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La Grecia del límite. Cos.

miércoles, 22 de julio de 2015
El aire tórrido de Chipre y el Dodecaneso se dulcificaba en Cos por entre los árboles de una mínima carretera, una senda con sombras apenas transitada. Un coche de cuando en vez, una pareja de caminantes, un ciclista…La Grecia del límite. Cos.
En sombra la habitación, velada con finos visillos oscuros que dejaban pasar la luz amainada del ¿jardín…? No, era el campo sereno con finos árboles que rodeaban aquel hotelillo apacible sin aire internacional, afortunadamente, sin nada sofisticado en su entorno. Salvo por los silenciosos turistas ingleses o alemanes que desayunaban en el comedor, todo parecía autóctono, sin sirtaki ni música febril ¡Qué descanso sin hilo musical!

Cruzando un camino, pasados unos metros por entre las hierbas y las pequeñas dunas, había una playa no muy grande ni muy chica, con gente, pero menudeada. Unos aquí, otros más allá y el solitario; los niños se escuchaban a lo lejos alegrando el oído, sin berrear… bueno, algún lloriqueo lejano y dulce sí se oía. La isla de Hipócrates y la medicina había dejado su huella en el Asklepeion y la isla estaba como empapada de la memoria de aquella sanación.

Tendida sobre la arena respiraba con una apacible profundidad natural que no recordaba desde hace un montón de años, sin la respiración asistida del yoga, el pilates o el chi- kung, todas ellas inspiraciones y expiraciones forzadas para paliar el estrés, que antes denominábamos angustia, aceleración, nerviosismo, salvo que estuvieses como una moto, que sólo entonces se llamaba así. Tras no sé cuantas respiraciones sin asistencia me levanté apenas sobre los codos mirando al mar y descubrí tierra en el horizonte, costa incierta entre la húmeda calima luminosa, real e irreal, mágica, ¡era Asia!. Me sentí con intensa emoción en el límite de dos continentes, como Espronceda pero sin su retórica épica de prosapia masculina, diría yo que aquel sentir mío se inclinaba más a la de una lírica femenina como la de Rosalía de Castro, una sensibilidad femenina ante la naturaleza en la frontera de los continentes, acompañada por la memoria del aula colegial en que por vez primera había escuchado aquellos versos enfáticos, que siempre había imaginado en la voz de un hombre, distantes, y que, por fin, entonces haría míos, con voz y corazón de mujer:
”Asia a un lado, al otro Europa y allá a sufrente Estambul”.

No veía Constantinopla, ni las cúpulas de Santa Sofía, ni estaban allí porque no era el Estrecho del Bósforo, pero yo situaba todas esas imágenes tras la líneas onduladas de aquella costa próxima y lejana, tan oriental y a la vez tan clásica.

Leo ahora en la prensa que los refugiados de Siria inundan la isla, que los turistas están inquietos, que aquel ambiente se ha roto con los naufragios dramáticos de cientos de personas y el hacinamiento de la pobreza y desesperación que inunda todo el Mediterráneo. Me sitúo en aquella playa de entonces y oigo sonar los móviles, las conversaciones telefónicas en las orejas, los niños berrean, el aire es tórrido, la costa turca se viene encima de mí acosadora y me acuerdo de Lepanto…¡horror!.

Me pongo a hacer yoga, pero el aire no me alcanza ni a los pulmones, como si tuviera un muro en la garganta, el estrés global de estos tiempos inquietantes.
Pena López, Carmen
Pena López, Carmen


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