechos, situaciones, hallazgos, visiones, sentires y apreciaciones diversas, para estructurar así nuevas realidades o precisar o extender el entendimiento de las antiguas.

El sábado por la tarde abordé la lectura de Tristes Trópicos, del maestro del estructuralismo, Claude Lévi-Strauss, a quien hoy declaran “superado” los post estructuralistas, en ese curioso y desnortado afán de intérpretes o simples comentaristas del pensamiento contemporáneo por desestimar el aporte de quienes fueron capaces de articular hipótesis explicativas de gran envergadura, como si toda la historia de la cultura humana no fuese una interminable y trabajosa cadena propositiva, compuesta por infinidad de eslabones, de los cuales no podemos prescindir sin que su continuidad se vea amenazada por cortes abruptos.

Tristes Trópicos es más una narración de viajes y descubrimientos que un ensayo especulativo. Quizá por ello me cautivó desde la primera frase y así estuve, como un galeote, sentado durante horas ante la barca estrecha del computador, leyéndolo en su versión PDF, a riesgo de socavar aún más la visión de mis ojos estragados. Fue un buen diálogo entre Lévi-Strauss y este escriba fascinado. Y cuando llegué al capítulo donde cuenta cómo abrazó el oficio de etnógrafo, recordé a mi nieto mayor, Agustín, que estudia para geólogo en la Universidad de Chile y está por rematar la carrera… Sí, porque el célebre sabio belga establece una lúcida analogía entre el etnógrafo y el geólogo, texto que compilé, sin alterar su contenido, para remitírselo a mi nieto, integrándolo a un coloquio de tres individuos:







Siendo el etnógrafo «de este mundo», participa de su misma naturaleza. Empero, esta evolución intelectual que sufrí juntamente con otros hombres de mi generación se coloreaba de un matiz particular, en razón de la intensa curiosidad que desde la infancia me impulsó hacia la geología; entre mis recuerdos más queridos no cuento tanto tal o cual aventura en una zona desconocida del Brasil central, cuanto el seguimiento de la línea de contacto entre dos capas geológicas, en el flanco de una meseta languedociana (de Languedoc, Occitania, sur de Francia). Se trata de algo muy diferente de un paseo o de una simple exploración del espacio: esta búsqueda, incoherente para un observador desprevenido, es a mis ojos la imagen misma del conocimiento, de las dificultades que opone, de las alegrías que de él pueden esperarse.

En un primer momento, todo paisaje se presenta como un inmenso desorden que permite elegir libremente el sentido que prefiera dársele. Pero más allá de las especulaciones agrícolas, de los accidentes geográficos, de los avatares de la historia y de la prehistoria, el sentido augusto entre todos ¿no es el que precede, rige y, en amplia medida, explica los otros? Esa línea pálida y enredada, esa diferencia a menudo imperceptible en la forma y la consistencia de los residuos geológicos atestiguan que allí donde veo hoy un terruño árido, antaño se sucedieron dos océanos. Siguiendo en las huellas las pruebas de su estagnación milenaria y franqueando todos los obstáculos —paredes abruptas, desmoronamientos, malezas, cultivos— indiferentes tanto a los senderos como a las barreras, uno parece actuar a contrapelo.

Ahora bien, esta insubordinación tiene como único objetivo el de recuperar un sentido fundamental, sin duda oscuro, pero del que todos los otros son trasposición parcial o deformada. Si el milagro se produce, como ocurre a veces; si de ambos lados de la secreta rajadura surgen una junto a otra dos verdes plantas de especies diferentes, de las cuales cada una ha elegido el suelo más propicio, y si en el mismo momento se adivinan en la roca dos amonitas con involuciones desigualmente complicadas que señalan a su modo una distancia de algunas decenas de milenios, entonces, de repente, el espacio y el tiempo se confunden; la diversidad viviente del instante yuxtapone y perpetúa las edades. El pensamiento y la sensibilidad acceden a una dimensión nueva donde cada gota de sudor, cada flexión muscular, cada jadeo, se vuelven otros tantos símbolos de una historia cuyo movimiento propio mi cuerpo reproduce, al mismo tiempo que su significación es abrazada por mi pensamiento. Me siento bañado por una inteligibilidad más densa, en cuyo seno los siglos y los lugares se responden y hablan lenguajes finalmente reconciliados.

