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Elegía a mi padre

jueves, 25 de junio de 2015
Él habitaba el patio en la lectura.
Exageraba el culto del amor y El Quijote.
Era su voz precisa, irrevocable.
En la mirada descifró la eternidad del lenguaje
y de las cosas.
Él me habló de Lepanto y de Numancia,
del hebreo y del árabe.
Me citaba a Galdós.
la latitud exacta de su pueblo.
Lo veo maldecir con amargura
la delación y el miedo.
Lo veo en la agonía
que el cielo o el infierno agobió para siempre.
Él me enseñó que el hombre
está hecho de tiempo y de trabajo.
Junto a él recorrí el destino de mi sangre,
el verso castellano de Quevedo.
Me señaló la castidad y el honor.
Me salvó con el asombro y la ternura.
Me otorgó como gracia la soledad.
Y el soñado silencio de los sueños.
Prolongué sus hábitos y sus errores.
Aprendí a odiar la demagogia.
Aprendí la ironía. Y el humor incesante
que justifica un símbolo.
Desconfié de la gloria, de la vanidad,
de los terribles bronces de las plazas.
Desconfié de los dioses y de las multitudes.
Es parte de mi mito y de mi orgullo.
Es la cotidiana historia de mi verso.
Una elegía más que arrebató el misterio.

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Padre

Padre, levanta la cabeza y mira los cipreses.
Camina con tus honrados huesos campesinos
hacia la luz de la nostalgia.
Otra vez te esperan el combate y la derrota.
Todas las noches vienes con tu voz
a visitar los cuartos de esta casa,
a decirme palabras que no entiendo.
Padre, salúdame con tu sombrero en alto.
Esta noche tu hijo ha soñado que has muerto.
Penelas, Carlos
Penelas, Carlos


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