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Memorial 9.11, Nueva York. Fetiche y dolor.

jueves, 05 de noviembre de 2015
Soy una de tantas y tantos que se ha asomado a los Pozos Espejos del Memorial 9.11. en Nueva York. Me apoyé como todos en el brocal lleno de cientos de nombres de las víctimas, en torno a los poéticos agujeros con manantiales deslizantes suaves y superficies relajantes de agua que enmarcan artísticamente la huella vacía de lo que llenaron las torres, la marca de los cimientos huecos. No niego su belleza cantada por tantos críticos de arte y paisajismo: ese juego de enfatizar el hueco de lo que estuvo lleno es un recurso expresivo para comunicar el sentimiento de pérdida, que se hace honda pero contenida, porque el sumidero del agua de esas deslizantes cascadas es geométrico, cuadrado, como lo es o era la base de las dos torres, una forma racional que contiene lo que de no ser por ello podría ser un sentir desgarrado: si los encuadres de las cascadas silenciosas y del sumidero que se traga el agua, al fondo, no fuesen cuadrados y fueran circulares, la sensación sería la de un torbellino, un torbellino devorador de vidas incontenible; si es de cuatro lados rectilíneos con ángulos de 90º nos invita a racionalizar el desgarro, a meditar tras el duelo de aquel trágico suceso sobre la vida, sobre la muerte, sobre el transcurso de la una a la otra en un nivel más metafísico.Memorial 9.11, Nueva York. Fetiche y dolor.
Pero toda esta mística perspectiva por la que yo me podría deslizar a lo largo de páginas y páginas de crítica positiva respecto al monumento, en este momento y ocasión me parece un blablablá, una retórica forzada que no me deja expresar lo que en realidad sentí en aquel lugar tan “sostenible”, “razonable” y “poético” diseñado por el arquitecto Michael Arad y el paisajista Peter Walker.

Lo que yo viví, tras contemplar la creación artística unos instantes, mientras mi mirada teórica de historiadora y crítica de arte me invadía, fue simultáneamente una ira profunda ante el espectáculo turístico que me rodeaba. Unos con sus selfies, otros en sus colas para ver una sofisticada versión de la muerte y el dolor en el Museo; todo rodeado de cientos de árboles impostados allí, como en esos nuevos parques postmodernos, que aunque tengan muchos caminos, hierba y especies arbóreas numerosas trasplantadas de lugares míticos, o haya conservado árboles in artículo mortis del antiguo solar rehabilitados con medicamentos, mientras se cargan las casuchas populares del contiguo solar para hacer una torre de 150 pisos emblemática, tal vez porque la ciencia del paisajista arquitecto- jardinero está ya muy resabiada en este siglo, exprimiendo las citas de la memoria de los “lugares”, forzando los recursos artísticos más allá del límite del arte, situándose en la mascarada para la recreación de un paisaje o de un sentimiento ante el mismo.

Hace tiempo que el turismo ha ido empujando a un enmascaramiento de la autenticidad del paisaje y de la realidad antropológica, desde los ya remotos tiempos en que comenzó este fenómeno los artistas y personas sensibles se irían quejando de ello, de hacer para él un falseamiento de la auténtica cultura y belleza de un país y un pueblo, en las cuales el dolor de su historia es una pieza fundamental. Parece que esto se ha hecho inevitable en estas décadas, en las que los paquetes turísticos y sus ofertas se han convertido en fuente muy importante de ingresos para las arcas del estado, pero ahora lógicamente no es el folklorismo barato de la falsa cultura popular el que falsea la autenticidad, sino que es la sutilidad del postminimalismo artístico y el paisajismo alambicado el que sitúa la cara fea de la historia real en un nivel de falseamiento de la dura realidad, para concienciar y relajar a las masas turísticas.
Pena López, Carmen
Pena López, Carmen


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