Que dios le haga un hombre sabio...

"Que Dios le haga un hombre sabio, hijo..." fueron las palabras de la anciana -hace treinta años- cuando puse en sus manos una espontánea ayuda pecuniaria.

Ella descendía las escaleras del Metro, en estación Salvador, junto a una niña, mientras yo iba escaleras arriba, rumbo a mi trabajo en Química Hoechst. Era el 23 de diciembre de 1985, el día del cumpleaños de mi abuela Fresia Ramírez Salinas, nacida en 1880 (hace ciento treinta y cinco años). Pasado el mediodía, yo regresaba del centro, luego de haber cobrado el estipendio de mi primer premio literario, con una docena de libros recién salidos de la imprenta y un ánimo encendido en el sabor de las palabras.

Me crucé con ella de modo casual. (Después recordaría la sentencia de Tagore: "La casualidad no existe; ella es parte del telar donde la divinidad une los hilos de la providencia"). Creí ver la imagen doliente de mi abuela Fresia, porque por el rostro de la mujer descendían dos hilillos de lágrimas… Me detuve, para alcanzarla y entregarle unos billetes extraídos al azar, después que me dijera, con voz triste pero serena: "Mi hija ha muerto hoy en el hospital y tendré que hacerme cargo de mi nieta". Y luego de recibir el dinero, pronunció aquella frase que me quedaría grabada para siempre.

Hoy, tres décadas más tarde, me levanté de la cama con la imagen de mi abuela Fresia en la memoria: alta, delgada, muy blanca, de grandes ojos expresivos y una sonrisa fina, apenas insinuada en la perfección de sus labios; una figura de natural distinción y sencilla belleza, iluminada por ese ánimo hospitalario y afectuoso que nos prodigaba.

Aquella frase, que encierra a la vez un buen deseo y una exhortación, vuelve a sonar ahora en mis oídos...

El silencio y la esperanza pueden ser dulces, como un confite en la Navidad remota de la infancia.