Después de esto, parece extraño que durante tanto tiempo haya permanecido sordo a un mensaje que, sin embargo, desde el curso de filosofía, me transmitía la obra de los maestros de la escuela sociológica francesa. De hecho tuve la revelación sólo hacia 1933 o 1934, al leer un libro, ya antiguo, que encontré por casualidad: Primitive sociology, de Robert H. Lowie. Ocurrió que, en vez de nociones tomadas de los libros e inmediatamente metamorfoseadas en conceptos filosóficos, me enfrenté con una experiencia vivida de las sociedades indígenas, cuya significación fue preservada por el compromiso del observador.

Mi pensamiento salía de esta sudación cerrada a la que se veía reducido por la práctica de la reflexión filosófica. Llevado al aire libre, sentía que un hálito nuevo lo refrescaba. Como un habitante de la ciudad lanzado a las montañas, me embriagaba de espacio mientras mi mirada deslumbrada medía la riqueza y variedad de los objetos.

Así comenzó esa larga intimidad con la etnología angloamericana, trabada a distancia por la lectura y mantenida luego por contactos personales, que debía dar ocasión a malas interpretaciones tan serias. En primer lugar en el Brasil…
No rindo homenaje a una tradición intelectual sino a una situación histórica. Piénsese tan sólo en el privilegio de tener acceso a poblaciones vírgenes de toda investigación seria, y lo suficientemente preservadas por el corto tiempo transcurrido desde que fuera emprendida su destrucción.

Una anécdota lo hará comprender bien; es la de un indio que milagrosamente escapó, él solo, al exterminio de las tribus californianas aún salvajes. Durante años vivió ignorado por todos en las inmediaciones de las grandes ciudades, tallando las puntas de piedra de sus flechas, que le permitían cazar. Poco a poco, empero, la caza se acabó. Descubrieron un día al indio desnudo y casi muerto de hambre a la entrada de un arrabal. Terminó apaciblemente su existencia como portero de la Universidad de California.

(Esta historia del maestro Levi-Strauss me hace pensar en la pretendida “integración” de los mapuches al Estado chileno).

Y no es que yo pretenda proyectarme –como suele decirse- en los hijos, ni menos en los nietos, porque no creo en esas realizaciones postreras ni en la supuesta catarsis de las frustraciones propias en el futuro del espejo parental. Pero me alegra que alguien de mi propia estirpe abra los ojos en ese afán –para mí cada vez menos habitual en el amplio entorno- de hacerse cargo del “júbilo de comprender”, como lo hizo y lo postuló, durante un siglo de prolífica existencia, Claude Levi-Strauss, recogiendo la sabiduría proverbial de su vieja raza semítica y amasándola con los trigos depurados de la cultura francesa, para regalarnos una obra extraordinaria y –una cualidad de la que no debemos prescindir jamás como lectores- bien escrita, lo que la hace doblemente placentera, como ya lo afirmáramos.

Respecto al joven geólogo a quien dedico este artículo semanal, cabe decir que es asunto prodigioso desentrañar la milenaria escritura que guarda en su piel y en sus entrañas nuestra Madre Tierra. Y creo que él lo sabe y vive ya su silencioso entusiasmo.

Ahora, solo me falta la tercera interlocución, que vendrá luego –así lo espero- cuando mi nieto Agustín responda a esta crónica, aunque desde ya le anticipo que conversar desde los libros es también un rito que requiere de una mesa donde el pan y el vino se transformen en los mejores huéspedes de las palabras.

Que así sea.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


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