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El roto chileno

viernes, 12 de junio de 2015
El término “roto”, empleado como sustantivo, para designar a un individuo harapiento, sucio y pícaro, prototipo del “hombre del pueblo” -sobre todo el mestizo, hijo de español e indígena- es de antigua data en Chile, probablemente se originó en los albores de la Colonia. En España se utiliza como simple adjetivo común, con el significado de algo que está dañado en las partes de su estructura o ha perdido su integridad, aunque Góngora y Cervantes lo emplearon para designar al hombre andrajoso, descuidado y de malas costumbres. (Recuérdese el episodio de Don Quijote en Sierra Morena).

Después de la Guerra contra la Confederación Perú-Boliviana (1836-1839), el “roto chileno” pasó a constituir un prototipo nacional, de sesgo patriotero, al que se le atribuye cualidades como bravura, resistencia y coraje bélico… El “roto” se erigió en guerrero triunfante en la batalla de Yungay, el 20 de enero de 1839. Este combate a campo abierto se dio sobre la base de un improvisado contingente popular, sin preparación militar, sin uniforme, mal armado y peor abastecido. No obstante, los chilenos resultaron vencedores, como sucedería cuarenta años después, en la Guerra del 79. El triunfo de Yungay es el del hombre en ojotas, pueblo semidescalzo que se batió a puro corazón (bueno, con la ayuda de una droga primitiva: aguardiente mezclada con pólvora, brebaje maldito que se denominó “chupilca del diablo”)... El día 20 de enero fue instituido como el ’’Día del Roto Chileno’’, en reconocimiento a aquellos soldados vueltos feroces héroes circunstanciales.

El 7 de octubre de 1888, durante el gobierno de José Manuel Balmaceda Fernández, se erigió una estatua al ’’Roto Chileno’’, en la plaza de Yungay, en Santiago de Chile, para conmemorar la mentada “hazaña” militar. Aún se depositan allí ofrendas florales en homenajes cívicos de escasa concurrencia.

Cincuenta años después, con su lucidez de cronista excepcional, Joaquín Edwards Bello describió en su novela El roto (Santiago, Editorial Chilena, 1920) una sociedad marginal en que el roto era precisamente el protagonista. Ambientada en el popular barrio de la Estación Central de Santiago, los personajes, prostibularios y pícaros, exhiben un modo de vida y una escala de valores que la sociedad burguesa de la época no se interesaba en conocer, o que ignoraba en la ceguera flagrante de una clase que usó al “roto” como carne de cañón para sus guerras económicas, y como mano de obra barata en sus empresas expoliadoras… Mediante esta denuncia crítica, Edwards Bello muestra aquí profundas influencias del naturalismo francés, especialmente de su admirado Emil Zola.

Nuestro “roto” tiene sus correspondientes en otros lugares del mundo, como el Zé Povinho, del Portugal decimonónico, con su aire republicano y libertario, difuminado ya en los vericuetos de la Historia remota.
Hoy en día, el concepto de “roto” posee variadas connotaciones, como ocurre con nuestro chilenísimo sustantivo “huevón”… Tenemos el “roto mal nacido”, individuo innoble y traicionero; el “roto con plata”, personaje que proliferó durante los “años dorados” de la dictadura militar, prototipo del arribista que pretende trepar en la pirámide social, merced a sus triunfos económicos, aunque sea a costa de empinarse por sobre los cadáveres de los rivales; el “roto picante”, fulano fanfarrón, ordinario y maleducado, a quien suele “vérsele la ojota” en cada una de sus actitudes sociales. Y siguen otras categorías similares, como el “roto insolente”, el “roto patudo”; también el “roto simpático”, el “roto buena onda”, el “roto enamorado”…
Joaquín Edwards Bello, hasta ahora el mejor cronista de nuestro país, nos dice de su famoso libro:
“El Roto es la novela del bajo pueblo de Chile: el roto es el minero, el huaso, el soldado, el bandido; lo más interesante y simpático que tiene mi tierra; es el producto del indio y el español fundidos en la epopeya de Arauco; es el pueblo americano, fuerte y fatalista, muy semejante en toda la América española, desde el pelao de México hasta el criollo de las provincias argentinas. En los fuertes cuadros populares, en los más escabrosos pasajes de la novela he querido poner esa esencia, esa cosa fresca y exquisita que conserva la esperanza y da vigor al espíritu: la compasión humana”.

El “roto”, descrito por Edwards Bello, ha perdido las virtudes que el notable escritor señalaba, desdibujándose en esta sociedad postmoderna donde se confunden los rangos y se encadenan diversos estratos de la llamada “clase media”, para dar paso a lo que podríamos llamar el “bruto tecnificado”, individuo provisto de los más avanzados elementos de la técnica contemporánea, usuario masivo de Internet, inculto, ignorante y agresivo, que carece del sentido del espacio que debe existir entre ciudadanos civilizados, y te pasa a llevar o atropella impunemente en la calle, en el metro o en locales de uso público, y que a la menor protesta o insinuación de su mal comportamiento, es capaz de agredir violentamente al vecino por “quítame estas pajas”. Es el roto olímpico del siglo XXI, dueño y señor de los espacios urbanos, donde su vulgaridad es una especie de ley indiscutible de mala convivencia… Amo de los recintos deportivos, descarga su mala leche y sus resentimientos en los hinchas enemigos y no trepida en atentar contra la propiedad pública o privada, sin otros móviles que el prurito de destrucción vandálica.

El “roto”, en su peor acepción, es universal, y parece estar hoy apoderándose del mundo, por los globalizados carriles de la peor vulgaridad, acicateado por las drogas y el alcohol, protegido por una democracia de papel que parece inerme ante sus desaforados y constantes asedios.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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